Una fiesta especial en Mozambique

Esa fiesta especial no podía ser una más. Los invitados venían de Bagdag, de Bucarest y El Cairo, de Roma y Treviso, de Azores, de Kuala Lumpur y, también, de Madrid. En sus zapatos sumaban más kilómetros que el mismísimo Willy Fog. El lugar era mágico. Todo era mágico.

No hubo tarjetones de letra gótica ni formalismos estériles. Lo escuché una mañana de pies mojados, paseando por un mar que no era mar, compinchados con la marea baja del Índico allá por Mombasa. Tampoco hacía falta mucho más. En sus ojos se vislumbraba con nitidez esa fiesta especial sin fecha en el lugar donde empezó todo, a orillas de esas mismas aguas que ahora ensimismaban sus confidencias. Empecé a prepararme para el reto. Una fiesta especial en África.

Un año después, cinco amigos, aunque algunos aún no sabíamos que lo éramos, nos subíamos a un avión en Barajas camino de Vilanculos, en la costa de Mozambique, un país olvidado en un olvidado rincón del mundo. El astronauta -en feliz definición del querido Sancho Pancho– lo tenía preparado todo. O eso decía. Él mismo había emprendido hacía cinco años ese mismo camino, en su caso sin retorno, dejando atrás el bulevar de sueños que le habían roto a pedradas. Desde el espacio sideral del continente maldito, cualquier estatua de sal se hace añicos por la distancia, que no el olvido. Sólo hay que tener la valentía suficiente para alejarse y diluir las miserias en la apacible serenidad de la perspectiva.

No era una fiesta al uso. No hubo tarjetones de letra gótica ni formalismos estériles

Esa fiesta especial no podía ser una más. Los invitados venían de Bagdag, de Bucarest y El Cairo, de Roma y Treviso, de Azores, de Kuala Lumpur y, también, de Madrid. En sus zapatos sumaban más kilómetros que el mismísimo Willy Fog. El lugar era mágico. Todo era mágico. Allí se hablaban cuatro idiomas a la vez y ninguno salía indemne de esa babeliana torre de arena y mar. Las frases se empezaban en portugués, se continuaban en italiano y se (re)mataban en español o en inglés. Pero todo el mundo se entendía.

No, no era una fiesta al uso en modo alguno. En la maleta no había espacio para corbatas ni zapatos de piel. El astronauta había levantado la veda de los convencionalismos anunciando con antelación que afrontaría el trance supremo en bermudas y descalzo. Tratándose de un espíritu tan audaz, sabía que lo cumpliría a rajatabla aunque se le interpusieran lamentos, atonías y rogativas de última hora, esfuerzos todos tan baldíos como intentar arrancar promesas a un moribundo.

Los invitados sumaban en sus zapatos más kilómetros que el mismísimo Willy Fog

Para coger carrerilla, la fiesta especial empezó a cientos de kilómetros de distancia, en Sudáfrica. Había que dejar, la ocasión lo merecía, un reguero de vinos y cervezas hasta llegar a Vilanculos. Era casi un deber moral que, dicho sea de paso, tampoco precisó de mayores esfuerzos (¿verdad Rubio?), porque la expedición se tomó este cometido con suma profesionalidad. En Kruger, entre rinos huidizos, jirafas penumbradas por el sol, elefantes bravíos, monos hambrientos y algún leopardo indolente, el astronauta se despidió de la vida salvaje del llanero solitario. Estaba feliz y se le notaba, al igual que el cansancio acumulado del estupendo guía, ojo de halcón, que no había querido renunciar a ser hasta el descuento, porque antes de su fiesta especial se sentía obligado a desvivirse por sus amigos, muy propio.

Y llegamos a Maputo, donde sus atenciones se multiplicaron, reunida al fin toda la tribu de invitados multicultural. Y conocimos allí a la otra mitad de la fiesta especial, a la bella astronauta consorte, que muy pronto nos demostró lo que ya presumíamos: una vez más, nuestro amigo no se había equivocado.

