Jane me contó, mientras iba sacando café, papayas, tostadas, mantequilla, mangos y yo la iba siguiendo plátano en mano, que, más allá de fales y playas, de mercadillos ambulantes y de palmeras que rozan el mar, en Savaii había “un milagro”-.
– What?
– A miraquel
– ¿Miraquel?
Y me explicó, mostrándome postales y mapas de tiempos lejanos, que hace muchos años en la isla había hecho erupción un volcán, terrible, abrasador, y que toda la parte norte había quedado arrasada por lenguas de lava que avanzaron sin piedad incendiando aldeas, campos y casas a su paso. Su avance fue definitivo y, aun hoy, un siglo después, muchas de esas tierras no han vuelto a florecer.
– No quedaron ni las tumbas – me explicó muy solemne mientras empezaba a freír en aceite de coco unas bolas con patata, tubérculos locales, mucho colesterol y mucha calma.
– Yes yes – comentó dando vueltas al aceite.
– This is terribol – dije yo.
– Bat… -, y aquí viene lo bueno, me contó que las coladas de lava, las bombas que volaban por el aire, la impiedad de esas masas de tierra ardiente que conquistaban tierra sin misericordia incendiando todo a su paso llegaron a una iglesia blanca, una construcción de armazón débil y de devoción fuerte, y desviaron su trayectoria. A pesar de que el tejado se derrumbó a su paso, las paredes y la estructura del edificio fueron respetadas por el volcán hambriento y siguen en pie a día de hoy.
– What!!
– Ahhhh, yes, lady, yes
– Pero… ¿la lava esquivó la iglesia??
– Sí, sí – dijo revolviendo las bolas en el aceite – volcano respected the church
Las paredes y la estructura del edificio fueron respetadas por el volcán hambriento y siguen en pie a día de hoy.
En aquella ocasión no fui a verla. No tenía coche, viajaba en unos autobuses samoanos con una parsimonia vital tan impredecible como las nubes que, de repente, se partían en pedazos y rompían a llover. Pero al mes siguiente vinieron Andrea y Tito a verme y, apenas les había abrazado feliz de recibir visitas en tan remota tierra, les dije:
– Chicos, tenemos que ir a ver un milagro.
Escépticos como buenos geólogos y alegres de tener planes a la vista, aceptaron más por el componente volcánico que por el divino y en pocos días nos fuimos a Savaii con nuestro coche alquilado.
Como pasa en estas ocasiones en que la amistad y la buena onda tocan con su varita mágica los acontecimientos, me acuerdo más de los bocatas de Andrea y de la parsimonia de Tito que de la iglesia, pero recuerdo que fuimos, que la lava, en efecto, había esquivado parte de la estructura y que lo más interesante eran los amagos de vida vegetal que habían aflorado entre las grietas del magma petrificado.
Recuerdo que hablamos de piroclastos hasta aburrirnos, nos hicimos fotos en el milagro y acabamos regresando unos días a lo de Jane, donde paseábamos por la arena y buscábamos gasterópodos minúsculos y corales para Tito, que hacía una tesis en corales rugosos del Carbonífero y nos hablaba de ello con devoción absoluta.
Lo más interesante eran los amagos de vida vegetal que habían aflorado entre las grietas del magma petrificado.
Esa playa y sus amaneceres seguían haciéndome pensar en Juan Salvador Gaviota pero, sobre todo, en la magia sencilla del sol entrando y saliendo por el horizonte con esa belleza redundante imposible de obviar. En cuanto Tito y Andrea se fueron, llené su vacío leyéndome la historia otra vez.
El libro es maravilloso. Está cargado de verdades monumentales y de cantos a la libertad, pero a mí lo que más me gusta, lo que me retumba y me da ganas de hacer acrobacias y vuelos nocturnos es la primera frase, esa verdad gigantesca de que cada día que nace el sol pinta de oro las olas grandes del mar.
PD. Apenas he acabado este texto y me llegan noticias del Escritor del manuscrito, ya por whatsapp, y no con letras con meandros, que me dice que el cuento que copió no es Juan Salvador Gaviota sino otro superior, y me acuerdo de Salinger y del cuento taoísta pero esa es otra historia que sólo sabe contar él.