Santa Sofía y la Mezquita Azul iniciaban desde sus minaretes una conversación con Dios cuando atravesábamos su gran plaza en la que conviven Estambul y Constantinopla en perfecta armonía. Atrás habíamos dejado el Palacio Topkapi y algo más atrás las aguas del Bósforo envueltas en una coreografía de pájaros y barcos perdidos en la niebla. Creo que era el año 1453, pero un hombre que vendía unas pastas de gelatina y azúcar glaseada en la calle Yeniceriler insistía en que era febrero de 2014. El invierno mediterráneo languidecía soltando las últimas bofetadas de frío.
En Estambul nos quedamos tres noches pensando que arreglaríamos nuestros visados para Sudán. Grandes tiempos aquellos en los que creíamos que nuestro único problema era atravesar un país de nuestra ruta al sur del sur. Las fronteras y rutas terrestres en esta esquina del mundo son problemas de papeles y desconfianzas, de aperturas y cierres y de barcos que nadie sabe si salen, llegan o desaparecen. La cosa es que en el Consulado de Sudán nos dijeron que no nos hacían el visado y mientras esperábamos aquel “No” nos dedicamos a visitar esta inmensa urbe en la que ya había estado unos años atrás.
las parejas estaban obligadas a mentirse y jurarse que lo suyo sí es eterno
Nos alojamos en un bonito y pequeño hotel, Megara Palace, pegados a todo lo que hay que ver y desde cuya terraza-restaurante con chimenea de la azotea las parejas estaban obligadas a mentirse y jurarse que lo suyo sí es eterno.
Decidimos pues colocarnos el traje de faena de turista que requería el entorno y dejarnos engañar en los numerosos restaurantes en los que hablan 60 idiomas, pasear por el Gran Bazar y sus tiendas aledañas donde se falsifican hasta los tickets de compra, cenar en el Puente Galata donde los pescadores lanzan sus anzuelos al Bósforo en busca de extranjeros, descansar en los cafés donde te colocan una taza, seis pasteles y tres cuentas y pagar por espectáculos en los que ellas danzan y tu ensanchas el vientre. Éramos unos felices turistas, como lo eres siempre que sales de casa, pero con carnet.
Luego, de Estambul nos llevamos la imagen de aquella anciana que tras una enrejada ventana en la calle en cuesta que llevaba a nuestro hotel pedía a Vítor, a cualquier hora que pasara, un cigarro con ansia. Él siempre se lo daba y ella esperaba a que volviera a pasar para pedirle otro. No había horarios hasta una tarde en la que ella se despistó o se fue y nosotros hasta echamos de menos su mano saliendo tras un cristal.
Él siempre se lo daba y ella esperaba a que volviera a pasar para pedirle otro
Tras Estambul emprendimos la muy complicada búsqueda de un barco que nos llevara a Egipto. Nuestra primera parada fue Esmirna o Izmir en turco. Una ciudad de casi cuatro millones de habitantes en la que se agolpaban los restaurantes de moda, los bares de copas, las tiendas de todo y para todos. Moderna, divertida, descarada. Si a uno le cierran los ojos podría decir que aquella urbe era Mallorca o el Algarve. Allí cenamos en un restaurante en el que el dueño se dedicaba a cantar a grito pelado canciones a sus clientes. Así, sin que nos constara que alguien le debía alguna ronda.
Esmirna, como nos ha pasado a lo largo y ancho de este país que hemos recorrido de oeste a este, desmonta cualquier imagen que se tenga de Turquía o al menos que yo tenía. Viajar es conocer y este es un país moderno, abierto y pujante en sus grandes ciudades, donde el islamismo es sólo una opción; y un pueblo más religioso pero trabajador y avanzado en sus zonas rurales. Todo el campo está plantado, hasta en sus esquinas más remotas, y los invernaderos florecen por toda la costa por millares. No se ve una pobreza, se ve la unión de dos mundos muy distintos, el occidental y oriental, que aún se toleran con desgana pero sin mirarse, da la sensación. En ocasiones uno pasa por ciudades que parecen partidas en dos verdades.
