El coñazo de Miami

Decir abiertamente que no te gusta EEUU puede ser cool. Te coloca en este egocéntrico mundo viajero de las redes sociales, donde se presume de barro, en el pelotón de los viajeros interesantes. A pocos se le ocurriría criticar un viaje a un poblado africano, un aldea del Nepal o una de esas villas centroamericanas en las que las rotondas son la mejor atracción turística. Da igual, aunque apenas hayas salido del hotelucho en el que dormías y candaras la puerta cuando se ponía el sol (mucho mejor si dormías en una tienda de campaña) todo fue fascinante.

Decir abiertamente que no te gusta EEUU puede ser cool. Te coloca en este egocéntrico mundo viajero de las redes sociales, donde se presume de barro, en el pelotón de los viajeros interesantes. A pocos se le ocurriría criticar un viaje a un poblado africano, un aldea del Nepal o una de esas villas centroamericanas en las que las rotondas son la mejor atracción turística. Da igual, aunque apenas hayas salido del hotelucho en el que dormías y candaras la puerta cuando se ponía el sol (mucho mejor si dormías en una tienda de campaña) todo fue fascinante. Una experiencia única. La pobreza y la violencia es embriagadora cuando se está de paso, mientras que la riqueza y la calma de poder andar de noche por las calles es extremadamente aburrida.

Yo no me escapo de esa ¿idiotez? Crecí en un lugar donde funcionan los semáforos, el autobús municipal tiene aire acondicionado y los productos de los supermercados tienen etiquetados los precios. De ahí para arriba, todo me es similar salvo bofetones de belleza, naturaleza o arte. De ahí para abajo, comienzan las emociones.

Este verano decidimos buscar el zarandeo de lo desconocido y compusimos un viaje que comenzaba tres días en Miami para luego tomar el vuelo a las islas de Antigua y Barbuda, Monserrat y Dominica. Miami en parte me fue impuesto por las conexiones. ¿A qué viajero le interesa ir a Miami?

Miami en parte me fue impuesto por las conexiones. ¿A qué viajero le interesa ir a Miami?

Al llegar la ciudad me pareció mucho más ordenada y limpia de lo que preveía. Eso es algo que he ido entendiendo ya en las numerosas ciudades gringas que he visitado: la pobreza no está en el cemento de sus edificios, está en la piel de sus habitantes. Miami, en todo caso, no tiene el reguero inconsolable de vagabundos que tienen lugares como Nueva York o California.

Nos alojamos en una habitación alquilada de Miami Beach y fuimos a andar por un barrio donde tropiezas con un mundo carnal de excesos en los que nada se cubre aunque sobre todo y con el hedónico placer de uno de esos lugares del globo hechos para los otros. Nada nuevo, en mi país la lista de lugares similares es larga: Torremolinos, Benirdorm, Roquetas de Mar, Marbella… Entonces llegas a la playa, a darte un chapuzón, y por una sombrilla te piden 50 dólares y por otra, de un hotel, 300 dólares. Han leído bien, 300 dólares. Baño agradable, toalla en la arena y ahorrar 300 dólares fue nuestra opción.

De Miami Beach y sus Ocean Drive, Lincoln Road y paseo marítimo poco se salva. Llega a abrumar esa ostentación hortera del dinero. Vimos tipos en bañador comenzando su borrachera saltando sobre sus Ferrari, coches descapotables que exhibían biquinis bronceados, escuchamos 259 veces la canción Despacito hasta querer huir rapidito y comprobamos la importancia de llevar a juego las uñas de los pies con el tono de las chanclas y el color de las bragas.

Escuchamos 259 veces la canción Despacito hasta querer huir rapidito

Quedaba ver la ciudad y nos dispusimos a hacerlo. Alquilamos un coche para ver el Parque Nacional de los Everglades, ese en el que las lanchas llevan un ventilador gigante a la espalda y que a todos los de mi generación nos recuerda a Miami Vice. Había cocodrilos flotando en sus aguas mientras nuestra barca se abría camino por una espesa vegetación inundada. Naturaleza. Interesante.

Después descubrimos un barrio que nos pareció curioso y bello: Wynwood. Es el barrio alternativo, fuimos una noche a cenar y otro mediodía a pasearlo. Las paredes de los edificios están tatuadas con espectaculares grafitis. Hay color, mezcla, tiendas y galerías de arte. Vida. Merece la pena.

Y luego decidimos también ir a lo que llaman la Pequeña Habana. Es el barrio latino y quizá el corazón oculto de la ciudad. Miami es una provincia más de Latinoamérica, es cierto. Se escucha más español que inglés por las calles.

Es casi imposible ver a un latinoamericano pidiendo dinero en las calles

Allí entiendes dos cosas. La primera que en la inmensa miseria que ves en las calles de EEUU, los latinos no forman casi parte. Es muy raro ver a un latinoamericano pidiendo dinero en las calles. Muchos de los que conocimos trabajan en un bar, luego se suben a un Uber y además arreglan casas. En los hoteles y aeropuerto son los que limpian, sirven. En las tiendas son los dependientes y en las playas los que ponen y quitan las sombrillas. Sumen esta regla a Nueva York, toda California, Utah, San Antonio, Las Vegas, Washington… Trabajan, duro, por labrarse un futuro. Cuesta imaginar que EEUU pueda funcionar sin esta ingente mano de obra barata y efectiva.

La segunda reflexión tiene que ver con ese espejo que son los viajes. Para ti Miami es en buena parte hortera (toda generalización es mentira e injusta), hecha a golpes de consumo, de un culto al dinero lascivo, de una identidad que encumbra ganadores y olvida a sus perdedores.

Pero el chófer de Uber venezolano te dice que está encantado y que tuvo que huir de su patria llevándose en la maleta algunos recuerdos y milagrosamente intacta su vida; y el médico cubano te dice que está feliz de por fin poder dar un futuro a su familia a la que en todo caso ve en fotos porque trabaja 20 horas al día de camarero, chófer y haciendo arreglos en casa mientras convalida su título de doctor (su mujer, detalla, es peluquera y cuida a los niños); y la camarera de Guatemala te dice que está contenta porque acá cuando sale a la calle no se juega el pellejo y el tipo de El Salvador, gordito, deja a la vista algún tatuaje mientras recoge hamacas y te explica que a allá de donde él es no piensa más volver.

Hace años, la primera vez fue en la India, que aprendí la enorme diferencia entre estar y pasar o poder pasar. Allí vi la cara de sorpresa y casi desprecio de un taxista que escuchaba a unos occidentales decir que les encantaba Paharganj, el barrio pobre y mochilero donde los turistas duermen por cinco euros. Él vivía allí y cada día que echaba veinte horas trabajando en el coche soñaba con poder vivir en la periferia de alguna ciudad con esos aburridos servicios que tan poco nos importan a los occidentales: agua, luz, seguridad… Ya saben, un coñazo como Miami.

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