Hay ciudades en las que uno no tiene dudas por dónde empezar. Coimbra es una de ellas. Su renombrada universidad, elevada sobre un altozano junto al río Mondego, impregna la ciudad portuguesa de conocimiento desde tiempos medievales. Coimbra es una pirámide del saber que, en lugar de lava, escupe desde hace siglos un incesante magma de letras y números sobre la villa, hasta el punto de haber moldeado su idiosincrasia y convertirla, hace unos años, en patrimonio mundial de la Unesco. En Coimbra se respira espíritu universitario. En Coimbra, todo empieza en su universidad.
Hacia allí nos dirigimos nada más salir de la estación. En apenas una hora de viaje desde Oporto (si los billetes se compran por internet uno de ida y vuelta puede salir por poco más de veinte euros: https://www.cp.pt/passageiros/pt) nos hemos plantado en la estación de Coimbra B, desde la que, con el mismo billete, hay que tomar otro tren hasta Coimbra A, a un paso del centro de la ciudad.
Coimbra es una pirámide del saber que, en lugar de lava, escupe desde hace siglos un incesante magma de letras y números
Para llegar a la universidad sólo hay que subir callejeando de forma intuitiva. Seguro que iremos a parar a la plaza de Comercio y, escalinatas arriba dejando a un lado la iglesia de Santiago, al arco de la Torre Almedina, vestigio de las antiguas murallas y que es el principal acceso al casco antiguo. Son rincones empinados (el nombre de la calle, rua Quebra Costas, es toda una declaración de intenciones) con mucho encanto, escalinatas salpicadas de tiendas de artesanía, tascas y restaurantes, y adornadas de lado a lado con ristras de tapetes multicolores de ganchillo, porque estos días se celebra aquí un concurso de crochet.
La cultura también supura inconformismo y a medida que nos acercamos al recinto universitario, encadenando ruas y largos intrincados, proliferan las pintadas reivindicativas y antisistema, algunas con aroma existencialista. “Somos todos animales domesticados”, reza una que clama “liberdade”. No seré yo quien le lleve la contraria.
Tenemos que hacer 45 minutos de cola para comprar las entradas a la vieja ciudad universitaria (el ticket cuesta 12 euros, a los que hay que añadir otro más para subir a la torre). El calor es sofocante y la exigua sombra es un regalo durante la interminable espera, hasta que finalmente atravesamos la Puerta Férrea caminando sobre el escudo de la universidad de Coimbra, la diosa Minerva sujetando un libro abierto, símbolo de ese conocimiento que corona la ciudad desde 1290.
La cultura también supura inconformismo y a medida que nos acercamos a la universidad proliferan las pintadas reivindicativas
Sobre la antigua alcazaba árabe, después palacio real donde nacieron los primeros soberanos portugueses, se extiende ahora el Patio de las Escuelas, que a estas horas refulge de sol como una inmensa sartén blanca. A su alrededor, vigilados por la moderna estatua de Juan III, se distribuyen los principales hitos del complejo universitario: la capilla de San Miguel, con sus bellos azulejos y su órgano barroco; la torre que alberga las campanas de la universidad, y que tras 184 escalones, realmente angostos al final, ofrece las más bellas vistas de Coimbra; y la Sala de los Capelos, donde cuelgan los retratos de todos los reyes portugueses salvo los de los españoles Felipe II (I de Portugal), Felipe III y Felipe IV, un desdén que borra de un plumazo 60 años de la historia de Portugal.
Pero la visita más impactante es, sin duda, la de la Biblioteca Juanina, que se realiza en grupos para intentar preservar la conservación sus cerca de 60.000 volúmenes. A la espera de nuestro turno, tomamos un tentempié en el bar de la universidad, donde también sirven comidas. Dentro de la antigua Casa de la Librería (donde están prohibidas las fotografías) la cultura la impregna todo. Para un amante de los libros, no puede haber un lugar más fascinante que éste, con sus anaqueles de madera policromada repletos de libros a lo largo y ancho de sus tres salas, culminadas con un lienzo con el retrato de Juan V.
Para un amante de los libros no puede haber un lugar más fascinante que la Biblioteca Juanina
Esta cámara acorazada del saber -los dos metros de espesor de sus muros garantizan una temperatura constante de 19-20º-, cuenta con unos inestimables aliados en la conservación de los libros. Una colonia de murciélagos habita en su interior y se encarga de mantener a raya a los principales enemigos del papel: las polillas. Por las noches, eso sí, hay que cubrir las mesas de la biblioteca con mantas de cuero para dejarlas a salvo de los excrementos de los quirópteros.
