Chitambo: polvo y hojas secas cubren el corazón de Livingstone

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)
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A las cinco de la mañana Esau estaba esperándome en el Mukambi Lodge. Comenzamos entonces la larga ruta que nos llevaba a la tumba de Livingstone, en Chitambo (en realidad cuando el explorador escocés murió la localidad cercana se llamaba Chitambo, pero hoy en día la villa más cercana a su tumba es Chipundu).

La carretera, con la salida del sol, se convirtió en una explosión de vida. Es el primer día de colegio en Zambia y observo niños que recorren solos o en grupo las veredas del camino con sus carteras colgando y, algunos, con sus uniformes de estilo inglés (es curioso como en muchos países en vías de desarrollo los niños acuden a clase como si lo hicieran en el centro de la city londinense). ¿Tienen que andar mucho?, pregunto a Esau. “Se intenta, en las zonas pobladas, que haya una escuela cada dos kilómetros, pero en ocasiones son hasta cinco y seis km”. Veo renacuajos perdidos en medio del camino, cuando aún no es casi de día, salir de humildes aldeas construidas de arcilla y madera seca.

A la vez, ante mis ojos, comienzan a sucederse los mercadillos imposibles; las bicicletas cargadas hasta con tres personas; el humo de los primeros fuegos

A la vez, ante mis ojos, comienzan a sucederse los mercadillos imposibles; las bicicletas cargadas hasta con tres personas; el humo de los primeros fuegos (es descomunal la cantidad de incendios que he visto en 16 días; las laderas de la carretera son una constante mancha negra) y los atascos de la llegada a Lusaka (siempre Lusaka). Desde la capital cogimos camino por la T-2 hacia el norte. Las conversaciones con Esau fueron simpáticas y no carentes de dificultades. ¿Tienes familia?, me dice “Sí, en España”. ¿Cuántos hijos? “No tengo hijos”, le digo. “Entonces no tienes familia. Debes casarte y tener hijos, es muy importante. ¿Quién te va a cuidar cuando seas mayor?”, me replica. Él tenía diez hijos y 16 nietos hasta el momento. Me hizo dudar. “Cuando vuelvo a casa y reúno a mi familia me doy cuenta de que he hecho en la vida algo importante”, concluye.

Mientras, el viaje comenzaba a hacerse duro. Hacía mucho calor y el aire acondicionado funcionaba al ritmo que a Esau le parecía bien bajar las ventanillas. Pasamos la ciudad de Kabwe y Kapiri Mphosi, donde vi la estación de tren en que debía haber entrado para ir hasta Dar es Salaam. “Igual debía haberlo cogido”, pensé. Típica duda de los viajes en los lugares donde se tuercen los caminos. Había que optar y mi feeling me decía que era el momento de volver por dos semanas a Cape Town. No sé, ese tren u otro similar aparecerá en mi camino en otra ocasión.

Tras más de nueve horas de viaje, y con sólo tres pequeñas samosas en el estómago, dejamos a la izquierda el Kasanka National Park y vemos un pequeño cartel que indica que a la derecha está el Livingstone Memorial. Un pequeño sendero de arena con algunos baches en el que cabría esperar que sólo aguarda el polvo y el olvido, pero no la tumba del explorador más famoso de África. El sendero es estrecho y a los lados, en los más de 30 kilómetros que hay desde el desvío, vamos dejando pequeñas aldeas donde los niños corren con extenuación para saludarnos. “!Mzungu, mzungu! (hombre blanco)”, gritan mientras mueven las manos y sonríen con todo su cuerpo. Oyen el coche a lo lejos y se tiran en masa a la carretera.

Un pequeño sendero de arena con algunos baches en el que cabría esperar que sólo aguarda el polvo y el olvido, pero no la tumba del explorador más famoso de África

Vemos también la bici que ostenta hasta ahora el récord de carga: llevaba un sofá de dos plazas, grande, que le dejaba al hombre dar dos pedaladas y pararse a empujar (¿cuánto tiempo llevaría ese tipo cargando el sofá?).  Todo en ese sendero tiene un punto literario, no cuesta imaginar la llegada aquí de Livingstone. Las copas de los árboles se pliegan a lo alto entorpeciendo el paso del sol; pequeños riachuelos se sortean sobre tablas de madera endebles; los hombres se sientan bajo las sombras a comprobar que los días se consumen y, como siempre, otros andan durante horas sin ningún destino. Al final de aquel maravilloso y desconcertante camino, vemos un cartel enorme que anuncia una escuela y una pequeña indicación, a la izquierda, que señala la tumba de Livingstone.

