Montevideo. El blues del autobús

La primera vez que subí en un autobús en Montevideo, mi corazón retrocedió veinte años, treinta, cuarenta, sonaba “In the army now”, sonaba con toda su carga de claudicación, deserciones, letanías y acordes impecablemente armonizados.

La primera vez que subí en un autobús en Montevideo, mi corazón retrocedió veinte años, treinta, cuarenta, sonaba “In the army now”, sonaba con toda su carga de claudicación, deserciones, letanías y acordes impecablemente armonizados. Sonaba y algún viajero acompañaba el movimiento de las notas con un cabeceo, con un paseo de las letras en susurros inconscientes, con un asentimiento cómplice del solo de batería mientras su mirada se perdía al otro lado de la ventanilla brumosa, más allá de las avenidas que cruzan aquí y allá con la calle Canelones.

Mi inconsciente atrapó el momento al instante, mi consciente lo dejó convertido en una sorpresa cotidiana: qué musca tan antigua, qué buena era esta canción. Los estímulos de la ciudad nueva eran tan abundantes que enseguida inthearmy… now quedó convertida en una tira de papel pintado borroso, un olor de fondo. Un ejercicio simple de amistad decorativa.

Volví a acordarme de la canción al día siguiente, al subir al autobús de nuevo. Hacía sol, no como el día anterior de bruma y viento. El cobrador me dio el cambio y un billete de papel, al tiempo que manipulaba un aparato de radio. Era un chico joven y con barba, sin ganas de estar toda la vida dando billetes de autobús pero con la compañía evidente del entusiasmo y del mucho tiempo por delante. Ostentaba la potestad de elegir la música del autocar y, en un momento dado, apenas dejábamos la Rambla, para subir por la calle 21 de septiembre hacia Parque Rodó, puso una canción marchosa y preguntó a la audiencia: “¿Les apetece una cumbia?”. La señora que estaba justo a su lado dijo “dale”, y algún viajero reaccionó sutilmente con muestras de haber oído y de aceptar, mientras el joven se recostaba en su silla roja con la satisfacción del trabajo bien hecho.

Entendí que en Montevideo los autobuses tienen personalidad, como en muchas otras ciudades las calles, las plazas y las tiendas de comestibles.

Entendí que en Montevideo los autobuses tienen personalidad, como en muchas otras ciudades las calles, las plazas y las tiendas de comestibles. Los días que siguieron a la cumbia y a inthearmynow, cuyo grupo no consigo recordar en este momento, se llenaron de Prettywomans, ladyesinred, walksoflife y hasta de materialgirls y topguns.

Hubo días cargados de los ochenta, de los setenta y de bandas sonoras de películas de amor con un final más o menos feliz. Si existe una canción que escuché más de mil veces en el autobús, pero también en restaurantes, centros comerciales y hasta en un bar de moda fue “Eternal Flame”. ¿Quién no recuerda a Las Bangles?, ¿Quién no recuerda a “la guapa”?, como dice Daniel abriendo los ojos como copas de vino al recordar a Susanna Hoffs con su melena y su guitarra deambulando por Tocata y por los 40 principales. Eternal Flame suena en Montevideo mucho más que cualquier himno, que cualquier cantante local, que el tango, la cumbia o que la salsa cubana.

Ahora bien, durante muchos días, semanas, una incógnita me visitaba repetidamente mientras estaba sentada en aquellos asientos imposibles de los autocares uruguayos: ¿No llega la música moderna al país, o es que no les gusta? En otros barrios, en otras ciudades …  ¿Escucharán otra música o se trata de un fenómeno nacional? El mundo se estaba llenando de Becks, Paramores y Public Access TVs, y los DJs de los autobuses de Montevideo seguían ofreciendo al público emisoras intencionadamente melancólicas y hits sentimentales de las inmediaciones de los años 80. El público, de naturaleza conforme y afable, acogía el despliegue de estas listas musicales tatarabuelas de spotify con una gratitud altamente sospechosa, y los días pasaban y la flame seguía siendo eterna y Richard Gere seguía subiendo y bajando escaleras hinchado de amor y desafiando a su vértigo histórico.

Cada 24 de agosto, me explicaron, Uruguay se moviliza para celebrar esta noche en honor a los viejos tiempos.

Los días pasaron y tras varias semanas de este asedio entrañable de naftalina auditiva tuve acceso a una información que otorgó una nueva dimensión a mi sabiduría sobre el universo uruguayo y la intrigante coyuntura melódica: la existencia del evento anual “noche de la nostalgia”. Cada 24 de agosto, me explicaron, Uruguay se moviliza para celebrar esta noche en honor a los viejos tiempos. En esa ocasión, víspera del día festivo 25 de agosto, discotecas y bares de todo el país pinchan incansablemente música de los años 70, 80, 90 y hasta más moderna… (los expertos afirman que una melodía ya puede ser considerada “nostálgica” cuando han pasado 10 años), y todos los jóvenes, mayores, solteros, casados, viudos, todos, salen a recordar el ayer. Es más importante que Nochevieja, que Navidad, que cualquier fiesta veraniega. Uruguay homenajea a la nostalgia poniéndose de fiesta y alargando los recuerdos hasta el amanecer.

Así que por fin comprendí. El alma del uruguayo es así: demodé con sentimiento y bruma, retro con melancolía y con cierta clase también. Vive atrás pero camina hacia delante, al ritmo de baile o en autobús. No se si volveré a Uruguay, a veces lo veo tan lejano como ellos ven su pasado desde la ventanilla, mientras en el aire suena la llama eterna de las Bangles, cuyo brillo sigue flameando y todos nos resistimos a perder.

 

Say my name

Sun shines through the rain

A whole life so lonely

And then come and ease the pain

I don’t want to lose this feeling, oh ooohh

 

 

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