Escaleras abajo se puede recorrer el depósito donde se almacenaban los libros de acceso más restringido. Algunos de ellos están ahora expuestos en vitrinas. Durante el siglo XVI, la biblioteca era pública y abría dos horas por la mañana y otras dos por la tarde en invierno, y seis horas durante el verano. Los 150 libros con los que contaba la biblioteca se facilitaban a los estudiantes en un armario cerrado o encadenados. Qué lejos estaban los tiempos de las fotocopias. Justo debajo se encuentra la antigua prisión académica, y antes celda medieval, donde los estudiantes cumplían las sanciones por sus faltas de disciplina. En la actualidad es la tienda de souvenirs de la biblioteca.
Una colonia de murciélagos habita en el interior de la biblioteca y mantiene a raya a las polillas
Aquí estudió, sin ir más lejos, el jesuita español Pedro Páez (rebautizado como Pero Paes por los portugueses) antes de embarcarse rumbo a Goa, en India, y Etiopía, donde se convertiría, en 1618, en el primer europeo en ver con sus propios ojos las fuentes del Nilo Azul en Gish Abay. Busco sin éxito entre los anaqueles alguna huella de su monumental “Historia de Etiopía”, escrita en portugués, pero son escasos los volúmenes que están a la vista del visitante en esta exposición un tanto magra teniendo en cuenta la riqueza bibliográfica que atesora la Biblioteca Juanina.
De nuevo bajo el sol implacable, caminamos por la Rua Larga hasta la praça de D. Dinis, donde hay que girar a la izquierda en dirección al Museu da Ciência, muy entretenido para los niños, y el Colegio de Jesús, en cuyo restaurante universitario, de bufet, comemos in extremis un menú de 6,50 euros nada digno de recuerdo. Lo mejor, el vinho verde en cubitera que consumimos con la avidez de un náufrago.
En la catedral nueva no está de más rezar un avemaría a Nuestra Señora de la Buena Muerte
Ahora toca bajar hacia el río, no sin antes refugiarnos del sol en Sé Nova, la catedral nueva, donde no está de más rezar un avemaría a Nuestra Señora de la Buena Muerte, una estatua yacente de la Virgen situada a la izquierda del altar mayor. Después, continuamos calle abajo hacia la vieja Sé, levantada en el siglo XII sobre las ruinas de un templo visigodo por orden del primer rey luso, Alfonso Enríquez. A las puertas de la catedral, que alberga un bellísimo claustro (dos euros y medio la entrada) que no hay que perderse, nos asaltan unos estudiantes con hechuras de tunos que piden ayuda para sufragar su viaje de fin de carrera (que celebran tradicionalmente con la “Queima des Fitas”). No dudo ni un instante. Para evitar que nos acaben cantando una serenata les alargo rápidamente un moneda de un euro.
Seguimos descendiendo por la rua Sobre Ribas, pero a la altura de la Torre de Anto no nos queda más remedio que dar la vuelta porque la calle está en obras. Sorteado el obstáculo, la cuesta abajo nos lleva, tras pasar de nuevo el arco de la torre Almedina, hasta la Rua Ferreira Borges, la calle Preciados de Coimbra, una sucesión de comercios que conduce a orillas del río y al puente de Santa Clara, en lo que es sin duda el paseo más animado de la ciudad. Poco antes de llegar a la plaza, pocos podrán resistirse al sugerente escaparate de dulces de la pasteleria Briosa.
La Rua Ferreira Borges, la calle Preciados de Coimbra, es sin duda el paseo más animado de la ciudad
A la izquierda del puente de Santa Clara se encuentra el muelle desde el que parten los barcos turísticos. La caminata hasta la otra orilla del Mondego está justificada por la fotografía más recurrente de Coimbra, por el convento de Santa Clara, la quinta Das Lagrimas -que fue testigo, en el siglo XIV, de los amores furtivos del infante don Pedro con Inés de Castro, que finalmente fue asesinada en sus jardines, cuentan que por orden del rey Alfonso IV, padre del infante, que no aprobaba la relación- y el parque temático Portugal dos Pequenitos, una reproducción a escala de los principales hitos arquitectónicos de Portugal y sus antiguas colonias. Y aunque mis pasos me llevan hacia la quinta, seducido por la historia trágica de ese amor imposible, la ración cultural ya está cubierta por hoy y son los niños los que deciden rematar el día en el parque infantil (25, 95 euros el pack familiar).
Saciada su curiosidad, llegamos a la estación de tren a las ocho y media de la tarde. Aunque hay una parada de taxis que permite llegar a Coimbra B en un santiamén, preferimos viajar en tren. Los que repitan la experiencia quedan advertidos de que la frecuencia a estas horas es baja. Nos subimos a un tren con destino a Aveiro a las 20:43, pero para el siguiente hay que esperar una hora. Una vez en Coimbra B, entretenemos la espera con unas cervezas en el bar de la estación. A las nueve y media de la noche regresamos de nuevo a Oporto en un tren, como a la ida, con conexión wifi.