El turista perdido en la manada: ¿merece la pena viajar así?

Selfies, lugares masificados, deterioro medioambiental, rutas industriales…
Venecia, vacía. Javier Brandoli

Hace años me molestaba enormemente esta frase: “yo soy un viajero, no un turista”. Me sonaba a disfraz de montañero. “Turistas somos todos los que viajamos”, me apresuraba a contestar yo. Y lo somos, sin duda, pero la cosa se está poniendo tan complicada que hoy añadiría algunos matices. Yo soy un turista al que le molestan el resto de turistas. Ergo, de viaje me molesto a mí mismo. Pero como no puedo dejar de ir a mis escapadas, resulta que para disfrutar de ellas empiezo a huir de ustedes. O de algunos de ustedes, mejor dicho.

“Los turistas, claro, son indescriptibles. Dicen ‘Oh’ a intervalos de treinta segundos y cada cinco minutos se gritan unos a otros: ‘Dígame, ¿no le parece que todo es siempre igual?’ Luego juegan al criquet con un mango de escoba hasta que un paisaje inusualmente hermoso hace que se interrumpan para gritar ‘Oh’ una vez más”, escribe el indo-británico Rudyard Kipling en “Viaje al Japón”, un texto de 1889. Los textos clásicos tienen la virtud de hacernos recordar que lo que nos parece muy nuevo es ya muy viejo. 

Turistas en Tokio durante la Sakura. Javier Brandoli

¿El modelo de industria turística se debe repensar? ¿Ver una fila de personas trepando a la cima del Everest es una herejía? ¿Es sostenible para el medioambiente? ¿Hemos convertido el mundo en un reguero de egos, de personas que viajan para hacer videos y tomar selfies como el que colecciona chapas de botellas? ¿Hay comportamientos de turistas y hay comportamientos de viajeros?

Empiezo a elegir sitios muy remotos, o fechas donde sé que va menos gente porque llueve o hace un calor intenso, o a pagar más no por la cama en la que duermo sino por la exclusividad de ir a un sitio no masificado.

El debate viene de lejos, pero se están alcanzado situaciones realmente insostenibles. En mi caso, viajar está dejando de ser en ocasiones una experiencia placentera. Empiezo a elegir sitios muy remotos, o fechas donde sé que va menos gente porque llueve o hace un calor intenso, o a pagar más no por la cama en la que duermo sino por la exclusividad de ir a un sitio no masificado. Las tres soluciones me parecen erradas, elitistas, parches para una herida. Dejo afuera algunos viajes que hago como reportero y que atañen a sitios peligrosos o que pasan por momentos peligrosos. En todo caso, algunos ejemplos de cuando sí me calzó mi enseña de turista quizá sirvan mejor para enmarcar el debate.

Ha-Long, el aparcamiento de cruceros

El sudeste asiático representa a la perfección esto que pretendo contar. En este entorno, desde Pakistán a Japón y desde Corea del Sur a Indonesia, vive más del 50% de la población mundial. A esa masificación ya de población local añadan un modelo turístico de bajo coste donde la cantidad impera sobre la calidad.

La Bahía de Ha-Long, en Vietnam, es uno de esos fetiches viajeros. En abril de 2024, fuimos al país sin reservar nada previamente. Tuvimos que pagar una fortuna por dormir una noche en un crucero. Vas en bus desde Hanoi. Todos los vehículos paran en el trayecto en las mismas tiendas de suvenires. Una manada de ovejas a la que sueltan 30 minutos para beber el mismo café o llevarse la misma imitación de bolso de marca. Tras eso, al barco.

Cruceros en la bahía de Ha-Long.
Cruceros en la bahía de Ha-Long. Javier Brandoli

Subimos. El entorno era bellísimo. Las montañitas salen del agua como hongos. La nave echó el ancla para la cena. Y entonces, en la cubierta, conté a simple vista hasta 60 cruceros alrededor. No era el paraíso de las fotos que enseñan las publicidades, era más parecido a un aparcamiento de un centro comercial lleno de autobuses. Se escuchaba la música de otros cruceros: La Macarena, La Bamba, Despacito…

Basura flotando por todas partes. Pasaba agrupada. Botellas, bolsas, envases, con sus manchas de aceite y su espuma de excrementos.

Peor fue el amanecer. Salimos a nuestra terraza y vimos basura flotando por todas partes. Pasaba agrupada. Botellas, bolsas, envases…, con sus manchas de aceite y su espuma de excrementos. Producía pena ver la imagen. Haber pagado 400 euros por esa experiencia molestaba. Alguien debería replantear ese modelo, pero quién va a cuestionar algo que funciona. En el muelle cuando llegamos el día anterior  había cientos de clientes esperando, sentados hasta por escalones, para subir a los barcos. Cuando nos fuimos, la cantidad era la misma.

