En el norte de Suecia, en los límites del Condado de Estocolmo, en el extremo noreste de la municipalidad de Norrtälje (pronunciado “Nortalia”) hay un pueblo con 422 habitantes censados que se llama Herräng. Herräng tiene un puerto, una playa, casas con flores, una escuela, niños rubios, columpios y olor a tarta de canela. Herräng tiene frío extremo en invierno, calor nórdico en verano, días que duran 16 horas en julio y días que duran cuatro horas en Navidad. Hasta aquí no se trata nada más que de un pueblo estándar sueco del norte con sus prados, sus pájaros gordos y su calefacción. Sin embargo este lugar remoto es algo más. Desde hace tres décadas, cinco semanas al año se convierte en Herräng Dance Camp (HDC), el festival del baile Lindy Hop más importante del mundo.
Bailarines de todo el planeta aterrizan en este paraje recóndito
Bailarines de todo el planeta aterrizan en este paraje recóndito cuya atmosfera, distribución espacial y energía mutan hasta la recreación de una burbuja irreal (¿o real?) de música, baile, cansancio, brownies y emociones llevadas a extremo. El imperio de las sensaciones empieza a filtrarse por los entresijos del pueblo una semana antes de que empiece el festival, a finales de junio, cuando los primeros trabajadores llegan a “preparar el Camp”, y sigue flotando hasta una semana después, ya entrado agosto, cuando se marchan los bailarines y queda todo por recoger.
“Preparar el Camp” consiste básicamente en vaciar la escuela, la biblioteca, el restaurante, la guardería y el centro cultural de Herräng, y transformarlos en pistas de baile, salas de reuniones, un cine, una heladería, dos albergues, una cocina y dos cafeterías. Además se instala todo un ejercito de carpas y roulottes que albergan clases, oficinas, una cantina mexicana, una tienda vintage, un taller y un negocio de alquiler de bicicletas. Con la nueva estructura en pie, llena de colores y texturas de los felices años veinte, treinta y cuarenta, la primera semana de julio se abre la compuerta a otra dimensión y empieza el festival.
Al otro lado de la puerta verde
En la dimensión HDC hay clases de baile, bandas de músicos, espectáculos, campeonatos de Lindy, de boogie woogie, de claqué, helados, guerras de pistolas de agua, bicicletas con las que ir a la Marina a ver los barcos mecerse y un piano que alguien toca cuando amanece a las tres de la mañana en el bar. En Herräng hay, por poner algún ejemplo, juguetes, una energía despreocupada, una “fabrica de sueños” y uno de los mejores cafés de Suecia (100% Arabica Gourmet Kaffee).
Un piano que alguien toca cuando amanece a las tres de la mañana en el bar
Hace cuatro años que vengo a este Festival y todavía me asusta, hasta la atracción inevitable, la metamorfosis que padece mi espíritu en estas condiciones. Cuando uno llega, y esto lo percibí muy bien el segundo año que estuve trabajando en el café, trae consigo las preocupaciones de occidente, sus miedos antiguos, los complejos, el estrés pre-vacacional, las ganas de hacerse valer, varias modalidades de ego y una infancia bastante olvidada, marchita, convaleciente y dormida hasta el aburrimiento esencial.
A medida que los días pasan – a veces con las primeras 24h basta – la infancia empieza a removerse en su camastro como si comenzara a emerger de un letargo larguísimo y recordara poco a poco lo que era estar viva y lo divertido que había sido Jugar. Los bailarines que el primer día piden un café y esperan impacientes a que se lo traigan con la prisa del patrón cultural que traen adherido como una masa viscosa y verde, el segundo día llegan más relajados, miran al aire mientras esperan, y el tercer día les importa francamente un bledo que no haya leche sin lactosa, que no haya banana bread sin gluten y a veces hasta que no haya café. Han pasado al otro lado, han puesto a dormir en el camastro al personaje pedorro de la cultura de la prisa en la que viven y han sacado a corretear, a bailar y a andar en bici al niño sabio que todos llevamos en el corazón.
Bailando hasta el amanecer
En Herräng las clases empiezan a las 10h de la mañana y acaban a las 19h. Cada nivel tiene unas tres clases al día, de forma que los bailarines tienen espacio y tiempo para playa, paseos, bocadillos de mozzarella nórdica, ensayos de coreografías o siestas en el césped. A las 21h en uno de los salones principales tiene lugar un meeting con espectáculos, videos y noticias, bastante gracioso y ocurrente, y a las 22h empieza la música.
Todas las noches hay por lo menos una banda en directo, y todo el que quiera puede hartarse de bailar y bailar y bailar. Y entre baile y baile vas al bar y te tomas una cerveza, o unos nachos, o un té, y de pronto ¡Oh! está amaneciendo, son las tres de la madrugada, y la banda ha terminado ya. Pero de repente un tipo se pone a tocar el piano de la entrada y llega uno con un saxo y se lía y la gente se pone a bailar, y la música sigue, y en el Dansbanan un profesor está pinchando un tempo suave y esto no se acaba. Mientras quede un bailarín en alguna parte hay música sonando, ya sean las siete de la mañana o la hora de desayunar.
Mientras quede un bailarín en alguna parte hay música sonando
Ahora son las 15:09 de un sábado y mientras escribo esto escucho una banda tocar en vivo y si miro por la ventana veo a unos transportando el piano, alguna gente llegando con maletas, la italiana que hace los videos filmando a la banda subida a una escalera, las chicas del Chorus Line en la zona de fumadores metidas en una barca y uno de los organizadores rodeado de una nube de unos treinta globos de la fiesta de disfraces de ayer. Todo esto es absolutamente real.
Epifanías matinales
Hace un par de días cuando salí de casa vi que a los pies de la bici había un caracol y una babosa que paseaban amigablemente a esa hora tan temprana. Me quedé un rato observándoles en su lentitud, en mi lentitud, en una combinación rara de lentitud con lo frenético del baile, de carpediem con ese sol tan alto del norte que lanza una luz azulada desde bien rebasado el horizonte.
Sentí la magia de esta pompa de jabón de música y naturaleza, la experimentación de cada momento, de cada minuto de vida. Comprendí, en un volantazo epifánico genial, que la Vida va de eso, de estar vivo en cada instante, de, como los niños y los caracoles, ir despacio sin correr a ninguna parte siguiendo el tempo que marca la música, sin anticipar ni esperar, sin desmarcarse ni destacar, entrar en el flujo, sencillamente, y luego echarse a volar.