El Teide a pie: mi amanecer en el techo de España (I)

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Salir de un hotel de playa a más de 30 grados con una mochila a la espalda, botas de montaña, bastones y ropa de abrigo es como pasearse en bañador por Navacerrada en pleno invierno o presentarse con gafas de bucear y aletas a jugar al golf. Así me sentía yo, con el sol reventándome en la nuca, mientras dejaba atrás el Fañabe Costa Sur, en la costa meridional de Tenerife, para llevar adelante un empeño: subir a pie al Teide (3.718 metros) y ver amanecer en su cumbre. Me acompañaba mi viejo amigo Fernando, a la sazón cuñado, que iba a intentar pasar su particular ITV: tres meses después de operarse los ligamentos de la rodilla, y todavía con la rehabilitación pendiente, estaba convencido de poder completar la caminata sin contratiempos. Yo, lo reconozco, no las tenía todas conmigo y, por si acaso, contemplábamos un “plan B”, la bajada en teleférico si la rodilla se inflamaba como un sarmiento por el esfuerzo. En todo caso, su meritorio desafío empequeñecía mi reto, estando en plenas condiciones físicas. La subida a la montaña era, como casi siempre, una huida. En este caso, me ayudaría a digerir la sucesión de siete días de playa.

El primer revés surgió un mes antes de volar a Tenerife. Los escasos permisos imprescindibles para llegar a la cima (aunque sea desde el final del teleférico, la opción mayoritaria de los turistas) ya se habían repartido para todos los días de agosto. Eso eliminaba la posibilidad de hacer la ascensión y la bajada en el mismo día. A 200 metros de la cima, en La Rambleta, nos hubieran impedido seguir caminando. Sólo quedaba una alternativa, que además tenía un aliciente añadido: pernoctar en el refugio de Altavista (3.260 metros) y hacer cima de noche para abandonar la zona restringida antes de las nueve de la mañana, cuando se empiezan a controlar los accesos (en este caso, la reserva del refugio exime del permiso).

Mi compañero de ascensión iba a intentar pasar su particular ITV tres meses después de operarse los ligamentos de la rodilla

A través de la web www.telefericoteide.com reservé nuestras dos plazas en el refugio para la noche de 22 de agosto (24 euros por persona), lo que nos permitiría hacer cima al día siguiente de madrugada. Una vez allí, sólo quedaba alquilar un coche para trasladarnos hasta el aparcamiento situado a los pies del volcán de Montaña Blanca. Eso mismo es lo que nos disponíamos a hacer, ataviados con nuestro extemporáneo atuendo montañero, esa calurosa mañana de agosto después de recoger el pic-nic que nos habían preparado en el hotel. En Canarias.com pagamos 40 euros por un día de coche (un Ibiza casi nuevo), con la ventaja de que nos permitían retirarlo a las dos de la tarde y devolverlo al día siguiente a la misma hora (de otra forma, deberíamos haber abonado dos días de alquiler).

Tras una breve incursión en la autovía TF-1, nos desviamos por la carretera TF-51 en dirección a Arona y Vilaflor, que se enorgullece de ser el pueblo más alto de España, a 1.400 metros sobre el nivel del mar (con permiso del municipio de Valdelinares -¡Teruel existe!-, situado a 1.695 metros). A partir de este punto, el paisaje de viñedos y chumberas deja paso a un extenso pinar, lamentablemente mermado por el fuego, que desemboca en el Parque Nacional de las Cañadas del Teide y en el sobrecogedor Llano de Ucanca (1.960 metros), una gigantesca caldera desde donde la visión del Teide, con sus barrancos y coladas de lava, es magnífica. Dejando atrás el teleférico (2.250 metros) y continuando por la misma carretera, dos kilómetros más adelante llegamos, una hora después de salir de Costa Deje, al pequeño aparcamiento de Montaña Blanca (km. 40,7), de sólo doce plazas, situado a la izquierda de la vía. Del refugio de Altavista nos separan casi 1.000 metros de desnivel y toda la tarde por delante (comenzamos a andar a las cuatro menos cuarto).

La caminata comienza por una aburrida pista de 4,7 km que parece imantada por el sol

En este primer tramo, se sube por una aburrida pista (como lo son todas) de 4,7 kilómetros (si nuestro GPS no falla) que parece imantada por el sol y que no exige grandes esfuerzos, sino paciencia. En cualquier caso, viene bien para coger el ritmo y al menos está amenizada por la aglomeración de los conocidos como Huevos del Teide (50 minutos desde el aparcamiento), grandes pedruscos expulsados por el volcán distribuidos por la ladera como bolas de billar abandonadas a su suerte. No se atisba una sola sombra en decenas de metros a la redonda.

