(...) Le digo que sólo me interesa algo muy concreto, un fantasma. “De acuerdo”, acepta el reto. “Busco las huellas de un embajador español que vino aquí en el siglo XV” suelto. “Busco el espectro de González de Clavijo”.
Pegados a las paredes hay bancos de madera con esteras de paja, y muy cerquita del fuego la cama de los dueños de la fonda. Calendarios, imágenes de Shiva y Durga, un pequeño altar familiar lleno de incienso, arroz, polvo de bermellón, y pétalos de flores.
Desde el Teso del Carmen, el lienzo norte de la muralla de Ávila tiene un aspecto agreste, de praderas de correrías infantiles y senderos de paseos otoñales. Los meticulosos trabajos de restauración han sacado brillo a la piedra, que ahora asoma demasiado esbelta, demasiado perfecta.
Estos son los lugares en los que he sentido una intensa y exultante sensación de libertad. Nunca quise conquistarlos, fueron ellos los que me han conquistado.
Terminaba el día y también terminaba nuestra visita a la Península de Valdés. Antes de irnos decidimos detenernos frente a la Isla de los Pájaros para aprovechar los últimos rayos de sol y sacar fotos de la capilla que allí recuerda un antiguo asentamiento español. Por Gerardo BARTOLOMÉ.
Manono es pequeña, redonda, bonita, tan circular y pura que darla la vuelta caminando suena a ciclo concluso, a curso cerrado, a acciones que se vuelven y se repiten como en la noción de tiempo oriental. Al hablar de Manono de esta forma me viene a la cabeza Platero insólitamente.
Un miliciano de no más de 15 años nos mira con nerviosismo, el subfusil al hombro y el cigarrillo colgando de sus labios, sin saber qué hacer. Nos miramos en silencio, tensos, esperando algo, no sé el que. Y en estos casos, como siempre, es la casualidad más absurda la que rompe el hielo, cuando en su teléfono móvil suena el himno del Barca.