Loarre: un castillo en el Reino de los Cielos

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Hay lugares a los que perteneces sin necesidad de frecuentarlos. Yo pertenezco a Loarre y estoy muy orgulloso de esa filiación. He ido varias veces, no muchas, quizá porque siempre lo he sentido tan cerca que no hacía falta. Para casi todo el mundo, Loarre es un castillo, la fortaleza románica mejor conservada de España y, quizá, de toda Europa. Tuvo que venir aquí Ridley Scott hace unos años para situarlo en el mapa de Hollywood con su superproducción, Orlando Bloom incluido, «El Reino de los Cielos».

Para mí, sin embargo, Loarre es sobre todo el lugar donde nació mi abuelo paterno, Ramón Coarasa, al que por desgracia no conocí. Luchó en Cuba y Filipinas, en ese desgarro nacional que supuso para España la pérdida de sus últimas colonias de ultramar. El imperio donde nunca se ponía el sol se despojaba así, camino de la casa de empeño, de sus últimos signos de grandeza, resignado a diluirse en esa nación acomplejada que, desde entonces, no hemos dejado de ser. Mi abuelo sobrevivió a ambas contiendas, pero mermada su salud dejó huérfano a mi padre que, todavía adolescente, se vio luchando en la terrible y absurda guerra civil. Por tradición familiar, a mí me esperaba una guerra que, afortunadamente, no ha llegado, un privilegio que siempre tengo muy presente manteniendo fresca la memoria de ambos.

Loarre es sobre todo el lugar donde nació mi abuelo paterno, Ramón Coarasa, al que por desgracia no conocí

Todos esos pensamientos, desde luego, están recomponiéndose en mi cabeza mientras subo con el coche el cerro desde el que el castillo, a 1.070 metros de altura, se enseñorea de toda la Hoya de Huesca. El mismo castillo que vio a mi abuelo regresar de Cuba. El mismo que vigiló las correrías infantiles de mi padre en los veranos fuera de su Huesca natal. Ahora subo con mis dos hijos, que tampoco conocieron a mi padre, porque tengo la obligación de hablarles de ellos para que entiendan de dónde vienen, para que aprendar a valorar lo poco o mucho que la vida les depare.

Desde la distancia, no es fácil distinguir dónde termina la roca y empiezan las murallas, la protección artificial al enclave construida en el siglo XIII en su frente sur, allí donde no llegaban las piedras de la sierra de Loarre. Pero el castillo primitivo es bastante anterior, pues fue el rey navarro Sancho III El Mayor quien ordenó levantar la fortaleza militar entre los años 1020 y 1035 para vigilar a los musulmanes asentados en la cercana localidad de Bolea. Está, por tanto, a punto de cumplir mil años de vida.

Desde la distancia, no es fácil distinguir dónde termina la roca y empiezan las murallas

 

Sería después el monarca aragonés Sancho Ramírez quien añadiera al uso militar el monástico, con la bella iglesia de San Pedro. El templo dejó de ser la parroquia de Loarre en 1505, pues las duras condiciones de vida en el castillo empujaron a la población más abajo, al burgo de San Esteban de la Huerta, el definitivo asentamiento del municipio. De la nueva parroquia sólo se conserva, que no es poco, el singular chapitel piramidal de su torre, visible desde todo Loarre.

Hacía más de una década que no me acercaba a la fortaleza y enseguida pude comprobar que la visita de Ridley Scott le había sentado muy bien. Ahora hay un centro de recepción de visitantes (la entrada al castillo, que abre todos los días del año en horario de mañana y tarde, salvo Navidad y Año Nuevo, cuesta 3,90 euros y 2,70 los niños), tienda de souvenirs, visitas guiadas y un mirador con terraza donde se puede comer en un escenario privilegiado. Para algunos, es importante.

