Aguas del Báltico

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Me gustaba subir a la cubierta para ver cómo la proa rompía las frías aguas del Báltico como si al gigantesco ferry no le costase apenas esfuerzo. Así de simple. Sólo unos pocos curiosos se asomaban al exterior durante las travesías. Hacía frío y el viento te agitaba en inesperadas sacudidas como poniéndote a prueba. A menudo mirabas a tu alrededor y te habías quedado solo. Pero me gustaba pasar allí un buen rato, acodado sobre la última barandilla de proa, ensimismado en las aguas del gran mar interior del norte de Europa, del viejo mare Suebicum romano, en esas mismas aguas que surcaron los vikingos, escenario de estrategias navales y huidas de refugiados en la Segunda Guerra Mundial.

Es fácil navegar por el Báltico. Decenas de ferries surcan sus aguas diariamente y es sencillo reservar los billetes en internet en cualquier compañía. Nosotros habíamos volado de Madrid a Estocolmo y de ahí a Helsinki con Norwegian y llegamos de noche a la capital finlandesa. Hacía bastante frío, no más de cinco grados, mientras esperábamos el bus de Finnaie (salen cada veinte minutos junto a la parada de taxis), que nos dejó en media hora en el centro de la ciudad, junto a la estación de tren (Rautatientori), y caminamos hasta el apartamento que habíamos alquilado, a un paso de la catedral Uspensky, frente a la terminal de ferries de Viking Line.

Hacía frío y el viento te agitaba en inesperadas sacudidas como poniéndote a prueba

El ferry a Tallin salía temprano, pero no desde los muelles que teníamos enfrente, sino del west harbour (lansiterminaali), adonde a esas horas (seis de la mañana) había que llegar necesariamente en taxi. Sólo había que canjear las reservas online por los billetes en la taquilla. La navegación hasta Estonia, somnolienta, está impregnada de un tono ceniciento. Es un mar casi en blanco y negro, vigilado por numerosas nubes. Hace frío en cubierta, pero es un frío que no molesta, sino que acompaña.

El regreso es de noche. El Báltico sólo se intuye. Y se escucha si sales a la intemperie. Es la respiración de un gigante dormido. Llueve al llegar a Helsinki.
Menos de 24 horas después nos subimos a otro ferry, esta vez con derecho a camarote. Es rápido llegar a Estocolmo en avión, pero como soy de los que pienso, como Confucio, que la meta está en el camino, decidimos ir en barco. Quince horas de travesía que terminaron siendo casi 18. Sin duda lo volvería a repetir.

Es un mar casi en blanco y negro, vigilado siempre por numerosas nubes

Había visto la placa conmemorativa en Tallin, junto a la Torre Gorda Margarete, y ahora me acordaba de esa tragedia, del naufragio del ferry que hacía este mismo trayecto, un 29 de septiembre de 1994, en el que murieron 852 de los 989 pasajeros. Vaya momento para evocar tragedias.
Pese a esos pensamientos aciagos, el Mariella de Viking Line me inspiraba toda la confianza del mundo. Y el atardecer sobre la bahía, con Helsinki alejándose de nuestra estela poco a poco, no admitía ni la más mínima concesión al fatalismo.

Durante una hora que se consume sin relojes desde la cubierta de estribor, vemos dejar atrás islotes que parecen estar a punto de ser engullidos por el Báltico, fortificaciones de antaño, faros solitarios. El ferry se va alejando de todo eso a la vez que el día se desprende de sus últimos rayos de sol y nos sumimos pronto en la oscuridad del mar, en el silencio sobrecogedor de las noches lejos de tierra firme.

Ahora me acordaba de la tragedia de 1994, cuando 989 pasajeros murieron al naufragar un ferry que hacía este mismo trayecto

Dentro, todo es distinto. Tax free. Black Jack. Restaurantes. Luces y acción. Una pequeña ciudad a merced del mar. Huimos de todo ese gentío y cenamos en el camarote un par de ensaladas del Stockmann de Helsinki y unos arenques. Incluso conseguimos dormir algo.

A las nueve de la mañana salimos a cubierta. Hay que abrigarse. Estocolmo se empieza a dibujar frente a nosotros con timidez. Tan cerca pero tan lejos aún. Luce el sol. Se me ocurren pocas maneras mejores de llegar a una ciudad desconocida. Nada que ver con la frialdad de un aeropuerto. Un resfriado es un precio demasiado insignificante para plantearse abandonar la cubierta. Recuperar la soledad en un barco tan lleno de gente es un privilegio. Es otra hora mágica que el Báltico nos regala.

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