Estaba feliz y se le notaba, como el cansancio acumulado del estupendo guía que no quiso renunciar a ser hasta el descuento

Las horas se nos iban de los dedos en el sumidero de tráfico de la gran ciudad. El astronauta, para entonces, empezaba a mostrar signos de flaqueza, ya fuese por la tensión propia del equilibrista obligado a mantener tantos platos girando a la vez con una sonrisa o por ese sudor frío que antecede a cualquier fiesta especial que se precie a medida que el calendario la va acomodando en suerte. Pero, pese a todo, seguía entregado a su agotador papel de guía-anfitrión-organizadordeunafiestaespecial. Tanto que, pese al atracón de kilómetros que todavía nos separaban de Vilanculos, aún era capaz de ofrecerse a las siete de la mañana para encabezar una visita guiada a la renombrada estación de tren de Maputo, un guante que, afortunadamente para su tranquilidad, nadie recogió (gracias amigo).

Dos largas jornadas de carretera que bien podían haber precipitado en un suplicio se convirtieron, sin embargo, en un regalo con parada y fonda en Chidenguele, inolvidable tarde de piscina y cervezas y chapuzón en un lago sin cocodrilos. Un largo trayecto salpicado también de cajeros automáticos -que la comitiva dejaba indefectiblemente moribundos de meticales- y bolsas de anacardos, de canciones de Manolo García y trópicos de Capricornio y de una obstinada avería que parecía empeñada en dejarnos sin fiesta especial (o quizá era simplemente esa última oportunidad que el destino te brinda de tener un pretexto para salir huyendo).

Dos largas jornadas de carretera que bien podían haber precipitado en un suplicio se convirtieron en un regalo

Incluso un indolente policía intentó multarnos porque nuestro timonel conducía con medio brazo fuera de la ventanilla, qué osadía. Pero el astronauta, mutando a pasos agigantados en el inolvidable Michael Douglas de “Un día de furia”, se negó a pagar ni un solo metical por una ridícula sanción que apestaba a enésima mordida. Algunos llegamos a pensar, en ese silencio denso del desconcierto, que era un ardid para terminar en el calabozo y evitar así tomar la alternativa en Vilanculos. Pero no. Una vez más (y van unas cuantas), su sentido de la justicia le impedía ceder ante un golfo. El agente, sin oponer demasiado resistencia, terminó desistiendo.

El paraíso esperaba al final del camino. En el Villas do Indico se acababan los kilómetros y empezaban los amaneceres del Índico, las conchas de ermitaños en la playa desierta (a cobijo de una implacable depredadora que atiende por Belén), la cotidiana pesca de arrastre, las barquichuelas varadas por la marea, la matapa y el piri-piri, los tragos a medianoche al son de rapsodias bohemias y zorros veloces y, sobre todo, el archipiélago de Bazaruto, uno de esos lugares del mundo en los que hay que estar antes de dejar de ser. Allá que nos fuimos una decena de hispanoitalianos en dos barcas a motor que brincaban sobre las olas con el ímpetu de una narcolancha. Pero nadie nos perseguía, porque nadie había a nuestro alrededor en muchos kilómetros a la redonda.

El archipiélago de Bazaruto es uno de esos lugares del mundo en los que hay que estar antes de dejar de ser

Paramos en la isla principal. Nuestro astronauta no nos acompañaba. Habíamos decidido darle el día libre para que disfrutara del cariño de su madre y de su hermano Piero, que bien merecido lo tenían. Lo había dejado, no obstante, todo preparado. Debíamos subir una duna de un centenar de metros para cruzar la isla y esperar a nuestras embarcaciones al otro lado. Esa breve caminata estuvo repleta de sensaciones. Sobre la cima de la duna de arena caliente, con el Índico a nuestros pies, era imposible no sentirse un privilegiado en deuda impagable con la vida.

