Cabo Ténaro: a las puertas del Hades

Por: Iago Piñeiro (fotos Beatriz Villalta)
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Las últimas estribaciones del Taigeto descienden suavemente, formando una especie de ondulados cerros, hasta que su extremo más meridional se hunde, finalmente, en las aguas del Mediterráneo. Atrás quedan las grandes elevaciones, las profundas grietas entre las montañas y los riscos escarpados e inalcanzables, que pasan a ser sustituidos por formas más circulares y suaves, sosegadas, cuyas laderas emergen directamente, sin preámbulos, de las aguas del mar, de un azul límpido y refulgente.

Arriba, sobre uno de estos cerros, se alzan las torres de Mianes y Aghriokambii, la mayoría de ellas hoy abandonadas. Estas viejas torres de piedra, tan características de todo el Mani, podrían ser consideradas el símbolo, la seña de identidad, de toda la región. Las viejas piedras con las que fueron construidos esta especie de rascacielos en miniatura, de formas cuadrangulares y alargadas, fortificados con anchos muros y, en algunos casos, coronados por pequeños cañones y piezas de artillería, hablan de la multitud de conflictos intestinos que fueron otro de los emblemas de esta última región del Peloponeso, en los años en que los antiguos señores nyklianos, herederos de la mezcolanza surgida entre las últimas glorias de Bizancio y la posterior ocupación franca de Morea, se hacían la guerra unos a los otros en una especie de vendettas a gran escala. La causa que usualmente subyacía a este tipo de conflictos era la necesidad o el deseo de hacerse con un determinado territorio imponiéndose sobre las familias rivales, en esta tierra tan poco productiva, yerma y difícil para la supervivencia, poco dada a la agricultura o a la ganadería, como no sea de unas pocas cabras u ovejas.

La viejas torres hablan de la multitud de conflictos intestinos que fueron otro de los emblemas de esta última región del Peloponeso

Los múltiples movimientos migratorios provenientes desde el Norte ya desde los tiempos de la antigua Esparta —cuando entre finales del siglo III a principios del II a.C muchos espartanos descontentos o forzados por el tirano Nabis, último rey independiente, se dirigieron al Sur, al actual Mani, donde se establecieron—, pasando por las migraciones provocadas por la invasión del Peloponeso por parte de Alarico y sus visigodos, las de búlgaros y eslavos, la ocupación franca después de la Cuarta Cruzada —durante la cual el Mani paso a convertirse en el Feudo de Villehardouin—, las guerras civiles durante los años que duró el reinstaurado Imperio Bizantino, hasta llegar al posterior desastre turco en el Siglo XV; propiciaron el nacimiento de este tipo de conflictos, al irse superpoblando cada vez más con nuevos inmigrantes y refugiados esta tierra de por sí árida y pedregosa, difícilmente cultivable, en la cual la única nota de verde sobre la monotonía del marrón y el gris de las piedras está puesta por algún cúmulo de higos chumbos, unos cuantos olivos, unos pocos cardos y alguna esporádica buganvilla, que, seguramente, bajo diligentes cuidados, logra sobrevivir, creciendo sobre los muros de alguna casa. No obstante, fueron quizá estos mismos enfrentamientos internos tan frecuentes los que hicieron de los maniotas unos formidables guerreros, los cuales no dudaban en unirse bajo una sola bandera en momentos de necesidad, por ejemplo, para hacer frente a la invasión de los turcos, quienes durante sus casi cuatro siglos de ocupación, nunca lograron sojuzgar por completo la región.

La única nota de verde sobre la monotonía del marrón y el gris de las piedras está puesta por algún cúmulo de higos chumbos, unos cuantos olivos, unos pocos cardos y alguna esporádica buganvilla

Desde estas mismas torres de Aghriokambi, testigos silenciosos del discurrir de los años desde su privilegiada posición elevada, sale un estrecho sendero, que se dirige hacia el sur cruzando sobre las lomas, cubiertas con un raso manto de hierba seca y piedras, en dirección al cabo. Hacia el oeste, se aprecian, conformando una espléndida paleta de colores azul claro, entremezclados con el fugaz blanco de la espuma y la luz esclarecedora y refulgente de algún rayo de sol que las atraviesa provocando un momentáneo y luminoso destello, las aguas del Mediterráneo, que baten quedamente, en una especie de murmullo cálido y adormecedor, contra las rocas, al pie de la ladera. Hacia el sur, a lo lejos, en el horizonte, fundiéndose en un todo etéreo, inmenso y sin contornos, se juntan el mar y el cielo. Uno tiene la sensación de hallarse sobre la proa de un inmenso navío.

Es por este sendero que uno llega al punto más meridional de toda la Grecia continental: el Cabo Ténaro, sobre el que se alza un faro, alargado y cuadrangular. Estas ultimas rocas del Taigeto, que se hunden, conformando un apretado desprendimiento, en las aguas del Mediterráneo, mantienen ese halo de calma, mito y misterio que caracteriza a aquellas regiones todavía poco frecuentadas y cargadas de un pasado tan mítico y legendario; un pasado que la mente se esfuerza por imaginar y tratar de “recomponer”.

