Menorca: la isla de las pausas

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Me dolió irme de allí. Un lugar donde los chalets se protegen con puertas tradicionales de madera que se salvan de un salto es, sin duda, especial. Fue lo que más me llamó la atención, caminando por Cala Blanca, en mis primeros paseos por la isla. Luego corroboré la impresión, la de esa cierta despreocupación con la que se vive por aquí, en las calles de Ciudadela, donde los vecinos acomodaban las tardes sentados en sillas a las puertas de sus casas, arrimados los más afortunados a un vaso de gin.

Con los días, me di cuenta de que esa sublimación del «xano, xano» (poco a poco, sin prisas) palpitaba en toda Menorca, sobrevolando sus gentes como un ideal de conducta que esparciera las pausas y ahuyentara precipitaciones y sobresaltos. La ME-1, la carretera que vertebra la isla de punta a punta, era un excelente banco de pruebas para imbuirse de esa filosofía sin aristas ni estridencias. Todo pasaba por ella. Cualquier desplazamiento, por pequeño que fuese, terminaba con el coche circulando por la carretera principal de Menorca, la que une Ciudadela con Mahón, la capital.

Un lugar donde los chalets se protegen con puertas tradicionales de madera que se salvan de un salto es, sin duda, especial

Recién llegado, cuesta entender por qué no se ha construido aún una autovía entre sus dos principales ciudades. Pero pasados unos días, entiendes que ese proyecto traicionaría la idiosincrasia de Menorca. Así que allí terminábamos todos, en pacífica caravana locales y turistas (estos fácilmente reconocibles porque la mayoría, poco habituados a los coches de alquiler, suele circular con las luces puestas de buena mañana porque la noche anterior se han olvidado de apagarlas), sin gritos ni bocinazos, con ese cargo de conciencia que daba ir a más de 100 kilómetros por hora, como si estuvieses arrastrando las uñas por una obra de arte.

Con una autovía, Mahón y Ciudadela podrían estar más cerca (física y sentimentalmente) de lo que presumen esos 40 kilómetros que las separan geográficamente, pero seguramente ambas prefieran continuar así -más urbana y administrativa la colonial Mahón; más recoleta y apacible Ciudadela-, como una metáfora de la histórica rivalidad entre la antigua capital y la actual (un antagonismo que arrastra incluso reproches por asedios de corsarios en los que unos no acudieron en auxilio de los otros).

Daba cargo de conciencia ir a más de 100 km por hora, como si estuvieses arrastrando las uñas por una obra de arte

Venía, sobre todo, en busca de calas tranquilas, de atardeceres en los que poder despedirme del sol sin nubarrones en la mirada. Encontré ambas cosas en abundancia. Y muchas otras. Faros a los que había que llegar a pie; calles donde el tiempo se había echado a dormir hace tiempo; un rico y desconocido legado megalítico; bocados de mar con pomada; ensaimadas horneadas en el mismísimo cielo; un estimulante Camí de Cavalls que circunvala toda la isla; parajes desolados que se despeñaban en acantilados abrumadores y, sobre todo, esa pausa que te reconciliaba con la mirada serena de los días desperdiciados.

Conocimos muchas playas y calas, aunque no me atrevería a dar otro consejo que no sea guiarse más por la intuición que por las recomendaciones de otros, porque la percepción de las cosas a menudo es personalísima y, casi siempre, distorsionada por los estados de ánimo. Nos bañamos entre el anillo de rocas, bendecido por la puesta de sol, de Clot da Sa Cera, un rincón idílico y poco concurrido de Cala Blanca; caminamos por el escarpado camí de cavalls de cala Macarella a Macarelleta, una senda bastante aérea que regala unas vistas impagables; disfrutamos de la tranquilidad de las playas de Algaiarens (pese a algunas rocas emboscadas) y de las aguas cristalinas de la inolvidable cala Morell, semivacía por la abundancia de piedras, donde el encuentro geológico de la Tramuntana y el Mitjorn ha dibujado un paisaje de acuarela.

