Malaui: la guarida de los mochileros

Un alojamiento en medio de una montaña perdida de Malaui montado por jóvenes viajeros de todo el mundo. Un retiro para vivir lejos de todo, ayudar a los demás y creer en la utopía de que se puede vivir en esta laneta fuera de él.

En el cartel que indicaba el desvío ponía 10 kilómetros. Giramos a la derecha y vimos que era una pista de piedra y arena que parecía trepar a una alta montaña. Nuestra Dodge, demasiada grande para esa pista, comenzaba a pelearse con el camino. Poco a poco entendíamos que aquella era una vereda complicada, muy complicada. El coche es muy grande y en muchas curvas cerradas tenemos que hacer hasta cuatro maniobras para superarlas. Víctor es un maestro al volante y yo me dedicaba a calcular a cuantos centímetros pasamos cada vez de un profundo precipicio. Si el coche patina nos vamos al más bello y profundo carajo.

“Un sitio al que se llega tras esta pista debe ser especial”, hablábamos Víctor y yo. Esa es una lógica que nunca falla en un viaje: si ven un hotel que esté tras un largo camino difícil en medio de la nada, vayan, seguro que es un sitio único. Nosotros vamos al Mushroom Farm, un hospedaje que nos han recomendado en el norte de Malaui.

Un sitio al que se llega tras esta pista debe ser especial

El hotel esta justo antes de una ciudad, Livingstonia, que hace honor al explorador escocés David Livingstone, “descubridor” para occidente del maravilloso lago Malaui. La ciudad se fundó por misioneros británicos que tuvieron que subir hasta la cima de la montaña para huir de los estragos que la malaria estaba causando en su misión pegada a las aguas. Siempre me llama la atención el respeto que por la figura de Livingstone se tiene en toda África. Su lucha contra la esclavitud le la ha valido, por ejemplo, que en Zambia tras la independencia esa fuera la única ciudad a la que no se le mudara el nombre. En Tanzania e incluso en Zimbabue se le rinde también homenaje.

Finalmente, tras tramos de 20 kilómetros por hora, llegamos hasta la enigmática Mushroom Farm. Y lo que encontramos fue a un grupo de jóvenes, de aspecto viajero, que nos recibieron en un pequeño parking en medio de un bosque. Dos chicas jóvenes australianas se presentan y otro joven blanco, con sus pantalones rotos en pedazos y botas de montaña, nos da la mano mientras se va a continuar una obra en una cabaña. Aquello era literalmente el fin del mundo. O, al menos, uno de los fines del mundo posibles.

Víctor y yo decidimos ir a conocer el lugar y tomar una cerveza. Habían arreglado un camino con cierto gusto y detalles y a los lados había cabañas para mochileros. Finalmente llegamos al bar y restaurante. En ese estilo viajero, todo estaba bastante bien puesto. Todo hecho con las manos, con mucho trabajo y con mucho empeño. Desde allí se veía con dificultad el lejano lago entre miles de ramas y hojas.

“Llevo seis meses viviendo aquí. Colaboro con una comunidad de mujeres de Livingstonia y con este lugar”, nos explica la joven australiana. Entonces hablamos de rutas y tiempos. “Me quedaré un tiempo más aquí y luego volveré a mi país”. ¿Querías retirarte del mundo, vivir esta experiencia?, le digo. Ella sonríe. “Vine, me gustó y me quedé”. Simple.

Luego aparece otra joven. Es norteamericana, de Minnesota. Ella y su hermano son ahora los dueños de este especial lugar. “Mi hermano trabajaba con una ONG en Tanzania y yo vine a visitarlo. Viajamos, conocimos este sitio y decidimos montar algo”, nos cuenta. “Cuando mi madre vino a vernos pensó que estábamos locos”.

Cuando mi madre vino a vernos pensó que estábamos locos

La Mushroom Farm era antes de un australiano al que supongo que se le pasaron las ganas o los años de vivir fuera de todo y decidió venderla ahora a estos chicos. Ellos no lo saben, pero supongo también que les pasará lo mismo a ellos. Es inevitable verlos y recordar a Wolfgang, el viejo alemán del Turkana, que llegó con la misma energía de estos hermanos al fin del mundo y fue justo ese fin del mundo el que le ha engullido por no encontrar escapatoria ni ya lugar en él. Quizá a ellos no les pase pero parece difícil que no les devore un día la rutina, porque rutina es lo que nosotros hacemos aunque nadie más lo haga. Y entonces, en medio de esa maravillosa nada, lo que te queda es la nada y en la nada la rutina es un castigo. Da igual, tiene un enorme mérito tener el valor de irse hasta allí a ganar y perder.

Entonces pregunto por el baño y entro en un espacio de madera, rudimentario, pero hecho con imaginación y gracia. Y cada cosa tiene su lugar y se ve en cada esquina que ellos cuidan el espacio y tiempo para convertir su secreto en algo compartido. El sitio es una filosofía de viajeros jóvenes que probablemente viven la vida con la intensidad, con noches relajadas y locas, en las que juntarse todos junto a una hoguera a sentir el privilegio de no pertenecer al planeta que a lo lejos comienza.

Es de locos ha venido el Jefe de la Policía a pedirme dinero

Y entonces la joven norteamericana nos cuenta que “es de locos ha venido el Jefe de la Policía a pedirme dinero. Hubo en el poblado el robo de una cabra y dicen que uno de nuestros trabajadores comió de ella. Ahora me pide a mí dinero para pagarle la cabra al dueño”, dice ella con asombro. Y Víctor y yo nos miramos y recordamos al viejo Wolfgang y a nosotros mismos y hablamos de eso que nadie que no ha vivido aquí una larga temporada reconoce: “Siempre serán unos blancos y tendrán el estigma de ser blancos y todos aquellos africanos que viven junto a ellos les verán como unos blancos”. ¿Y eso qué significa? “Que siempre les verán como personas ricas de las que poder obtener dinero”. Eso no significa que no haya un inmenso afecto o cercanía, pero en más de cuatro años de vida en esta tierra es algo que aprendí por abrumadora experiencia y con lo que no llegué. Algo que te hace sentirse a veces lejos. “No salgo ahí fuera porque en cuanto pongo un pie en la puerta hay cientos de personas pidiéndome dinero”, que decía el viejo alemán que lleva 33 años viviendo en el Turkana.

Y pagamos la cuenta de nuestra rica comida con guacamole, vino y cerveza. Y dejé una buena propina a la chica norteamericana para ayudar a este bello sueño y ella inmediatamente hizo sonar una campana y le dijo a las dos mujeres locales que ayudaban en la cocina “os han dejado esto”, mientras metía los billetes en una caja. Y a ellas se les iluminó la cara. Y tú entiendes que hay unos valores en estos chicos buenos.

Y tú entiendes que hay unos valores en estos chicos buenos

Y Víctor se encontró con el hermano, que cargaba maderas y herramientas, y le dijo “si fueras mi hijo estaría orgulloso de ti”. Y el tipo lo agradeció con un gesto emocionado y se perdió por aquella montaña a seguir levantando otra cabaña.

Y nos fuimos. Y bajamos aquella montaña eterna con ideas vagas de quién y qué es la Mushroom Farm. No hace falta, parece que es un sitio de jóvenes viajeros que decidieron vivir otra vida, lejos de todo. Y la imagen que se nos viene a los dos mientras bajábamos es un reconocimiento a su valor y una sonrisa.  Al día siguiente, tras dormir junto al lago, cruzamos a Zambia.

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