Munich: se busca alma canalla

Munich tiene un orden cartesiano que la hace muy cómoda para el visitante. Es fraternal, abierta, deliciosa para pasear y ofrece mucha y buena cerveza, pero uno se imagina viviendo aquí y barrunta que terminaría echando de menos ese perfil canalla y noctívago sin el que una ciudad siempre termina consumiéndote en su perfección.

Llegué a Munich todavía con nieve en sus calles umbrías. Desayuné en Madrid, comí en la céntrica Marienplatz y despedí el día en el Prinzregenten theater, disfrutando del musical “Cantando bajo la lluvia”. Durante los pocos días que pasé en la capital bávara, pude constatar el apabullante sentido práctico germano: escaleras mecánicas bidireccionales en las estaciones de metro y puertas de convoyes que se abren por mitades (con el consiguiente ahorro de energía en ambos casos), dosificadores de gel en la ducha del hotel (para evitar el generalizado acopio de frascos de jabón por parte de los clientes), vasos de zumo más propios de un chupito en los desayunos (en la mayoría de los hoteles, la gente es capaz de llenarse un pozal aunque después apenas dé un par de sorbos)…

Munich tiene un orden cartesiano que la hace muy cómoda para el visitante. Es fraternal, abierta, deliciosa para pasear, ofensivamente pulcra, cordial con el extraño, muy bella en su centro histórico y, un detalle nada menor, ofrece mucha y buena cerveza, pero uno se imagina viviendo aquí y barrunta que terminaría echando de menos ese perfil canalla y noctívago sin el que una ciudad siempre termina consumiéndote en su perfección.

Desayuné en Madrid, comí en la céntrica Marienplatz y despedí el día en el Prinzregenten theater

Pienso en Munich y recuerdo, sobre todo, los paseos por Südliche Auuffahrtsallee, a orillas del canal que muere en la majestuosidad barroca de Schloss Nymphenburg; en los 296 escalones de la torre de Peterskirche; en las vistas de la ciudad, vigilada por los Alpes, desde la Olympiaturm; en las cervecerías de la universitaria y vibrante Schwabing; en la insólita soledad de Marienplatz un domingo a las ocho de la mañana; en el Antiquarium y la galería de retratos de los Wittelsbach de Residenz; en la animación peatonal y comercial en torno a Odeonsplatz; en la jovialidad que irradia la célebre cervecería Hofbräuhaus con sus más de cuatro siglos de historia a cuestas.

Viajaba con mi madre porque unos meses atrás había pasado el Rubicón de los 80 y había decidido regalarle un viaje. Ella volvía a pisar Munich medio siglo después y lo hacía con la misma vitalidad y curiosidad de entonces, la mejor medicina para no doblegarse al paso del tiempo. En el aeropuerto cogimos un autobús hasta Hauptbahnhof (17 euros ida y vuelta por persona), la estación central de trenes, y desde allí caminamos con las maletas hasta nuestro hotel en Paul Heyse Strasse, en el multirracial barrio de Ludwigs-Vorst. No rechistó. Tampoco lo hizo cuando se sucedieron las caminatas, los trayectos en metro de una punta a otra y las jarras de cerveza. Pensé que me gustaría llegar a los ochenta con idéntica actitud ante la vida, dispuesto a descubrirme cada día lejos del tedio aniquilador de los amaneceres sin tregua.

Mi madre volvía a pisar Munich medio siglo después y lo hacía con la misma vitalidad y curiosidad de entonces

Tras merodear por el mercado al aire libre de Virktualienmarkt, seguimos el consejo de la recepcionista española del hotel y nos fuimos a comer a la cervecería Ratskeller, una taberna tradicional bávara alojada en los bajos del Ayuntamiento que me hizo recelar al saber que se encontraba en la mismísima Marienplatz, el equivalente a la Puerta del Sol de Madrid, pero con salchichas en lugar de calamares. El local era acogedor y la cerveza impecable, aunque las viandas dejaban mucho que desear.

