En la muerte de Javier Reverte

Hasta su último día, ha sido fiel a su irrenunciable empeño en perseguir sus sueños. Una tarea a la que se empleó con ahínco y que le define más que cualquier otra
Javier Reverte, en un viaje al Sahara

Cuando dejó el periodismo, o el periodismo le dejó a él, ya rebasado el medio siglo y dejando atrás una intensa y exitosa carrera como reportero y corresponsal para asomarse al vértigo de intentar vivir de la literatura, Javier Reverte lo hizo con un libro bajo el brazo. Un libro que vio cómo rechazaban una editorial tras otra ignorantes de que no hay determinación mayor que la de un perseguidor de sueños. Recordando ese tiempo en el que sus ahorros menguaban y los meses pasaban ensanchando las dudas, alguna vez le leí que, pese a que los demás le pudiesen ver entonces como un periodista y escritor fracasado, su felicidad residía en levantarse todas las mañanas con un afán que le estimulaba.

Ese libro era “El sueño de África” y, claro, terminó publicándose y supuso el reconocimiento que necesitaba para afianzar su apuesta vital por la literatura. Luego llegarían muchos más, hasta convertirlo, sin duda alguna, en el mejor escritor de viajes de este país.

Para sus muchos lectores, ese primer libro africano supuso una revelación, al acercarnos la fascinación de un continente sobre el que se escribe poco y, a menudo, mal. Fuimos unos cuantos los que tras leerlo viajamos a África con esas páginas en la memoria o, incluso, en la maleta, en busca de esos mismos horizontes antes tan lejanos. Y como él mismo, terminamos contagiados de esa hermosa enfermedad que llaman Mal de África.

“Un libro de viajes debe tener una estructura literaria, si no, se queda en un mero diario”, solía repetir

Porque Javier hacía, sobre todo, literatura. “Un libro de viajes debe tener una estructura literaria, si no, se queda en un mero diario”, solía repetir como primer mandamiento del escritor de viajes que, después de él, todos queríamos ser.

Pero al margen de su faceta literaria, lo que siempre admiré más de este fatigable viajero -“yo me canso mucho en los viajes”, comentaba con ironía cuando se referían a él con el tópico de infatigable viajero- era su irrenunciable empeño en perseguir sus sueños. Una tarea a la que se empleó con ahínco hasta el final y que le define más que cualquier otra.

Todavía en la presentación de su último libro, “Suite italiana”, el pasado febrero, ya apreciables las embestidas de la enfermedad, sus ojos se iluminaban recordando su viaje en tren desde Roma a Nápoles, y después a Reggio, en Calabria, solo para admirar los Bronces de Riace, dos esculturas de la Grecia Clásica que tanto le subyugaba. Así era Javier, siempre feliz de caminar por las páginas de la historia y la literatura ya fuese siguiendo los pasos de Ulises, de los grandes exploradores africanos o remontando tras el espíritu de Conrad el río Congo, donde casi pierde la vida y uno de los pocos sitios al que confesaba no quería volver.

Sus libros siempre te llevaban a otros libros en una búsqueda frenética por los senderos literarios que él te mostraba

En mi estantería están todos sus libros de viajes -que siempre te llevaban a otros libros en una búsqueda frenética por los senderos literarios que él te mostraba, algo por lo que siempre le estaré agradecido- y cuando en Viajes al Pasado soñamos, menudo atrevimiento, con que en nuestras páginas escribiese el mejor fuimos, como él nos había enseñado, detrás de ese empeño.

Le conocía de unos años atrás, cuando no dudó en presentarnos un libro sobre los atentados del 11-M, pero mi socio y amigo Javier Brandoli y yo acudimos llenos de incertidumbres a esa comida en la que queríamos plantear a todo un Javier Reverte una colaboración que no podíamos pagar por el placer de leer sus historias, esas que a menudo no caben en un libro y acaban perdiéndose por los meandros de la memoria, siempre tan caprichosa.

En aquella ocasión, su generosidad -tan despreocupada que parecía que no te estuviese haciendo ningún favor- disipó pronto nuestras dudas. Javier escribió en VaP durante varios años y a esa comida siguieron unas cuentas más, siempre pródigas en libros, mapas, botellas de vino y proyectos pendientes. Y llegamos a publicar en exclusiva un adelanto de algunos de sus libros, disfrutando del privilegio de ser los primeros en acompañarle en esos viajes.

Su generosidad era tan despreocupada que parecía que no te estuviese haciendo ningún favor

Javier te hacía viajar con él, porque es imposible quedarse sentado en casa mientras le lees. Te transmitía su pasión por los grandes ríos -del Amazonas al Yukón, del Yangtsé al Congo-, por los trenes que arrastran a duras penas el peso de la historia -como el “Lunático” entre Mombasa y Nairobi, al que nos subiríamos hace unos años para ver desvanecerse el mito-, por los horizontes sin fin de las grandes sabanas africanas, por la vida, en fin.

Para él, la libertad era un bien supremo -perdón por la grandilocuencia, Javier-, quizá el más venerado. Y por eso se echaba al mundo sin ataduras, para reírse de la vejez en sus últimos años, para escapar de la muerte, como también escribió.

En “El río de la luz” cita unas líneas de Robert Service sobre “una raza de hombres inadaptados, una raza que no puede estarse quieta”, que “rompen los corazones de sus parientes y amigos mientras vagan por el mundo a su albedrío”. Seguro que él mismo se reconocía en esa estirpe de trotamundos. Como el vagabundo Joseph Thomson, quizá el más auténtico de los exploradores africanos, quien en su lecho de muerte en agosto de 1895 musitó agonizante: “Si tuviera fuerzas para ponerme las botas y caminar cien metros, me iría otra vez a África”.

Se echaba al mundo sin ataduras, para reírse de la vejez en sus últimos años, para escapar de la muerte

En la última entrevista que le hice pocas semanas antes de que el coronavirus desbaratara nuestras vidas, me confesó que ya no volvería a escribir sobre África. “Ya he escrito demasiado”. Peleaba entonces por ahuyentar una cierta fatiga existencial, pero conservaba intacta su curiosidad y esa determinación para seguir viajando detrás de lo desconocido en busca, al cabo, del gran desafío: el conocimiento de uno mismo.

Si, como decía Richard Burton, el momento más feliz en la vida de un hombre “es el de la partida de un largo viaje hacia tierras desconocidas”, sin duda Javier Reverte ha emprendido el definitivo, el único sin billete de vuelta, con la conciencia tranquila y el alma libre de los trotamundos errantes.

Gracias por tanto.

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