El junio de 2023, la Bahía de Ha Long, Patrimonio de la Unesco, saltó a la primera página de todos los medios. Más de 10.000 metros cúbicos de plásticos se sacaron de sus aguas. Más de la mitad de sus corales habían desaparecido. Se denunció que todas las nuevas áreas residenciales que se levantan tiran las aguas fecales a la Bahía. Un paraíso convertido en un estercolero que seguir exprimiendo. El negocio es rentable y el turista sólo tiene que elegir bien el encuadre de sus fotos. Siempre hay la posibilidad de obviar el resto de naves, la basura flotando en las aguas, y sacar una idílica foto de la idílica Ha-Long Bay. Se puede, yo lo hice.

Vendedora ambulante entre cruceros, bahía de Ha-Long. Javier Brandoli

El show del leopardo

En diciembre de 2023, entramos en el Yala National Park, Sri Lanka. De mis tiempos de vivir en el sur de África me ha quedado una obsesión casi compulsiva por los espacios naturales donde las bestias viven en libertad. Nos dijeron que debíamos levantarnos muy temprano para ir a la puerta. “Hay que intentar llegar de los primeros”, nos advirtieron la noche previa.

Nuestro coche era viejo, así que en el camino a la entrada nos adelantaron muchos vehículos. Entendimos al llegar esas prisas. Había una fila de decenas de coches esperando como en las cajas de los supermercados. Para pagar el permiso estuvimos ya casi 20 minutos de empujones para conseguir acceder a la taquilla.

Dentro, el paisaje era hermoso. Una selva tropical con elefantes, cocodrilos, búfalos y facóqueros. Pero la estrella era el leopardo, la pieza codiciada. Al atardecer salió el aviso por la radio. Eso es igual en todos los parques. Los guías alertan de que se ha cantado bingo. Empezamos a ver que los coches volaban por los caminos. Nosotros éramos siempre de los más lentos, pero llegamos al atasco. Era eso, un atasco.

Vi hasta a una chica llorando, que decía que quería irse, que sentía vergüenza de haber participado de ese espectáculo.

Nunca vi en ningún parque una escena parecida, y he visto escenas dantescas en el Kruger, Masai Mara o Ngorongoro. Era un bochorno. Los conductores no respetaban la regla no escrita de no entorpecer la visión de los otros. Los coches se adelantaban dando marcha atrás, cerrándose, casi golpeándose. Todo estaba permitido. Ningún respeto ni educación, una burda cacería de la foto de un majestuoso leopardo que contemplamos entre decenas de coches. Disfrutamos del fugaz felino, mucho, y nos horrorizó el resto.

Lo curioso es que revisando mis fotos veo que evité encuadrar las que mostraban las decenas de vehículos. Capturé un momento en el que el felino lucía solo entre la selva. La foto está movida, pero al menos estaba solo. Esas son las que publicamos los turistas, y las que verán otras personas que acudirán allí a ver al imponente animal sin saber que al contemplarlo no se escucha a la naturaleza sino el chirriar decenas de embragues.

Leopardo en Yala National Park. Javier Brandoli

¿Sobreviviría la naturaleza sin la rentabilidad de los parques? Ese leopardo es posible que exista porque mucha gente gana dinero gracias a él. Sin eso no hay parque, y el felino sale de su hábitat y caza unas gallinas o cabras, más fáciles de atrapar que conejos o gacelas. Y eso acaba con alguien que mata a ese animal para preservar su puchero.

El hombre conserva cuando le sale rentable. El turismo ha salvado a muchas especies por todo el mundo. Pero se puede repensar el sistema. No se debe acorralar a un animal entre decenas de coches, ni es un espectáculo gratificante. Muchas voces de diversos vehículos empezaron a quejarse ante la escena. Vi hasta a una chica llorando, que decía que quería irse, que sentía vergüenza de haber participado de ese espectáculo.

Venecia, enferma  

Mi pareja es de Treviso, una pequeña ciudad a 30 kilómetros de Venecia. He ido a la ciudad de los canales muchas veces. En diciembre de 2015, me prometí no volver. No se podía caminar, literal, por el Gran Canal sin entrar en un reguero de gente que avanzaba como una lombriz. Había empujones, codazos, filas de gente para comer una mala pizza, y miles de personas luchando por hacerse selfies en Rialto, San Marcos o subidos a una góndola.

