No sé si Nueva York hizo el milagro, pero desde que estuve allí en diciembre de 2018 me gusta, mucho, la navidad. Quizá fue la historia que me contó la señora Spata de cómo creó las famosas luces de Dyker Heights, en Brooklyn. Yo recorría con ella del brazo las calles y ella me narró su historia.
Me contó que ella era una guapa joven abogada que se quedó varada por una fortísima nevada con su coche en medio en un pueblo de Estados Unidos al que había ido de paso a ver a sus padres, a los que no visitaba desde que se fue a la universidad.
Tenía unos recuerdos amargos de su niñez y adolescencia. Recordó que antes, cuando era adolescente, fue a su fiesta de graduación con un peluche de gorila porque nadie la invitó al baile. “Tenía aparato en los dientes y tanto acné juvenil que de lejos parecía que tenía bigote”, me confesó. Aquel día juró que un día sería una poderosa mujer que no necesitaría ningún hombre que la entretuviera y no regresaría a esa aldea de vacas donde la alta cocina era ponerle ketchup a una panocha asada maíz. Al decirlo me apretó mucho el brazo.
Tenía aparato en los dientes y tanto acné juvenil que de lejos parecía que tenía bigote
No sé si fue por aquel recuerdo o porque pasamos frente a la casa de un vecino de origen chino, el señor Chang, que había colocado un tren de luces que recorría todo el jardín mientras sonaba “Jingle Bells”. Su vecino oriental había sido los últimos cuatro años ganador del concurso de decoración navideña más impactante del barrio. Ella lo había ganado los veinte anteriores. La tierna señora Lucy Spata, la creadora de la navidad de todo el planeta, entendí que tenía sus debilidades. «Vence porque le hacen sus juguetitos niños en Camboya. Creo que comen en su casa pangolín agridulce, cualquier día tendremos un desastre», me confesó.
Seguimos paseando y entonces me narró que en aquella nevada conoció a un joven, carpintero y campesino, que tenía el cuerpo de un adonis griego debajo de su camisa a cuadros. Noté que se le erizaba la piel al recordarlo. Él le ayudó a abrir el capot del coche, del que salía un humo sospechoso, y que ella intentaba arreglar untando al volante VapoRub, porque ella, que tenía tres carreras, hablaba seis idiomas y tenía dos máster, creía que todo se arreglaba untando VapoRub.
Él, por su parte, arregló el motor con un palillo de dientes que se sacó de la boca y le enseñó los siguientes días a la “pija de ciudad” a abrir un bote de mermelada, a diferenciar un pino de una columna de mármol, cosas que los de las urbes no saben, y el valor de vivir en una localidad en la que lo más emocionante el resto del año era el concurso de carretas. “El ganador recibe una calabaza gigante de madera”, le matizó él con orgullo. Y Lucy calló y no hizo la pregunta que se le pasó por la cabeza al escucharle por no parecer estúpida. “¿Qué es una calabaza?, pensé, pero callé sintiéndome pequeña ante toda su sabiduría”.
Le enseñó los siguientes días a la “pija de ciudad” a abrir un bote de mermelada, a diferenciar un pino de una columna de mármol
Ella, que se dedicaba a trabajar para una jefa malvada y conservaba un relación muy estrecha con sus padres, pese a que ni siquiera fue al funeral de su amada abuela porque le pilló ensalivando los sobres con los que anunciaba los desahucios de ancianos en el Bronx, fue poco a poco entusiasmándose con la vida de aquella aldea en la que las gentes se saludaban y se deseaban feliz navidad por las calles. A Lucy, la última vez que alguien la habló en Nueva York por la calle fue cuando regresando a las dos de la mañana de la oficina, mientras esperaba un taxi, le sacaron una navaja y le dijeron: “Rubia estúpida, dame el bolso y no te hagas la lista que en NY todos somos muy malos. Nosotros somos de ciudad, no del campo”. Ella se echó a temblar. Era cierto todo. En NY son malos, no como en el campo.
Quizá fue por acordarse de todo eso que decidió en el último momento rechazar una mejora de contrato que multiplicaba por dos su ya alto parné. Le llamó la directora de su empresa -una señora de media edad que la telefoneaba metida en un jacuzzi con cremas puestas en la cara mientras le hacía la manicura un joven con el torso desnudo y ella bebía champán a sorbos-, y le ofreció ser la subdirectora, un ático en el Upper East Side y unas zapatillas Air Jordan.
Pero Lucy tuvo una epifanía de esas que suceden una vez en la vida. “Aquella señora que siempre había admirado era en realidad una infeliz que no sabía lo maravilloso que es agarrar un tronco lleno de resina y tener que quitarse la sustancia pegajosa usando un estropajo y jabón de lagarto”, me dijo la señora Spata mientras regañaba a un vecino que había colocado una figura del Increíble Hulk con guirnaldas. “¡Esto es la Navidad, no el Comic On¡”, berreó, para unos metros después algo más relajada decirme cabizbaja: «Las nuevas generaciones no respetan nada”. Al decirlo le pegó una fuerte patada a un reno que llevaba una bufanda de los New York Knicks.
Una señora de media edad que telefoneaba metida en un jacuzzi con cremas puestas en la cara mientras le hacía la manicura un joven con el torso desnudo y ella bebía champán a sorbos
Y luego suspiró, suspiró fuerte mientras se quejaba del tobillo, y regresó a su historia de hace 30 años. “Metida ya en el coche y escuchando en la radio un programa que anunciaba que no nevaba tanto allí desde antes de que pasara el primer pionero con sus calabazas, lloré al darme cuenta que aquel pueblito le daba sentido a mi vida. Odiaba mi trabajo, y Nueva York, y su oferta de museos, cines y restaurantes de todas las comidas posibles. Odiaba poder ir a los parques, a la ópera y al gimnasio, del que ya había pagado el abono del año siguiente, 4000 dólares de entonces con una oferta en la que me dejaban ducharme los días pares sin sobrecoste. Odiaba los viajes a París, Roma y Tokio que hacía por trabajo en los que me alojaba en hoteles de cinco estrellas”, me dijo mientras cabeceaba.