Pero en una ciudad donde el consumo medio de cerveza supera los 160 litros anuales por habitantes es muy difícil no encontrar la felicidad. Y la encontramos en el Hofgarten Café de Odeonsplatz, que invita a disfrutar de su soleada terraza (quizá la más privilegiada de la ciudad) por las mañanas, aunque ahora que se está poniendo el sol buscamos cobijo en su interior (una jarra y un té 9 euros). Un par de horas después estamos subiendo la escalinata del teatro Prinzregenten con nuestras entradas, compradas online, en la mano.
Un musical en alemán tiene sus ventajas: te puedes desentender del argumento y centrarte en las canciones y las coreografías. Salvo que en el segundo entreacto te pienses que el espectáculo ha acabado y sea la encargada del guardarropa quien tenga que sacarte del error.

El Hofgarten Café de Odeonsplatz invita a disfrutar de su soleada terraza, una de las más privilegiada de la ciudad

Recuerdo las estatuas de la iglesia de San Pablo, en Theresienwiese, tapadas con telas moradas por la Cuaresma, como se hacía antiguamente en España; el largo y frío paseo desde la parada de Rotkreuzplatz (U7) hasta Schloss Nymphenburg, en el que mi madre estuvo a punto de claudicar y que luego resultó uno de los momentos más agradables de esos días en Munich (en los viajes, como en la vida, a menudo la felicidad reside en saber convertir los contratiempos en triunfos) y los problemas para coger un taxi en Menzinger Strasse que nos llevara al Olympiapark (casi veinte euros de carrera por un trayecto de apenas cinco minutos); los paseos por la concurrida Residenzstrasse hasta Marienhof, cuando nos sorprendió un aguanieve que hizo tiritar la noche…

En Max Joseph Platz hacía mucho frío a las nueve de la mañana y aún quedaba una hora para que el palacio Residenz, morada secular de la dinastía “alfa” de Baviera, los Wittelsbach, abriera sus puertas. Tocaba esperar. Y moverse para no terminar entumecido. La espera, aunque apresurada, merece la pena para imbuirse de los tiempos dorados de esa realeza bávara que ahora te contempla mustia desde la bóveda de uno de sus salones.

En los viajes, como en la vida, a menudo la felicidad reside en saber convertir los contratiempos en triunfos

Y, luego, de vuelta a la calle, sorprende cruzarse con un joven paseando atortolado con su novia ataviado con unos tradicionales “lederhose” (pantalones de cuero con tirantes), lo que demuestra el apego que los bávaros tienen a su identidad.

Munich debe contemplarse desde las alturas para disipar esa engañosa impresión de pueblo grande que te asalta mientras recorres las calles del centro. Nada más lejos de la realidad. Desde lo alto de la Olympiaturm (7 euros la subida en ascensor), herencia de los Juegos de 1972, la ciudad del millón de habitantes saca músculo esparciéndose como una ola hacia los Alpes. Conviene repetir la experiencia en Marientplatz, y aunque es más cómodo hacerlo en ascensor bien en el Ayuntamiento o en la catedral de Frauenkirche, a mí me apetecía más subir los casi 300 escalones de la iglesia de San Pedro (Peterskirche), que reina sobre los tejados resplandecientes del casco histórico.

Munich te susurra a cada paso esa vitalidad tan bávara que te invita a exprimir las horas

Caminamos luego hacia la Sendlinger Strasse, ya con la hora de embarque pisándonos los talones. Allí, casi engullida por edificios de viviendas, se levanta la bella iglesia barroca de San Juan Nepomuceno, conocida como Asamkirche (la iglesia de los Asam, los hermanos que construyeron el templo). De vuelta al hotel, nos tropezamos con una de las visitas guiadas gratuitas que se organizan diariamente para los turistas (parte de Marienplatz, junto a la estatua de la Virgen, a las 10:45 y a las 14:00).

Porque Munich, la ciudad que “brilla sobre los amigos de Munich” (como reza su máxima condecoración), te susurra a cada paso esa vitalidad tan bávara que te invita a exprimir las horas y a disfrutar de cada rayo de sol como si fuera el último.

Notificar nuevos comentarios
Notificar
guest

0 Comentarios
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
Tu cesta0
Aún no agregaste productos.
Seguir navegando
0
Ir al contenido