Hacía más de una década que no me acercaba a la fortaleza y pude comprobar que la visita de Ridley Scott le había sentado muy bien

 

Recuerdo una reciente visita a otro de esos castillos milenarios que pueblan los paisajes de España, aquél en muchísimo peor estado, y la única pregunta que escuché de un turista a la encargada de la oficina de turismo: «¿Hay restaurante en el castillo?». No, no lo había. A duras penas habían comisionado a una paisana para que, durante un par de horas, se pudiera visitar la fortaleza los domingos. Me acordé, al ver la mutación del castillo de Loarre, que yo recordaba agreste y sin contemplaciones para los visitantes, de aquella pregunta. Cada viajero, desde luego, tiene su afán. Para él, el reino de los cielos era un restaurante.

Tras cruzar la muralla por la puerta oriental, lo primero que llama la atención a nuestra izquierda es la torre Albarrana, una atalaya de vigilancia del otro acceso, el de los Reyes, situada frente a la entrada al castillo, que nos recibe con una empinada escalinata escoltada por el cuerpo de guardia y la cripta de Santa Quiteria, sumergida en una penumbra que da frío. Al final de la escalera, a mano izquierda se encuentra la iglesia de San Pedro y su ábside de espléndidos capiteles. Se está celebrando una boda y hay que esperar para visitarla. Deambulamos entonces, entre angostos pasadizos, por los antiguos pabellones de los monjes, los calabozos y las distintas salas hasta llegar al patio de armas. Los paneles informativos que acertadamente han situado en cada estancia ayudan a sacar partido a la visita.

La primitiva iglesia de Santa María de Valverde es apenas una habitación oscura que huele a cristiano viejo

A un lado, se encuentra la primitiva iglesia de Santa María de Valverde, apenas una habitación oscura que huele a cristiano viejo, a esa fe de catacumbas a resguardo de las persecuciones del imperio romano. Es la precursora del templo que vendría después con Sancho Ramírez. Al otro, el Mirador de la Reina, desde donde la panorámica de la Hoya de Huesca, «donde el cielo es azul» (como rapeaba Da FLOWers en su hilarante y reivindicativa «La capital mundial»), es casi una pantalla de televisión. Dan ganas de coger un parapente y echarse a volar.

Aquí no es necesario esquivar selfies ni corres el riesgo de terminar engullido por legiones de turistas coreografiados por el guía de turno. Hay más gente en la boda que visitando el castillo (y eso que el de Loarre es uno de los más visitados de España, estadísticas en la mano) y ese espejismo de intimidad se agradece. Mucho más cuando se enfilan las decenas de escaleras que ascienden hasta la última de las cinco plantas de la Torre del Homenaje, el mascarón de proa de la fortaleza, al que le unía un puente levadizo que, en caso de asedio, le permitía quedar aislada (una situación límite en la que jugarían un papel esencial sus aljibes, con capacidad para almacenar hasta 80.000 litros de agua de lluvia).

Ya en el pueblo, al otro lado del Ayuntamiento busco la calle dedicada a Antonio Coarasa, sacerdote y tío de mi padre

Abandonamos la fortaleza cuando la boda ya se ha disipado y el castillo de Loarre ha recuperado el silencio. El avión roquero, la collalba negra y el colirrojo tizón (disculpas por la licencia naturalista, amigo Félix), las aves más características de estos parajes, amigas de anidar en las oquedades de estas murallas, seguro que respiran aliviadas. Bajamos al pueblo. Se ha hecho tarde y una terraza al sol nos espera en la tranquila plaza Moya.

Muy cerca, al otro lado del Ayuntamiento, busco la calle dedicada al fallecido Antonio Coarasa, sacerdote y tío de mi padre, según me explicó, y con el que solía pasar los veranos de su niñez en Loarre. Al parecer, para el mosen no era sencillo hacerse cargo del niño revoltoso que era mi padre, a quien, cuando se le agotaba la paciencia, reprochaba que no acudiera más al cementerio a visitar a sus abuelos en lugar de alborotar con la chiquillada por las calles del pueblo. En desagravio, pensé en acercarme al camposanto a rendir visita a mis bisabuelos, pero lo dejé pasar porque era un buen motivo para regresar. El Reino de los Cielos, al fin y al cabo, no está tan lejos.

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Comentarios (2)

  • Lydia

    |

    Como de costumbre, un artículo estupendo.

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  • Macdilus

    |

    Precioso reportaje lleno de historia y bonitos recuerdos. Enhorabuena!!

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