Tras una hora y cuarto la pista termina justo donde confluyen los senderos que llevan a Montaña Blanca (a la izquierda) y al Teide (a la derecha). Un buen lugar para tomarse un respiro antes de encarar el zig-zag que, ahora sí salvando un considerable desnivel, debe conducirnos al refugio de Altavista. No hay pérdida. Un cartel indica la subida a La Rambleta, señalizada como ruta numero 7, por entre las coladas de lava. Estamos sentados sobre las tripas del Teide y, a juzgar por el calor que hace, cualquiera diría que hemos llenado la mochila de ropa de abrigo innecesariamente.

Los grandes pedruscos expulsados por el volcán están distribuidos por la ladera como bolas de billar abandonadas a su suerte

La sucesión de curvas hay que afrontarla con reservas y yo, que no he comido antes de salir del hotel, las tengo exiguas pese a los frutos secos de última hora. Desde los primeros metros, no me siento cómodo. Me cuesta coger el ritmo, fundamental para acometer cualquier subida. Pocas sensaciones más placenteras que ir salvando el desnivel cuando las fuerzas acompañan y el ritmo, aunque exigente, no te quita el aire. Por contra, subir al traspiés, sin compás y con la cabeza bullendo en busca de respuestas es lo más parecido a un viacrucis que conozco. Quien se haya visto en semejante tesitura en la montaña sabe de lo que hablo.

Mi compañero, con sus rodillas maltrechas y sin necesidad de ayudarse de los bastones, sube más fresco y la distancia entre los dos no hace sino aumentar. Inútil cebarse aumentando la zancada, pues esa obstinación no hace sino empeorar las cosas. Ni lo intento y doy un paso tras otro sabedor de que toca sufrir y no hay otra. A punto de llegar al refugio, cuya presencia anuncia una antena que se asoma al abismo, freno en seco y aviso a Fernando. Necesito comer algo. Cinco minutos y una barrita energética son suficientes para recuperar el resuello y hacer el último tramo con mejor ánimo. Son las seis y media de la tarde cuando llegamos a Altavista (dos horas y 45 minutos desde el aparcamiento de Montaña Blanca), a 3.260 metros de altura. Justo a tiempo, porque media hora después se reparten las habitaciones (en la nuestra dormíamos 14 personas). No es necesario lanzarse a la carrera en busca de la mejor litera. Con muy buen criterio, el guarda del refugio las asigna ordenadamente para evitar jaleos.  No todos han subido a pie hasta el refugio, algunos lo han hecho en teleférico descendiendo a pie hasta Altavista para hacer la ascensión desde aquí mañana.

Subir al traspiés, sin compás y con la cabeza bullendo en busca de respuestas es lo más parecido a un viacrucis que conozco

Había leído informaciones contradictorias sobre el refugio. Entre ellas, que el wifi era gratuito. Sin embargo, un cartel fijaba en un euro el precio de diez minutos de conexión y en cinco la hora y media. No se sirven comidas, pero hay una cocina que se puede utilizar (incluida la vajilla, que luego hay que fregar). Eso sí, en una máquina se pueden adquirir botellas de agua (3 euros) y coca-cola (4 euros), entre otros refrescos. En el refugio no se puede dejar nada de basura. Hay que cargar con ella en la mochila.

El tiempo se acorta en Altavista. A las siete y media, con nuestras literas asignadas, ya estamos cenando las viandas frías del hotel. Se trata de echar gasolina al cuerpo pero también, casi en la misma medida, de descargar peso para la jornada de mañana, en la que deberemos salvar de noche los casi 500 metros de desnivel que nos separan de la cumbre. Y todo antes de que la riada de turistas llegue a La Rambleta en teleférico, lo que no deja de darle al asunto un cierto aire furtivo, como si estuviéramos obligados a no dejar huellas.

A las siete y media, con nuestras literas asignadas, ya estamos cenando. Se trata de echar gasolina al cuerpo pero también, casi en la misma medida, de descargar peso

Anochece en las laderas del Teide. El termómetro marca diez grados. Ahora es cuando la ropa de abrigo empieza a justificar el viaje. Pegamos la hebra con el guarda de Altavista, que mañana empieza sus vacaciones y será relevado por un compañero. Dura vida la de estos guías, aislados del mundo a 3.000 metros de altura, rodeados de un océano de lava solidificada. “Si te sales del camino y no conoces la zona -advierte- te puedes pegar dos dias dando vueltas al Teide». Y recuerda los cinco días que anduvo peleándose con las rocas volcanicas para tender una tubería desde el teleferico al refugio que garantizase el suministro de agua. La conversación se apaga como el día, pero antes sorprende escucharle contar que en este paisaje tan desolador se cazan conejos (con hurón) y muflones.

“Si te sales del camino y no conoces la zona -nos advierte el guarda del refugio- te puedes pegar dos dias dando vueltas al Teide»

A las nueve y media estamos en la cama, treinta minutos antes de que apaguen la luz. Mañana toca madrugar, pues hay que salir a las cinco y media del refugio para hacer cima alrededor de las siete, justo para ver amanecer. Se hace el silencio. Dormir es otra cosa. Deben ser más de las dos cuando lo consigo, o eso creo.

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