Y llegó el día antes de lo que hubiéramos deseado. Nos despertamos sin saber a qué hora empezaba la fiesta especial. ¿Se trataría finalmente de una no-fiesta especial tomada prestada de la fantasía de Lewis Carroll? La respuesta era bastante más sencilla: el tiempo nos tenía en sus manos. Habían anunciado lluvia tras una semana de mucho calor y sería el clima el encargado de decidir la hora. Eso nos obligaba a no bajar la guardia, siempre dispuestos a salir corriendo de la piscina, donde las horas de sol terminaban por convertirnos en hologramas pegados a una cerveza.

Nos despertamos el día D sin saber a qué hora empezaba la fiesta especial y rumiando a Lewis Carroll

Sancho, en un alarde organizativo sin precedentes, decidió tomar el mando en la sala de máquinas para que la fiesta fuese aún más especial. Y vaya si lo consiguió. Remató incluso la faena con unas emotivas y certeras palabras, dejando el listón muy alto como escritor y como amigo. Detrás de los dos astronautas, descalzos como no podía ser de otra forma, un vendedor ambulante agitaba al viento unos vaporosos pantalones con la cara de Bob Marley intentando atraer la atención de los invitados. Porque esto es África.

De la fiesta especial poco diré porque está a buen recaudo en nuestros corazones sin necesidad de glosarla, salvo que, pese a los encomiables esfuerzos del astronauta de los pies descalzos, la nutrida reserva de botellas de vino no se terminó y hubo que rematar la faena al día siguiente. Cuentan los que dicen que saben, aunque no hay manera de comprobar cómo lo saben, que un puñado de invitados terminó en la piscina (algún osado incluso en el Índico, nadando entre medusas, Óscar puede dar fe) y que, ya de madrugada, alguien vio a los dos astronautas, él con el pelo mojado aún y arrastrando una maleta de ruedas, camino de una habitación equivocada. Aseguran quienes les conocen bien, aunque tampoco hay forma de cerciorarse de que así fuese, que caminaban con una sonrisa que iluminaba la playa. La playa de la fiesta especial.

Detrás de los dos astronautas, descalzos como no podía ser de otra forma, un ambulante agitaba al viento unos vaporosos pantalones

Pdta.- Esta crónica está en deuda con la demoledora ironía de Isa, esa mujer que, condenada a vivir en un contenedor en Bagdag, según confesión propia, en cuanto se vio en Bazaruto no dejó de caminar hasta que se le terminó la isla; con la afabilidad helenista y políglota de Constan, pese a la tensión de no saber nunca en qué idioma te iba a contestar; con el arrollador sentido del humor de Sonia, alumbradora del incunable Sancho Pancho; con la inteligencia sutil de Silvia, sin cuyo don de lenguas no nos habríamos enterado de que, efectivamente, la fiesta especial se había consumado; con Jair, que fue capaz de cargar con una guitarra desde El Cairo por si acaso se estropeaba la música y nos quedábamos sin banda sonora; con la energía positiva de Alessandra y Filipo; con el entusiasmo desbordante de Víctor y su pasión por la vida y los mapas; con el incansable Jeremías y todo el staff, Lucía a la cabeza, del Villas do Indico; con Dani, uno de los más perseverantes cazadores de sueños que conozco; con la tenacidad de María Luisa, que nos iluminaba a todos con su ejemplo y actitud cada mañana; con la conversación y las risas de Piero, el hermano que todos querrían tener a su lado; con el enorme corazón de Juancho y la complicidad de Rubio, un tipo grande en todos los sentidos; con el entusiasmo de Óscar por cada minuto del viaje y su generosidad en detalles; con la capacidad de Belén para subirse a un sueño en marcha y hacerlo suyo, y con todos (hasta 29, creo recordar) los que contribuyeron a que la fiesta fuese tan especial como se anunciaba.

Pero, sobre todo, con Francesca y Javier, por el regalo de unos días inolvidables.

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