Falté a mi palabra. He vuelto varias veces. ¿Cómo no regresar a una lugar tan bello? Una fue justo el 5 de junio de 2020, el primer fin de semana tras el confinamiento de la pandemia. Vivía en Roma. Me fui a hacer un reportaje sobre la ciudad de los canales vacía. Ese fin de semana se produjo el fenómeno del agua alta, cuando se inundaban las calles por la subida del mar. Estuvimos por la noche con los pies en remojo solos en la Plaza de San Marcos. ¡Solos! Apenas había nadie por las calles. Esa Venecia de la pandemia no se me olvidará nunca.

Venecia con turistas, 2007. Javier Brandoli

Entrevisté a varias personas. Primero hablé con Michelle, un amigo veneciano que conocimos cuando vivíamos en Mozambique. A sus 70 años, había convertido su vida en mera resistencia. “En mi edificio hay once apartamentos y solo hay ocupados tres de forma permanente: uno por mi hijo, otro por mi hermano y el que ocupo yo”, nos contaba paseando entre los canales.

Ninguno de mis amigos de la escuela sigue viviendo aquí. Todos se han marchado, esta ciudad es inhabitable

Iba rememorando la ciudad de su infancia que se había evaporado por el enorme centro de ocio en que la habían convertido. “Ninguno de mis amigos de la escuela sigue viviendo aquí. Todos se han marchado, esta ciudad es inhabitable. Yo no salgo ya a la calle casi nunca. Me quedo leyendo en nuestro pequeño jardín y escucho el paso por fuera de las hordas de turistas», nos narraba a la par que iba enumerando fantasmas. “Esto era antes una peluquería… Aquí antes había una frutería… Y eso era la pescadería…”.

Los datos oficiales aseguraban que cada día 2,6 vecinos de media abandonaban la ciudad. “El balance cada año entre muertos, nacidos, personas que se marchan y personas que se instalan en Venecia es de menos mil personas”, me explicó Marco Gasparinetti, portavoz del Grupo 25 de Abril, la plataforma cívica más numerosa de la ciudad.

Gran Canal de Venecia durante la pandemia. Javier Brandoli

La urbe se había convertido en penitencia. Tener casa costaba una fortuna en derramas. Faltaban servicios básicos. Hacer la compra normal era ir cada vez más lejos. Sus aguas tenían un grave problema de contaminación por el diésel de las barcas y las descargas fecales. Todo eso había generado una diáspora. En 1950, vivían en la zona centro de Venecia 170.000 personas permanentemente, en 2020 la cifra era ya sólo de 52.000. La mayoría habitaban en el barrio de Cannaregio, mientras que San Marco y San Paolo, los más visitados, eran un gueto de viajeros.

Pero el Covid dejó la ciudad sin ellos. Y se llegó a un acuerdo entre asociaciones vecinales, ayuntamiento y asociaciones privadas para ofertar casas a los estudiantes de la universidad de arquitectura. Los querían de vuelta. La mayoría de los jóvenes, como de los trabajadores, viven en la parte continental de Venecia Mestre. Se ofertaron habitaciones por 300 euros al mes y apartamentos por 700. La oferta duró lo que duró el miedo a los estornudos. ¿Qué propietario alquilaría una casa a 700 euros al mes si en algunos casos hasta cobran eso por una noche?

Se ofertaron habitaciones por 300 euros al mes y apartamentos por 700. La oferta duró lo que duró el miedo a los estornudos.

Porque Venecia, como el resto del mundo, ha regresado a la pandemia de los negocios. Las casas vuelven a alquilarse por 200 euros la noche de media. Sus calles vuelven a estar masificadas. Michelle ha vuelto a la reclusión forzosa. La ciudad es una colección de lugares que ofertan una máscara veneciana hecha en China, una pasta exprés y un paseíto en barca por los canales esquivando góndolas. Da igual, no se preocupen, siempre se puede hacer una maravillosa foto en el Puente de Rialto. Hace falta un poco de paciencia, pero con un buen encuadre se consigue salir solo y sonriente con una laguna muy azul de fondo, conviene saturar la foto, aunque con cara de cierta prisa ya que hay que volar para llegar a la reserva de mesa para comer una auténtica pizza italiana que cocinará un nepalí.

¿Merece la pena viajar así? ¿Preservar el patrimonio natural e histórico? ¿La gentrificación va a expulsar a los ciudadanos de sus ciudades y va a convertir los lugares más icónicos del globo en un inmenso plató? El local quiere ganar dinero para vivir mejor, y ese lo pago yo subidito a esa nave de Ha-Long, retratando felinos en la jungla, comiéndome una pasta con almejas en Murano. Pero yo soy un coñazo, una termita, enfadado con ustedes que no paran de darme codazos y meterse en mis encuadres. ¿Cómo hacemos para evitarnos? No tengo respuesta, ¿la tienen ustedes?

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