El alma de una ciudad se forja, sobre todo, en el carácter de sus gentes, en el peso de su historia y en la expresión de su paisaje urbano. El primero bulle en los mercados, en el transporte público y en sus bares y cafés; el segundo reposa en los libros y en los recuerdos de sus mayores y la tercera, en sus edificios y monumentos. Pero, además de alma, las ciudades tienen sentimientos. Me di cuenta el pasado diciembre, cuando Malinas se sintió desairada y nos hizo pagar por ello (y no seré yo quien se lo reproche).
Debíamos llegar a Malinas en tren a primera hora de la tarde, pero la magia de Gante nos sedujo de tal manera que decidimos prolongar nuestra estancia en la ciudad natal de Carlos V para comprobar si la noche le sienta tan bien como dicen. Lo hicimos, y desde luego mereció la pena, con unas briznas de pesadumbre, sabedores de que estábamos sacrificando, en cierto modo, unas horas de más en Malinas, nuestro siguiente destino.
Además de alma, las ciudades tienen sentimientos. Malinas, también
Finalmente, llegamos con el tiempo justo para cenar. Al día siguiente un taxi nos debía llevar a Lier a las diez y media de la mañana. Sólo teníamos dos horas para recorrer la ciudad de los 300 monumentos protegidos, de las iglesias donde Rubens o Van Dijck dejaron su imperecedera huella, del Palacio de Margarita, de la Torre de San Romualdo, de su imponente Grote Mark, de su animada plaza Vismarkt… Esa premura no hacía sino acrecentar mi mala conciencia, cada vez más seguro de que, como a un niño tras su última travesura, a mí me esperaba un más que merecido castigo.
Lo comprendí en cuanto me asomé a la ventana nada más despertarme. Hacía un día de perros. No, Malinas no iba a ponérmelo fácil. Sin dejar de lloviznar, cruzamos el río Dijle por el Groot brug, donde nace la pasarela flotante del Dijlepad (una original manera de recorrer el centro histórico, sobre todo de noche, aunque nosotros nos quedaremos con las ganas) y enfilamos el señorial Ijzerenleen, flanqueado por las barandillas de hierro que bordeaban el río hasta que fue soterrado en el siglo XVI. Los bombardeos de la Gran Guerra derruyeron las casas señoriales a uno y otro lado del paseo que concluye en el Schepenehuis, antiguo ayuntamiento y hoy museo municipal.
Lo comprendí en cuanto me asomé a la ventana nada más despertarme. Hacía un día de perros
A sus espaldas, enseguida se abre la plaza mayor de Malinas, el Grote Mark, donde la torre de San Romualdo y el Ayuntamiento rivalizan en captar la atención del visitante. Nosotros nos apresuramos a protegernos de la lluvia bajo los toldos de uno de los cafés que rodean la plaza. La luz es plúmbea, como si el sol estuviese condenado en tierra de nadie, y no resulta fácil obtener buenas fotografías. Pero uno, consciente de que Malinas nos está dando nuestro merecido por haberla desdeñado horas antes, ni siquiera se atreve a rechistar.
La antigua lonja de paños, ahora consistorio, tiene aspecto de castillo medieval, con su campanario a medio hacer y el moderno palacio del Consejo Superior, para cuya construcción se derribó parte de la lonja. Pero las piedras también tienen memoria y en 1546 un rayo hizo saltar por los aires la puerta del polvorín de Malinas. El edificio se terminó en el siglo XX siguiendo los planos originales.
En el Grote Mark, la torre de San Romualdo y el Ayuntamiento rivalizan para captar la atención del visitante
Durante unos minutos, buscando cobijo a la venganza malinense, visitamos el interior del Ayuntamiento, su bella chimenea del salón el concejo, el asombroso tapiz que Carlos V mandó tejer de la batalla de Túnez (olvidado durante dos siglos en un desván), sus señoriales escalinatas… Pero al volver a la calle sigue lloviendo y, paraguas en mano, nos acercamos por Befferstraat a la cercana iglesia barroca de San Pedro y San Pablo, que los jesuitas erigieron en honor a San Ignacio y San Francisco Javier. En su interior hay nada menos que 14 confesionarios, para que -según cuentan- los comerciantes del cercano mercado de ganado expiaran sus pecados por los muchos engaños a sus clientes.
A un paso están los antiguos palacios de Margarita de Austria, que fue gobernadora de los Países Bajos y educó en Malinas a Carlos V y sus hermanas, y de Margarita de York, esposa de Carlos el Temerario, lo que evidencia la indudable importancia de las mujeres en la historia de Malinas. Frente al primero se encuentra una taberna muy popular, “Hanekeef” (El Gallinero), que bien merece unos minutos de reposo para paladear una Gouden Carolus, la renombrada cerveza local.
La taberna “Hanekeef” (El Gallinero) bien merece unos minutos de reposo para paladear una Gouden Carolus
Con el tiempo y la lluvia pisándonos los talones nos acercamos al que fue palacio de Jerónimo de Busleyden, humanista amigo de Erasmo, ahora museo tras quedar prácticamente destruido durante la Gran Guerra, y a la cercana iglesia de San Juan, que cobija un excepcional tríptico de Rubens. Frente a la torre de este templo está agazapado el Klapgat (rincón del chismorreo), un estrecho pasadizo donde los feligreses se reunían a intercambiar cotilleos tras la misa.
Sólo hay un resquicio para la redención: regresar para reconciliarnos con la bella ciudad flamenca
Una de las principales atracciones de Malinas, subir a la torre de San Romualdo para disfrutar de la ciudad desde las alturas, queda necesariamente pendiente, como el recorrido por el pequeño Beguinaje, la antigua ciudad de las pseudomonjas, una de las señas de identidad de Flandes.
De vuelta al hotel, uno va rumiando esa amarga sensación de haber estado en un lugar sin apenas estar, un adiós a primera vista, apresurado e inmerecido, que apenas nos deja un resquicio para la redención: regresar a la mínima ocasión para saldar esa deuda pendiente y reconciliarnos con la bella ciudad flamenca. Quizá entonces Malinas haya olvidado la afrenta y nos reciba con sol.