Tormenta de estrellas fugaces sobre el océano

Por: Pedro Ripol (texto y fotos)
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Ya son muchos los saltos de algún pez que nos ronda. Hace días que, de tanto en tanto, se oye un ¡splash! y, al mirar, lo único que hemos llegado a ver, a unos cinco metros de la barca, es el agua retornando al océano después de haber sido levantada por algo y multitud de ondas propagándose concéntricamente en la zona donde se acaba de zambullir.
—¿Qué crees que es? —le pregunté a Pancho—. Si es un pez, ¡no será pequeño!

El sonido que generaba el impacto con el agua nos parecía desmesurado para el tamaño de los animales con los que nos íbamos encontrando. No sería tan grande como una ballena ni tan pequeño como los dorados que solíamos pescar. Digo solíamos porque ya hace días que no pescamos. ¿Sería eso quizás el causante de nuestra escasez de pesca? No dábamos con el motivo y en repetidas ocasiones comentábamos que o bien los peces habían arrancado —y nosotros perdido— los señuelos más efectivos, o que algún pez demonio nocturno pretendía mantenernos a régimen.

Un enorme pez plateado de unos tres metros de largo se alzaba por los aires, más bien volaba, a no menos de dos metros de altura

Ayer escuchamos un nuevo splash pero con una gran diferencia, por fin vimos lo que lo provocaba. Un enorme pez plateado de unos tres metros de largo se alzaba por los aires, más bien volaba, a no menos de dos metros de altura. Enérgico, vivaz, brillante y muy grande. ¿Un atún?, nos preguntamos. Casualmente, los dos estábamos en el exterior y pudimos admirar el espectáculo: se nos antojó un salto mortal que ni la más atrevida criatura podría, siquiera en sueños, realizar. Por fin salimos de dudas avistando aquello que nos tenía tan intrigados…, hasta llegamos a suponer que era Poseidón quien sacaba la cabeza de vez en cuando para observar qué tal rogresábamos, o quizás alguna de las sirenas que el dios griego mantiene tan celosamente alojadas bajo las olas del mar.

Más impresionante aún fue la noche del 18 de noviembre cuando, a las 06.00 horas —04.00 hora solar— tras despertarme Pancho, me hizo el siguiente comentario: «Pedro, esta noche el cielo es un espectáculo. Las estrellas fugaces se suceden incesantemente». Yo le miré escéptico pensando que exageraba. No me apetecía ponerme a remar a esas horas. ¡Si ni siquiera el Ayuntamiento debía haber colocado las olas en el mar…! Muy bien, le contesté desganado y Pancho se retiró a rendir su tributo a Morfeo.

 Se trataba de estrellas fugaces que cada diez segundos, o incluso menos, se iban desplomando, normalmente de oeste a este

Cuál sería mi sorpresa cuando, de repente, una luz potentísima reflejada en el mar casi me deslumbró. Provenía de mi espalda y al volverme observé todavía encendida la estela de ese, podríamos llamarle, sol fugaz. ¡Qué impresionante! ¡Extraordinario!, exclamé. Pero ahí no había terminado la fiesta, solo comenzaba. Parecían los fuegos artificiales que dan comienzo a las fiestas de un pueblo. Se trataba de estrellas fugaces que cada diez segundos, o incluso menos, se iban desplomando, normalmente de oeste a este, pero también en otras direcciones. Más o menos luminosas, dejaban tras de sí brillantes estelas de polvo cósmico que permanecí en el cielo durante largo rato; relucientes y gruesas o tenues y finas. En ocasiones, el haz de luz se prolongaba como una bengala gigante a lo largo de toda la bóveda estelar generando sombras de todos los objetos del barco, y en otras su centelleo era pasajero, apenas perceptible.

Algunas de ellas han quedado grabadas en mi memoria. No olvidaré aquellas tres que se sucedieron en la misma dirección. No dejaba de iluminar y reflejarse en el océano la primera, cuando la última se ofrecía ya en su máximo esplendor. O bien aquella otra tan gruesa —de diámetro semejante al de la luna— que recorría a cámara lenta un despejadísimo cielo iluminando a su paso toda la mar, hasta aquel momento de un oscuro integral. La cúpula sideral estaba siendo continuamente rayada por efímeros cohetes; se diría que Alguien disfrutaba pintando un cuadro abstracto de líneas blancas sobre fondo negro.

Pequeñas lucecitas que se encienden tan fugazmente como se apagan al remover el agua del mar por la noche

Plancton, sí. Todos o casi todos lo hemos visto y su atractivo nos ha sorprendido más de una vez. Pequeñas lucecitas que se encienden tan fugazmente como se apagan al remover el agua del mar por la noche. Cada palada nocturna, sobre todo cuando no hay luna, enciende esas bombillitas que nos fascinan. Pero la impresión que nos causó el manto luminoso del océano hace unos días fue comparable a la de aquellas estrellas fugaces que comentaba anteriormente. Como el musgo a las piedras en el monte, así cubría esta capa fosforescente el océano. Su fulgor se intensificaba al ser agitada por el casco o los remos de la barca, provocando que la oscuridad del momento se tornara en luz deslumbrante. Debía de estar formada por miles o millones de partículas de plancton, gracias a las que la superficie acuática sobre la que hasta entonces nos desplazábamos parecía haber desaparecido y mutado a luz líquida. En cierta manera, a aquella luz se la sentía viva. Así navegamos, incesantemente encantados por alguna nueva maravilla.

Las estrellas fugaces que nos alucinaron aquella noche fueron producidas por una tormenta de meteoros Leónidas que cada 33 años muestran un pico de actividad debido al polvo provocado por el cometa Tempel-Tuttle. Estaba anunciada en los medios de comunicación para aquella madrugada del 18 de noviembre de 2001 pero nosotros no lo sabíamos. Las condiciones del cielo, despejado y oscuro como boca de lobo, nos permitieron una privilegiada observación. Normalmente, en otros acontecimientos estelares las estrellas fugaces suelen pasar de los 5 meteoros a la hora hasta un máximo de 400. Esa noche se produjo una tasa THZ máxima de 1.500 meteoros/hora, a pesar de que el pronóstico era que en el este de Asia podría situarse entre 4.000 a 8.000. En 1999 se registró un pico de 3.700 meteoros/hora. Su iluminación se produce al entrar en contacto con la atmósfera las partículas de arena o mármol de ese polvo cósmico, del tamaño de un garbanzo, a más de 100 kilómetros de altura, llegando a alcanzar temperaturas de 1.650 grados centígrados. Nunca sabré cuántas de esas estrellas fugaces nos iluminaron el camino. En cualquier caso, esa noche no era para contar sino para disfrutar admirándolas.

Para más información: www.atlanticoaremo.com

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