Nos bañamos entre el anillo de rocas, bendecido por la puesta de sol, de Clot da Sa Cera

En el norte de la isla, muy cerca de la bahía de Fornells, paseamos por la orilla de cala Tirant entre un horizonte de dunas y un pacífico oleaje. Descendiendo hasta Mahón, plantamos la toalla en Cala Mesquida, donde los nudistas se confundían con los textiles, de la que salimos huyendo incapaces de domar la bravura del mar, que arrinconaba sin remisión a los bañistas. En apenas media hora encontramos la solución en la playa de Es Grau, en el paraje protegido de S´Albufera, un remanso de tranquilidad rescatado por el silencio y mecido por decenas de barcas amarradas en la ensenada.

Mucho más nos costó poner un pie en Binigaus, junto a Santo Tomás (al sur de Menorca), porque en el aparcamiento público no había un hueco libre y tuvimos que callejear por una urbanización cercana para poder dejar el coche. Luego, la playa (con nudistas intercalados) no era para tanto. Como tampoco la celebérrima cala Turqueta, precedida por 15 minutos de caminata pinar abajo desde el aparcamiento público con ducha de pago.

La cala Turqueta sufre el «síndrome de la Lonely Planet» desde que un mal día alguna guía le colgó el sambenito de «mítica»

La cala Turqueta sufre el «síndrome de la Lonely Planet». Un mal día, en alguna guía le colgaron el sambenito de «mítica» y ha terminado sucumbiendo de éxito. La belleza que sin duda atesora atrae a tanta gente que su tan cacareado encanto se desvanece. Cuando vimos atracar un barco turístico y empezaron a desembarcar decenas de italianos que, en sólo unos minutos, no dejaron un metro cuadrado de arena libre, decidimos irnos. La mítica, lo siento, no puede ser democrática.

A primera hora de la mañana era un buen momento para visitar los faros, esos rincones del mundo donde parece que se ha echado a la civilización a puntapiés. Menorca los conserva y una visita a la isla no está completa sin acercarse a algunos de ellos. Al de Cap d´Artruix llegamos por equivocación en busca de una cala esquiva y en Punta Nati, el extremo más occidental, el último kilómetro de carretera (tan estrecha en algunos tramos que sólo cabía un coche) lo tuvimos que hacer a pie por ese confín pedregoso, agreste e ingrato a la presencia humana.

Cada visita a un faro era un descenso a esos mapas de silencio donde la tierra y el mar se abrazan a solas mientras el viento ruge de envidia

Otro paisaje terminal, el de Cap de Cavalleria, lo disfrutamos después de una memorable paella de marisco en Fornells. Mucho más concurrido que el anterior, el mar de rocas también terminaba, de forma abrupta y feroz, en acantilados abismales donde los visitantes acumulan montones de piedras suspirando por volver algún día. Cada visita a un faro era un descenso a esos mapas de silencio donde la tierra y el mar se abrazan a solas mientras el viento ruge de envidia.

Mi única decepción fue no encontrar el camino que sube al Monte Toro, el más alto de la isla (361 metros), desde la localidad de Mercadal. Muy a mi pesar, tuvimos que coger el coche y, quizá por esa leve amargura, una vez arriba me desilusionó la aglomeración de gente (autobuses incluidos), el remedo del Corcovado que corona su cima y unas horripilantes antenas que no se merece la bella ermita de la Virgen del Toro. Las vistas panorámicas, en todo caso, son un regalo.

Mi única decepción fue no encontrar el camino que sube al Monte Toro, el más alto de la isla

Cuando estaba a punto de morir el día, me gustaba salir al balcón de mi apartamento en Blancala, estratégicamente situado en el oeste de la isla, o bajar a los acantilados de enfrente -pausado ya por la envolvente idiosincrasia de Menorca- a dejarme sorprender por el sol mientras se dejaba engullir por el horizonte de mar. Y con él, todas las apresuradas rutinas que nos abocan a esos otros precipicios donde se despeña el tiempo.

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