Samoa: el tiempo circular de Manono

Manono es pequeña, redonda, bonita, tan circular y pura que darla la vuelta caminando suena a ciclo concluso, a curso cerrado, a acciones que se vuelven y se repiten como en la noción de tiempo oriental. Al hablar de Manono de esta forma me viene a la cabeza Platero insólitamente.

Manono es pequeña, redonda, bonita, tan circular y pura que darla la vuelta caminando suena a ciclo concluso, a curso cerrado, a acciones que se vuelven y se repiten como en la noción de tiempo oriental. Al hablar de Manono de esta forma me viene a la cabeza Platero insólitamente: Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.

Manono, o Platero, es una de las siete islas del archipiélago samoano, en el Pacífico Sur, y se encuentra entre las dos islas principales, Upolu y Savaii. Tiene cuatro poblados donde viven 811 personas, se bordea en unas dos horas caminando y en el centro tiene un montículo donde está enterrado un mandatario ancestral. El viaje duró una semana y el equipo estaba integrado por dos expertos del ministerio samoano de educación, un voluntario de la agencia japonesa de cooperación, tres trabajadores del ministerio de medio ambiente y una representante de la UNESCO, yo. A la cabeza de la expedición iba Tuiolo, focal point de Samoa para el Patrimonio Mundial, con su bebé Tatupu, de cinco meses de edad.

 El principio

Llegamos en barca desde Upolu, la isla principal de Samoa, en un trayecto de aproximadamente 50 minutos que separa el mundo más o menos civilizado, con sus duchas, sus fotocopiadores y su gente insatisfecha, del mundo sin tiempo de Manono donde una mañana o seis meses de lluvia son motivo suficiente para no hacer nada y, sencillamente, sentarse a observar. En toda la isla no hay un espejo, no hay una sola ducha, bebíamos agua de coco y comíamos peces recién sacados del mar. Les llevamos una carga importante de cerveza y de papel higiénico, que es lo que nos pidieron, y nos recibieron con una comida ceremonial servida en hojas de plátano y las instalaciones preparadas para nuestra estancia: las chicas dormiríamos en el fale del matai (jefe) de Apai, y los chicos en el fale del matai de Lepuiai.

Les llevamos una carga importante de cerveza y de papel higiénico, que es lo que nos pidieron, y nos recibieron con una comida ceremonial servida en hojas de plátano

Los fales son casas sin paredes. Al suelo de madera se accede por una escalera de dos escalones y el techo tiene forma ovalada, como de barca invertida, y se apoya sobre una hilera de postes. Normalmente consiste en una sola estancia donde toda la aiga (familia extendida) duerme, come, siestea, conversa, cría a los niños y ve pasar el tiempo circular. Como nuestro matai era pudiente y pertenecía a una familia ilustre, en su fale había una habitación aparte donde dormía él con su esposa y una televisión en la que se podía ver un canal. Dormíamos en esteras de paja con una mosquitera que enganchábamos con cojines, nudos, zapatillas y cualquier invento y el aire entraba por las paredes inexistentes permitiéndonos aliviar la manta inmensa de calor. La mejor mosquitera, la del jefe, se la dejaron a Tatúpu porque era un bebé. La presencia de Tatúpu – que quiere decir príncipe en samoano – también determinó las horas de comida, las horas de sueño, la orientación de las sillas en la puerta y el calendario general.

 El medio 

Por las mañanas los hombres de Apai salían a pescar o a hacer la compra, que consistía en ir a otros poblados de Manono a cambiar palusamis (una especie de pelota de hojas del árbol del pan rellena con aceite de coco al horno), taro o cacao por otros productos más abundantes en otra parte de la isla. Algunos días los chicos subían a los mangos y nos traían fruta para desayunar. Durante el día paseábamos, íbamos a la tienda a comprar rodajas de plátano frito, nos tumbábamos en la hierba, y por la noche cenábamos, ayudábamos a las mujeres a limpiar el fale y nos duchábamos en unas cabañas de madera donde había dos cubos: uno recogía el agua de la lluvia y el otro lo utilizaba cada uno como quisiera para limpiarse. La intérprete me dijo que ella echaba un poco de agua de lluvia en el segundo cubo, mojaba un trapo de tela con el que se lavaba y luego se echaba esa agua por encima para aclarar, así que estuve toda la semana duchándome de esa manera y a veces dándome un baño en el mar también.

A medida que pasaba la semana las comodidades occidentales o del propio Samoa urbano quedaban cada vez más lejos y se revelaban como algo crecientemente inútil. Por ejemplo, un día subimos a ver la tumba que había en lo alto de la montaña, que resultó ser una auténtica selva tropical.

La travesía empezó temprano por una pendiente semi escarpada. Sin embargo  al poco rato de haber iniciado el ascenso, con mucho esfuerzo y resbalamiento, siempre en la retaguardia, y a base de agarrarme a varios cocoteros, compañeros y todo tipo de vegetación, tuve que sentarme en una piedra a descansar. No podía más. Me resbalaba continuamente y admiraba a los samoanos gordos pero agiles, a quienes veía trotar livianos y ascender por la ladera selvática.

– Palangi – me dijo entonces un samoano acercándose a la piedra donde me reponía. Palangi quiere decir extranjero, se aplica a quienes no son polinesios o del Pacifico.

– What? – pregunté.

Y en un dialecto incomprensible de Manono, acidulado con gestos y sonrisas, aquel samoano me invitó a quitarme mis botas antideslizantes y a subir descalza. El podía llevarme las botas si quería. Las plantas de los pies se agarran mejor al terreno porque pueden curvarse y las botas no, debió decirme enseñándome su pie todo negro.

El ascenso y el descenso habían sido posibles gracias a no llevar nada en los pies. Aquello me provocó un cortocircuito agradable y revelador

Y así fue. Subí a la montaña descalza, bajé de la montaña descalza, llegué al poblado, comí, merendé, cené, desayuné, todo descalza. Ya no había quien me pusiera unos zapatos, y menos unas botas goretex. Mis pies me habían obedecido y me habían encandilado, se habían agarrado al barro y a las hierbas como si lo estuvieran esperando y hubieran sido fabricados para ello. El ascenso y el descenso habían sido posibles gracias a no llevar nada en los pies. Aquello me provocó un cortocircuito agradable y revelador. Muy pocas veces he tenido una sensación parecida desde entonces y probablemente la última vez fue cuando empecé a bailar y sentí el placer de liberar al cuerpo encerrado, pero eso es otro artículo.

 El fin

La semana acabó como había empezado pero en sentido inverso, llevándonos de vuelta a Upolu los cascos vacíos de las cervezas y los cartones para tirar. Recuerdo que la última mañana me levanté temprano y al salir del fale vi al bebé de la familia del matai viendo amanecer. Estuvo un buen rato mirando cómo salía el sol de detrás del mar sin nada más que mirar y tocarse un pie. Aquello me hizo comprender Manono. Entendí -y creo que comprendí entonces la estupefacción de los habitantes al preguntarles por su relación con el medio- que para ellos el tiempo tenía otra velocidad. Y que probablemente era circular, como su isla. Y de ahí se derivaba todo lo demás: el agua de la lluvia en cubos, los pies descalzos, los niños jugando en la orilla, la mosquitera para Tatupu, hacer la compra en canoa, mirar despacio el amanecer.

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