Hierápolis se convirtió en una ciudad vacacional para los hombres poderosos del poderoso imperio romano
Tras Esmirna nos fuimos a Pamukkale, que significa “castillo de algodón” en turco. Pamukkale es impresionante. Dejamos el coche y comenzamos los tres a andar por los restos de la ciudad de Hierápolis, una ciudad helenística que mandó construir Eumenes II, rey de Pérgamo, en el año 180 a. C. Un terremoto acabó con toda la obra de influencia griega 200 años después y se reconstruyó ya como una inmensa urbe romana. Hierápolis se convirtió en una ciudad vacacional para los hombres poderosos del poderoso imperio romano y luego bizantino. Un terremoto la destruyó casi completamente en 1354.
Sin embargo, los restos de la ciudad, con su inmensa necrópolis que conserva aún buena parte de las tumbas y su espectacular teatro, son reflejo de aquella Roma que pende de algún lugar de nuestra invisible memoria. Luego, nuestros pasos fueron hacía una cascada blanca llena de pozas, que toda esa ciudad tenía un sentido allí, las cercanas termas de Pamukkale.
Y las termas son un cuento, otra mentira más de este viaje, un imposible, una absoluta belleza. El llamado como castillo blanco tiene 2700 metros de longitud y 600 de altura. Los distintos terremotos han creado allí un flujo de aguas termales, especialmente contiene creta, que cae por una montaña mineral de mármol que se ha ido secando a lo largo de los siglos y ha cincelado esta enorme bañera blanca llena de terrazas. Al llegar te quitas los zapatos y comienzas a descender por sus piscinas, con tus pies pisando agua caliente y aire solidificado en extrañas formas sujetas por estalactitas. Ahí pasamos dos horas y hubiera pasados dos vidas. En pocos lugares he visto tan juntas una maravillosa obra natural y una maravillosa obra humana.
Las termas son un cuento, otra mentira más de este viaje, un imposible, una absoluta belleza
De Pamukkale descendimos hasta Antalya, otra ciudad moderna y vibrante de costa donde hay un puerto coronado por un castillo viejo que conforma otra postal en la que sobresalen veleros para turistas y cafés con encanto. Tampoco allí sabían nada de nuestro barco y nos indicaron que bajáramos hasta Analya.
Y en Analya volvimos a encontrar otra gran ciudad, en la que las nuevas construcciones y grandes hoteles se agolpan en hilera por toda la costa, como no vi en ningún lugar del planeta, y otra vez en su precioso puerto nos indicaron que allí no había ferry, que bajáramos otros 200 kilómetros. Y en cada encuentro dejas mucha energía porque nadie habla inglés y los que lo hablan comprendes que te dan indicaciones de oídas, que nadie sabe verdaderamente lo que dice, que realmente nadie te entiende.
Pero decidimos bajar hasta Tasucu, donde ya de noche encontramos en el puerto un tipo que me habló de otro tipo y este me señaló una oficina de transportes. Entré y pregunté a un tipo que hablaba seis palabras en inglés y 100 en turco. Escribiendo en una hoja parecía que entendió que queríamos ir a Chipre y de allí a Egipto. Nos vendió tres tickets en un ferry que salía dos días después donde podíamos meter el coche y tras ocho horas de navegación llegar a la isla greco-turca. Luego, por señas, contestaba que en Chipre hay un barco para Egipto, pero francamente creo que ya entonces supe que no sabía lo que decía aunque Vítor me insistía en que sí.
En Chipre no nos esperaba nada, no hay barco para Egipto
Pero uno intenta creer cuando no tiene nada mejor a lo que aferrarse, así que el domingo volvimos desde la ciudad de Mersin a Tasucu, llegamos al puerto y encontramos al subdirector que hablaba perfectamente inglés y que nos confirmó que en Chipre no nos esperaba nada, que no hay barco para Egipto.
El mundo se nos vino algo encima. Había palabras, pero había silencio. Parecía no haber salida para este laberinto. Pero queremos avanzar, seguir, vamos a demostrar que se puede llegar y entonces empezamos a hablar de ir por Iraq, por Siria, de convertirnos en cometas… Y entonces decidimos subirnos al coche y continuar nuestro camino…El que tropieza y no cae avanza dos pasos y nosostros, al fin y al cabo, sólo necesitamos poner neustras ruedas en África, allí, al otro lado del mar.