Descubrió que quería vivir entre la montaña que tenía en frente y el río que estaba a su espalda. El monte estaba entonces sepultado por la nieve y el río congelado como la cubitera de hielos de un frigorífico. Era un entorno bello, aunque algo áspero en el invierno. En verano sabía que sería distinto. “La primera quincena de mayo, como del 1 al 8, era el sitio más bello que vi nunca. Pena que en junio se llenaba de unas moscas incómodas que nacen entre los maizales y que se pegan a la piel atraídas por el sudor cuando en ocasiones se alcanzan los 39 grados a la sombra. Y luego, a veces era pesado lo de las plagas de mosquitos de julio, que el río se desbordara cuando las nutrias destrozaban la presa natural, y lo de la invasión de ranas de las primeras lluvias que no te dejan dormir por las noches… Pero bueno, en septiembre había también dos semanas maravillosas justo antes de que nos sepultara de nuevo el hielo a final de octubre y empezara a hacerse de noche a las cuatro”, recordó.
Me di cuenta que ponía pucheros al mencionarlo. “Mira, ves ese oso de peluche que colocaron en la ventana de aquella casa. Me recuerda a cuando un grizzly macho apareció por la nuestra y mató y se comió a mis dos perros delante de mis dos hijos pequeños. El pequeño aún va a psicoterapia para olvidarlo”, recordó la señora Spata emocionada señalando otra de las casas de Dyker Heights.
Mira, ves ese oso de peluche que colocaron en la ventana de aquella casa. Me recuerda a cuando un grizzly macho apareció por la nuestra y mató y se comió a mis dos perros delante de mis dos hijos pequeños
El hecho es que la señora Spata sintió aquella navidad que debía quedarse en aquel pueblito. Lo confirmó cuando vio a su pueblerino amante sudar mientras terminaba de cortar troncos para que sus padres asaran el pavo de trece kilos que llevaron a la mesa donde sentaron otros amigos y familiares. Todos eran felicísimos de vivir en una aldea que se llamaba, entendí, algo así como White Falls Creek, o Creep, o Teeth…, no entendí bien.
Fueron felices esa navidad. Yo también lo era escuchándola ahora. Me trasladé a ese instante y vi todo pasar como una película. Vi la cámara alejarse poco a poco de la casa donde todos se abrazaban y cantaban villancicos. La imagen subía hasta el cielo, se iba fundiendo, y entonces escuché en aquella escena un disparo. ¿Se escuchó un disparo?, señora Spata, le pregunté. “Sí. El señor Robertson se pegó un tiro antes de escuchar de nuevo a su cuñado la historia del año que venció el concurso de carretas cuando colocó al frente a un gorila de peluche que se encontró en la basura y lleno de mordiscos”, me dijo ella.
¿Y usted, qué fue de usted? “Yo me divorcié de mi campesino (lo llamó campesino, nunca mencionó su nombre) siete años después. Lo ultimo que recuerdo de él es que tenía una panza cervecera más grande que la mía que estaba embrazada de nuevo. No le vi trabajar en su vida tras casarnos. Yo hacía la mermelada de albaricoque que vendíamos. Acabé montando una empresa que hoy tiene 300 empleados. Metí un junio mis cosas en el coche deprisa, menos mal que no lo vendí para comprar el tractor que se le antojó a él, y huí con mis dos niños y embarazada del tercero. Me daba pánico pasar otra navidad en el aquel hoyo inmundo y tener que ver de nuevo el concurso de carretas de septiembre».
¿Y que pasó después?, le pregunté inquieto. «Regresé a Nueva York y decidí montar una navidad espectacular aquí para que ninguna mujer vuelva ser engañada por un pueblerino por el espíritu de las fiestas. Cada año llega la Navidad y pongo la televisión y veo películas que me recuerdan que este drama sigue sucediendo. Las mujeres debemos unirnos para acabar con este abuso”, me contestó.
Lo ultimo que recuerdo de él es que tenía una panza cervecera más grande que la mía que estaba embrazada de nuevo. No le vi trabajar en su vida tras casarnos
Yo sentí el espíritu navideño neoyorquino y le agradecí a la venerable anciana que me hubiera contado su tierna historia. Nos despedimos con un abrazo tras recorrer todo aquel barrio de Dyker Heights lleno de casas iluminadas donde la navidad germinaba en los jardines. Mientras me alejaba escuché a la señora Spata gritar: “Señor Chang, ¿a ver si voy a tener que llamar a los de inmigración para acabar con tanta tontería de cables de al luz enganchados a los postes?”.
¡Feliz Navidad!, le dije. ¡Feiz Avidad!, contestó ella con la boca llena de polvorones.
P.D. La señora Lucy Spata es la verdadera creadora de la tradición de las luces navideñas del barrio de NY de Dyker Heights. No es una anciana, tiene 69 años. Parece que en las navidades de 1986 ella decoró así su casa en memoria de su madre, amante de las decoraciones navideñas. Al año siguiente, la imitaron algunos vecinos y poco a poco el barrio acabó convirtiéndose en un emblema de las navidades de todo el mundo. Va en honor de ella esta ¿caricaturizada? historia.
Autor: Antonio Cazorla Binotto