Verano montevideano campo de ciudad
Montevideo en verano es una ciudad tan plana como un campo debajo de un cielo celeste. Es la soledad estival del entorno rural llevada a las calles de cemento, en cuyas tardes letárgicas canturrean los pájaros, toman mate los grupos de amigos apostados en las veredas y caminan, con bastante parsimonia y sosiego, los perros, algunos gatos y unos pájaros patilargos que no he conseguido saber cómo se llaman aún.
Las copas de algunos árboles, de un verde espeso e insultante, tiran su sombra, el sonido del viento enredándose en sus pelos y sus colores contra las aceras, contra los semáforos y contra algunas paredes o puertas frente a las cuales, con suerte, duerme un perro acalorado o alguien aparcó un auto verde o azul. Ahí tenemos un escenario impresionista o un plano de una película lenta y prometedora, barata, de serie B. La oferta de texturas, con una carga sensorial sobresaliente para tratarse solamente de una estampa urbana de miércoles por la tarde, anima al caminante a detenerse y a poner en marcha los mecanismos de observación tradicionales y tirarse, como las siestas de los perros, al ejercicio sencillo de dejarse llevar.
“No es tan sencillo dejarse llevar”, me dirán algunos detractores protestoncillos y estresados. Cierto, diré, no es tan fácil, ni yo misma sé, pero esos cruces de calles con los adoquines rezagados invitan a la entrega y al baile vital, a dejar al espíritu viajar, con los ojos cerrados.
“No es tan sencillo dejarse llevar”, me dirán algunos detractores protestoncillos y estresados
“Hala, qué exagerada, cualquiera diría que está hablando de las praderas asiáticas, de los campos del Serengueti… ¡Si es solo Montevideo!”, me dirán los uruguayos, que siempre protestan de su propio país. Y, sí, ahí está el asunto. Es solo Montevideo. Ahí está el hechizo de esta ciudad, que no creo que sea excepcionalmente vistosa ni mágica ni que sobresalga entre los rankings de ciudades por nada particularmente peculiar, pero por eso tiene campo, por eso, entre las baldosas que conspiran contra los tobillos del paseante, pasa una brisa con calma de acera que se parece mucho, en su trama semántica, al viento pastoso de la siesta rural.
El rio Pando, las playas de Rocha, los cerros azules de Cerros Azules tienen aroma a naturaleza y a hoja fresca puro. Es fácil. Una vez en el Uruguay Natural uno pasa directamente a la dimensión de la belleza tranquila y a las densidades armónicas del antes castellano y ya está, tout de suite, el plano de lo auténtico listo para disfrutar, con sus sentires de los veranos en bicicleta sin frenos. Pero en la urbe no es tan sencillo, es otra cosa, todavía no hay un salto que dar, no hay frontera, todavía hay texto y botella de plástico vacía, jóvenes sin un peso para ir a la playa del Pinar que tocan la guitarra en la calle desierta y familias boludeando, abuelos tomando mate, vecinas haciéndose trenzas y niños, enfrente de la casa, jugando en la calle con las puertas abiertas en plena ciudad.
No hay pureza, hay mezclas de tramas puras e impuras, de música y autobús, de cemento con rama de árbol arrancada por la tormenta, de caca de perro con cielo color azul. Suenan las ruedas en el asfalto y una nube de mate llena una plomada de humo gris, un poco de nostalgia, perecedera, deja paso a la alegría nocturna de las cervezas con manis en la Rambla y los amigos estivales, las manos que se tocan y los sentidos despiertos flotan en los anocheceres en este país de blues.