“Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo. Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida. Comenzaba otro día de ajetreos. Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, estaba practicando Juan Salvador Gaviota”.
Yo tuve un novio que copió, palabra por palabra, primero con armonía y esmero y luego, a medida que avanzaba, con más descuido y precipitación, con un boli azul y unas aes que él hacia abiertas y vueltas a cerrar como ríos con meandros, todo el cuento de Juan Salvador Gaviota, lo metió en un sobre, los folios doblados sin la simetría a la que un taco de hojas semejante puede aspirar, y me lo dio como prueba de amor, con una mezcla de desnudez y orgullo que aún tengo clavada en el esternón.
Entonces, es preciso indicarlo, no era novio, no sé si algún día lo fue, pero qué más dan las palabras que llaman a una cosa peligro y a la misma cosa placer.
Resulta que al día siguiente de la entrega del relato, poseída por un espíritu maléfico, se lo tiré a la cara y luego el manuscrito desapareció. O se lo quedo él, o me lo quede yo, o se quedó en algún lugar de la habitación. No recuerdo porqué le tiré Juan Salvador Gaviota a la cara con esa furia, la historia de ese pajarraco que entonces me pareció ridícula y que muchos años después volví a leerme con tal fascinación que la primera frase viene a mí casi todos los meses, en un sentimiento que puedo llorar perfectamente de agua salada y el brillo del sol.
En un sentimiento que puedo llorar perfectamente de agua salada y el brillo del sol
Quería utilizarla para empezar a hablar de una excursion que hice, hace tiempo, a un punto alejado de una isla del Pacifico donde los amaneceres caían del cielo al mar con una combinación de contundencia y tranquilidad estremecedora. El nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo todas las mañanas y el lugar se llamaba Jane’s Fales, “los Fales de Jane” y era una posada a un metro del océano. Consistía en un grupo de cinco o seis fales, unas casas sin paredes que proliferan en el archipiélago samoano de cuyos tejados, en esta ocasión, caían unas telas con flores, que quedaban desperdigados por una playa de arena blanca con algo de vegetación aquí y allá y, a unos escasos diez pasos, el agua azul más clara que yo había visto nunca. El pie, una vez ahí dentro, se veía igual de pie que fuera del agua, y los peces proliferaban y hacian cosquillas a dicho pie, a veces acompañados por unos tiburones pequeños y otras veces organizados en bancos que se movian orquestados por un capitan invisible como manchas de tinta en el mar.
En un fale más grande, rectangular y sin tela lateral, Jane servía el desayuno todas las mañanas mientras los rayos del sol naciente se expandían por la superficie del agua. El resto del día era pulular: pasear por la playa, ir a la iglesia, buscar cangrejos ermitaños y quitarles la casita para ver cómo buscaban otra o sentarse en el cibercafé a charlar con la pareja de suizos que había dejado todo para instalarse en las inmediaciones de Jane. Él había sido en Zurich un adinerado gerente de marketing y cambió su cargo con responsabilidades y billetes de primera clase por las zapatillas de esparto y ella no recuerdó qué había dejado pero tenía una camiseta roja, un cutis estropeadisimo por el sol, el pelo rubio por arriba un poco quemado, y la mirada más relajada que yo he visto en Suiza.
cambió su cargo con responsabilidades y billetes de primera clase por las zapatillas de esparto
Una mañana me levanté y cuando fui a desayunar no había nadie, ni Jane. La noche anterior habia habido música en la posada y quizás la jefa y los suyos se habían acostado tarde y tardarían un rato largo en aparecer. