7.200 kilómetros después, las Cataratas Victoria. El estruendo del agua se escucha de lejos, como un aviso de que aquel lugar se cinceló sólo para algunos elegidos. El humo que levanta el agua hace cercano el horizonte. Una capa de espesa vegetación impide que tropiecen los ojos hasta que se encuentra la estatua del primer europeo que pisó estas tierras: David Livingstone enseña el camino hacia el agua salvaje. Una caída de más de cien metros de un río que parece resbalar desde el cielo. Un arcoiris se divisa a lo lejos. Delante, una brecha se abre en la tierra y allí se deshace el Zambeze, entre rocas, luces y sombras. Por fin piso las Cataratas Victoria, una deuda saldada con el tiempo. Estoy en el lado de Zimbaue, luego las veré desde el lado de Zambia, donde las sobrevolaré en helicóptero.
Antes, pasé dos días en Chobe, un parque nacional de Botsuana exuberante en vegetación y animales. En el paseo en barca por el río vi manadas de elefantes cruzando el agua; hipopótamos acumulados sobre la arena; cocodrilos esperando el tiempo; cigüeñas negras sujetas al viento… Pero lo mejor de Chobe no fue su naturaleza en acuarela, sino mi encuentro con Curro y Luis, que cerraban sus negocios con el gobernador de Casane, un negro con gorra de béisbol que bebía whisky a granel y estaba más preocupado en conseguir a dos chicas que se sentaban ceca que en seguir escuchando a la pareja de latinos (están construyéndole un nuevo Lodge en medio de la selva de Botsuana). El primero es un español, cuarentón y bonachón, que da tumbos por el mundo, sin saber inglés, buscando emociones; Luis, sin embargo, es un argentino que se perdió por África hace 18 años sin saber el camino de vuelta. Tan generoso como impulsivo; tan loco como capaz de mantenerse en el alambre. Su sombrero de cowboy, su noche de excesos, su constante apuesta por perder ganando. Todo en él era locura. Curro me decía, en un bar perdido de un camping de Casane que encontramos abierto, que es un gran tipo. “Sólo le he visto pegarse tres veces en los últimos nueve meses. Una pegó a un policía y otra al hermano del presidente de Botsuana”. Cuando el tipo vio mi cara me puntualizó: “No, pero se lo tenían merecido”.
Luego, ya bastante tarde, tras intentar el dúo hacerse a unas australianas que flirteaban con unos ingleses decidieron salir a lamerse heridas y fumarse la vida. Apareció entonces un coche de Policía. Luis lo llama y le pide que detengan al rubito que le había jodido el plan femenino. Con un descaro que, según me explicaba, es la única forma de sobrevivir en África. El policía se reía y le decía que no había hecho nada para arrestarle, lo que provocó que nuestro cowboy de la pampa le invitara a marcharse. Eso sí, antes les dio a la pareja de polis dos litros de Sprite. “Siempre llevamos refrescos que va regalando a todos los polis. Luego no tiene problemas”, me decía Curro.
Me invitaron a irme con ellos a Mozambique, me ofrecieron teléfonos de amigos, me pagaron las bebidas. Después, ya a las tantas, decidí retirarme cuando me encontré con Inis, el ayudante de cocina del camión que se volvía para el hotel. Otra noche en la que apenas dormí.
A la mañana siguiente entramos en Zimbaue y llegamos a las míticas Cataratas. Es cierto que prometí hacerme una foto tomándome una cerveza aquí, pero el problema es que no venden en el Parque (para denunciarlos). Luego, por la noche, acabamos en un backpackers hotel y bar de copas, Shoe Springs, donde me despedí de Dion e Inis. Dos grandes tipos que, en lo personal, han sido para mi lo mejor del viaje (faltaría el cocinero Albert, que se fue el día antes para arreglar papeles).
Zimbaue es un caos del que me arrepiento haberme marchado tan pronto. La gente vende sus antiguos billetes, ya en desuso, como souvenirs a los turistas. Los hay hasta de tres trillones. La inflacción llegó a tal punto que los billetes se fabricaban cada semana. Imaginar entrar en una panadería y pagar con un billete de dos mil millones la barra. Ahora usan el dólar, una ironía supongo para el egocéntrico presidente Robert Mugabe, tan interesado en independizarse del mundo y enseñar el orgullo africano y acaba usando la moneda del imperio. Tampoco hay monedas, sólo algunos rands sudafricanos, por lo que en las tiendas se practica el redondeo. Si cuesta 2,50 dólares hay que coger algo que cueste 50 céntimos o perder el cambio. Por las calles los chicos piden champú, convertido en artículo de lujo, y llegan a esperar en las puertas de los hoteles a que los turistas cumplan su promesa de regalarles espuma para el pelo. Lo dicho, una pena no quedarme más aquí, pero tengo dos reportajes que hacer en Zambia.
Terminan así 25 días de un viaje que no es fácil: 7.200 kilómetros, muchas horas de camión y muchas noches durmiendo en tienda de campaña. La ruta está calculada al milímetro y cada parada tenía algo especial esperando. El grupo ha funcionado como el Real Madrid, mucho galáctico pero sin juego en equipo. Una pena que con la cantidad de buenas personas que iban en el camión el ambiente haya estado tan enrarecido. Para mi termina la colección de paisajes inolvidables y vuelvo a la sensación de ruta. Paso a Zambia, otra vez solo, y sin un plan preconcebido. Necesito volver a sentir que me sorprendo en el camino, que conozco gente, que la vida loca se desarrolla a escasos centímetros de mis tobillos. La ruta Kananga, eso sí, no la olvidare por la cantidad de veces que me golpeé los ojos con el paisaje. La África de los documentales durante 25 días llegó a su fin. Uno de los mejores viajes que haré en mi vida, en futuro.
Ruta Kananga: www.kananga.com
Teléfono: 93 268 77 95
(Organizan viajes por toda África)