Allí estaba. Parecía increíble que el corazón de este explorador esté en un lugar tan desolado. El sendero que lleva al monolito está cubierto por sombras. No hay nadie, ni una sola persona. El camino hace como una cruz. En el lado derecho del tablero hay una pequeña placa que recuerda que es ese lugar exacto murió Livingstone. En el izquierdo, dos baños muy sucios cuyo retrete es un agujero en el suelo. De frente, un monolito, sin tampoco grandes pretensiones, que ha sustituido al árbol donde en realidad se enterró el corazón del misionero y explorador (el verdadero se ha llevado a Escocia).  Y sin embargo, para mi, el lugar estaba cargado de magia. Decidí sentarme, encender un cigarro y contemplar aquel extraño espacio (sabía que Chitambo era un lugar perdido, pero no me lo imaginaba cubierto de polvo y hojas secas). Es curioso, no sé la razón, pero no soy capaz de sacar buenas fotos. En realidad, supongo que no me apetece dejar de sentir Chitambo con mis propios ojos.

Decidí sentarme, encender un cigarro y contemplar aquel extraño espacio (sabía que Chitambo era un lugar perdido, pero no me lo imaginaba cubierto de polvo y hojas secas)

Entonces apareció Bárbara, una guía, que se empeña en enseñarme el lugar. La acompaño, me enseña la zona, incluido la casa-palacio del jefe tribal que ayudó a Livingstone en sus últimas horas (ahora está derruida). Me señala con orgullo una placa que recuerda a Chuma y Susi, los dos ayudantes negros de Livingstone que sacaron su corazón y vísceras para enterrarlo allí y embalsamaron su cuerpo y lo transportaron a pie hasta la costa de Tanzania, más de 1500 km, para que descansara en su Escocia natal. En realidad, ambos hicieron una epopeya a la altura de su afamado jefe.

Yo, por mi parte, le señalo con orgullo una curiosidad: en el monolito hay una única placa de un país extranjero, y es española. Es del ayuntamiento de Barcelona, del año 1973, en el primer centenario de la muerte de Livingstone. Le pido quedarme otra vez un poco solo, necesito saborear la sensación del triunfo del viaje. Quería llegar hasta Chitambo y aquí estoy, en un lugar cargado de simbolismo para los amantes de los viajes y la historia. Soy realmente feliz.

Barbara me pide ayuda. Se queja de que “el Gobierno no hace nada por nosotros, todo se lo dan a la ciudad de Livingstone (en Cataratas Victoria, la más turística del país). Ayúdenos escribiendo sobre ello. Sólo necesitamos construir un pequeño hotel y una pequeña casa donde tener algunos libros y explicar la vida de él. Deberíamos sentirnos orgullosos de tener esto aquí y lo tenemos abandonado”. “Haré lo que pueda, te lo prometo”, le contesto. “Mándeme información”, me dice. “Dame tu email (momento bobo del día)”. “No tengo señor, pero le escribo una dirección de correo donde puede mandarme cosas (es la dirección del hotel del parque nacional de Kasanka). Tenga cuidado, a veces me mandan dinero y sólo me llegan 1000 kwachas. ¿Se lo puede creer?”, me dice. Me saca un libro donde se recogen las visitas. Hace seis días que no firmaba nadie.

Por último, mientras yo andaba merodeando por la zona, vuelve Barbara y me dice que su cuñado está muy enfermo y que si le podemos llevar al hospital de Serenje. “No hay autobuses y llegar hasta allí cuesta mucho”. “Claro, pregúntale a Esau que es el conductor”, respondo. “Él dice que usted manda”. “Entonces tu cuñado se viene con nosotros”. La hermana, que también viene comienza a hacerme mil reverencias, mientras el tipo, que no puede ni hablar y tiene la piel amarilla, consigue sentarse en los asientos. Les dejamos, 90 minutos después, junto al hospital
Aquella noche dormimos en el Mapontela Inn, en Serenje, sin poder quitarme una estúpida sonrisa de la boca. A la mañana siguiente, en la larga vuelta a Lusaka, viví toda una experiencia zambiana con Esau que aprovechó para comprar judías de Serenje y yo para disfrutar de su africano mercado. En el camino paró a comprar patatas dulces y varias sacas de carbón para la chimenea (patatas, 25 kilos y la especie de carbón, 75). “Lusaka es m uy cara”, me explicaba. Fue fascinante la vuelta, cada parada, cada vez que intentabas comprender lo, a veces, incomprensible.

Después dormí en Lusaka por última vez, para regresar a mi «casa» por dos semanas, antes de ir a Tanzania y Uganda: Cape Town. Zambia ha sido, sin duda, lo mejor y lo peor de mi viaje por estas tierras. No olvidaré nunca este lugar en el que, al final,  me encontré con Livingstone.

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