Por este sendero uno llega al punto más meridional de toda la Grecia continental: el Cabo Ténaro, donde los antiguos griegos situaban una de las entradas al inframundo, el Hades

Es aquí, en estas postreras estribaciones del Taigeto, por la ladera oeste del cabo, donde los antiguos griegos situaban una de las entradas al inframundo, el Hades. Fue a esta cueva, boca de los infiernos, hacia donde se encaminó la desdichada Psique, aconsejada por la propia torre desde la que pretendía arrojarse buscando la muerte -y que debió de adquirir el don del habla conmovida tal vez por la belleza de la joven-, para internarse en las profundidades del reino de los muertos: “ (…) No está muy lejos de aquí una noble ciudad de Achaya, que se llama Lacedemonia; cerca de esta ciudad busca un monte que se llama Ténaro, el cual está apartado en lugares remotos. En este monte está una puerta del infierno (…) ”ii; pretendiendo así cumplir la tarea que la propia Afrodita —madre del también desdichado Eros, que se había prendado de la joven Psique y había caído enfermo después de sufrir un desengaño—, le había ordenado, en pos de un vial que le devolvería la belleza perdida tratando de curar a su hijo.

En estas rocosas costas y ensenadas se situaba también un importante lugar de culto para los antiguos espartanos. A pocos metros de la actual Kokinoghia, que se avista clara y cercana en el lado este del cabo, al fondo de la pequeña bahía de Porto Sternes, se hallan todavía a día de hoy los vestigios de un antiguo templo consagrado a Poseidón, alzado a su vez sobre los restos de otro consagrado a Apolo en tiempos micénicos. Este templo era un lugar de vital importancia para los espartanos y la sede de un oráculo donde se podía establecer contacto con los muertos; a él acudían también prófugos en busca de refugio, debido a la inviolabilidad del lugar. Pausanias, en su Descripción de Grecia, hace referencia a un suceso aquí acontecido, cuando ciertos lacedemonios condenados a muerte llegaron buscando refugio a este santuario pero, no obstante, fueron asesinados por sus perseguidores. Este hecho provocó la ira del dios, que sacudió Esparta con un terrible terremoto que no dejó piedra sobre piedra. Posteriormente, durante la época bizantina, el templo fue convertido en una iglesia, cuyas ruinas se mantienen todavía medio en pie y que, a día de hoy, sigue constituyendo un lugar de culto. En el interior, colocadas alrededor y sobre un tosco altar conformado por unas cuantas piedras de gran tamaño, se podían apreciar distintas ofrendas votivas como cigarrillos, pequeñas botellas de aceite, encendedores, dinero o restos de velas, que, sumados a las penumbras del lugar y al conocimiento de su sombrío pasado, contribuían a crear una atmósfera un tanto lúgubre e inquietante, en contraposición al día claro y luminoso que reinaba en el exterior.

A pocos metros de la actual Kokinoghia, al fondo de la pequeña bahía de Porto Sternes, se hallan todavía los vestigios de un antiguo templo consagrado a Poseidón

A pocos metros de las ruinas se halla un aparcamiento. Aquí desemboca la carretera que viene desde el Norte, descendiendo por el istmo conformado entre Marmari y Porto Kagio, para discurrir luego, como un lengua de asfalto o una alfombra curvilíneamente desenrollada, a los pies de la ladera Este del Taigeto. Al lado, en los márgenes de la calzada, se alzan las pocas casas que conforman el pequeño pueblo de Kokinoghia, entre las cuales se halla una taberna; desde la terraza, situada en una especie de soportal unos metros sobre el nivel del suelo, se ofrecen unas espléndidas vistas de todo el cabo y la bahía de Porto Sternes, con sus contornos suaves y ondulados, y en cuyos recovecos se forman pequeñas y sosegadas calas, desiertas, tapizadas con un manto de guijarros blancos, suaves y redondeados, que se extienden a los pies del gran espejo de plata que conforman las aguas. Las bebidas, descendiendo por la garganta, acartonada y sedienta, como un arroyo que fuera abriéndose camino a través de una tierra árida y polvorienta, proporcionaban un placer semejante al de encontrar un oasis en medio del desierto. Alto en el cielo, rozando su cenit, el sol enviaba tórridos rayos de luz y calor, que venían a estrellarse en la tierra, justo en los lindes de la sombra de la terraza, como una especie de fortín bajo el fuego enemigo.

Hacia el oeste, sacudidas por un sol de justicia, las laderas del Taigeto van poco a poco ganando en altura e inclinación, hasta el punto donde se asientan las torres de Mianes y Aghriokambi, tan cercanas y lejanas a la vez. Siguiendo hacia el norte, las torres de Koureli se yerguen, orgullosas e inaccesibles, en su rocoso promontorio, elevándose sobre la bahía de Vathi, de aguas límpidas y cristalinas.

 Siguiendo hacia el norte, las torres de Koureli se yerguen, orgullosas e inaccesibles, en su rocoso promontorio, elevándose sobre la bahía de Vathi

Observando este panorama de profundos contrastes, de tierra y agua entremezclados, de llanuras plateadas combinadas con páramos de roca y crestas aserradas, bajo una pequeña sombra del camino; el silencio y sopor de mediodía, cuando la tierra misma parece entrar en una especie de letargo y ningún ser vivo osa recorrer los caminos, hacen que la noción del tiempo parezca diluirse en una inmensidad de contornos azules e infinitos.

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Comentarios (3)

  • hilde2008

    |

    Hola, queria preguntarte algo, ¿Cabo Ténaro es el Cabo Matapán?
    Espero tu respuesta, gracias

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  • Iago

    |

    Hola. Sí, es el mismo.

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