Caminos a contratiempo

Ésta podría ser la lectura de una jornada donde el imprevisto se convirtió en mi mejor compañera de viaje, un patinazo que tonifica, reequilibra y nos hace reconsiderar nuestro lugar dentro del gran esquema de las cosas.

 

Son prodigios del camino. Sucesos que despiertan con el rostro de la desventura situando a la adversidad en nuestro camino, convirtiendo al azar del viaje en una eventualidad memorable. Ésta podría ser la lectura de una jornada donde el imprevisto se convirtió en mi mejor compañera de viaje, un patinazo que tonifica, reequilibra y nos hace reconsiderar nuestro lugar dentro del gran esquema de las cosas.

 

En el género de la contrariedad, el prólogo de la historia comienza con la campechanía de un sendero sencillo, sin ningún percance en la lejanía. Así es como me desperté una mañana en el cautivador pueblo de Müang Ngòi Nüa, situado en el noroeste de Laos. Un pequeño poblado inversamente proporcional a su belleza donde el único medio de transporte factible para llegar hasta aquí son las barcazas que salen del embarcadero de Müang Ngòi y remontan río arriba el encantador Nam U. Una escena retratada por el relieve de origen cárstico de un territorio cubierto y erizado de montes, una naturaleza que compite con los arrozales que conforman el escenario de los alrededores.

Sucesos que despiertan con el rostro de la desventura situando a la adversidad en nuestro camino, convirtiendo al azar del viaje en una eventualidad memorable.

Recupero las notas de los días que preceden, aquellos que, en algún rincón de la improvisada hoja, custodian la información interesada. “Poblados lao y khmu de Ban Na, Ban Huai Bò y Ban Huai Sèn. Llegar caminando es una experiencia muy recomendable”, releo no sin dificultades unas líneas tomadas desde la urgencia de lo inmediato. Términos como “tranquilidad”, “armonía” y “belleza del paisaje”, se repiten cuando recopilo las indicaciones de otros viajeros cruzados. Parece un buen plan, murmuro mientras me preparo.

 

Recorro a pie los maltrechos caminos acompañada por esa armonía y perfección del paisaje que inspira admiración y deleite. Todavía no he alcanzado las horas centrales del día y, sin embargo, tengo la impresión de que el sol se encuentra en su punto más alto sobre el horizonte. El despiste vuelve a interrumpirme cuando descubro que apenas me queda agua. Sedienta, busco hidratarme en el pequeño arroyo que baja tímido y escaso del escarpado desfiladero. Es entonces cuando diviso el curso del río Nam U, unos metros hacia abajo. La vista es asombrosa.

Lo que parecía ser una arena mullida por la franja de tierra más inmediata al agua del río, resultó ser un barrizal con aires de arenas movedizas. 

En la quietud de sus aguas pocos profundas de aquel tramo decidí darme una refrescante zambullida. Sin un camino definido por el que descender, me resbalé tantas veces como fue posible. Hastiada por las fastidiosas irregularidades del descenso, opté por el que parecía el acceso más fácil. Y es que, en ocasiones, la distancia confunde la realidad. Pues lo que parecía ser una arena mullida por la franja de tierra más inmediata al agua del río, resultó ser un barrizal con aires de arenas movedizas. Una cuestión que inmediatamente comprobé al no poder salir de aquella viscosa arcilla. La situación empeoró rápidamente al tratar de sacar un pie, unos movimientos que sólo consiguieron que me hundiera más. Las rodillas ya estaban sumergidas cuando, con cierto grado de asalto por no saber cómo salir de allí, empecé a angustiarme.

 

Los intentos frustrados pronto dieron paso a las maneras del silencio. Sin saber qué hacer, permanecí sujeta a la inmovilidad, única certeza que, al menos, me concedería una prórroga. Una suspensión temporal de lo inevitable. El bochorno de un sol en vertical aumentaba la dificultad, una dura prueba que no hacía más que alimentar mi angustia.

Sin saber qué hacer, permanecí sujeta a la inmovilidad, única certeza que, al menos, me concedería una prórroga

Y, de nuevo, sentí que el suelo cedía ante mis pies. Con las piernas inmovilizadas, recordé aquellos libros de aventuras de escenarios en parajes pantanosos, donde el protagonista pisa un terreno en apariencia firme y comienza a hundirse rápidamente, engullido y devorado por las fauces de una tierra movediza. Una imagen de la maleta de mi memoria que poco o nada mejoraba mi ánimo. Confundida e irritada por la torpeza de lo ocurrido, comencé a maldecir el momento, minutos antes, en el que había decidido moderar el calor con un chapuzón.

 

A la altura de mi nariz aparecía el retrato que tantas veces me habían comentado al referirse a la belleza de estos lares: formidables montículos de una elevación que exigía el movimiento ascendente de los músculos del cuello, mientras hacía un repaso a una tonalidad de verde frondoso. Un plano resquebrajado por una extensa grieta, arteria conductora de unas aguas que reposan en sosegada calma. Esas mismas que, bajo los efectos de su magnetismo, habían detenido el curso de mi camino.

Con un horizonte ya cansado de esperar, retomé el asunto de etiqueta memorable en el que me encontraba

Con un horizonte ya cansado de esperar, retomé el asunto de etiqueta memorable en el que me encontraba. La tentativa de volver a moverme desaparecía al sentir que el barro ganaba terreno y se acercaba así a la altura de mis caderas. Cuando la impotencia parecía ganarle el pulso a la esperanza, me desprendí del abrigo de la tensión del suspense al ver, a unos quince metros, a cuatro niños de no más de diez años que corrían de un lado a otro mientras se rebozaban con cierto alborozo por pura diversión. Vociferé (aliviada) tanto como pude, acompañándolo de los gestos necesarios que llamaran la atención. Con cautela, pues la sacudida de mi cuerpo podía costarme algún centímetro más.

 

Bastaron pocos minutos para que acudieran en mi ayuda. Sin ningún adulto a la vista, empecé a dudar del auxilio que me podían proporcionar unos niños a los que les doblaba el peso y casi triplicaba la edad. Con un laosiano de dudosa pronunciación y ayudada, sobre todo, por la expresividad de mis gestos, logramos (o eso creí) entendernos al comprobar inmediatamente como éstos, colocados en cadena, tiraban con fuerza de mis manos. Tras un par de esforzados intentos conseguí salir de aquellas arenas movedizas que me habían atrapado por el descuido de la ignorancia, durante un dilatado y espeso tiempo de algo más de una hora. Con un agradecimiento al servicio de la llamada del juego, aquellas criaturas de atrevida valentía continuaron chapoteando volviendo así a su estado natural infantil.

 

Tras un par de esforzados intentos conseguí salir de aquellas arenas movedizas.

Algo incrédula por lo sucedido, me zambullí (ahora sí) en las aguas del río Nam U mientras me desprendía de la sustancia viscosa que me había embarrado tres cuartas partes de mi cuerpo. La generosidad de aquellas gentes de corta edad no había hecho más que ampliar la nobleza que irradiaba la atmósfera de aquel lugar. Un lugar portador de esa armonía, esa tranquilidad y esa belleza del paraje que otros, para dicha del viajero, tuvieron la oportunidad de disfrutar y, más que eso, respetar.

 

 

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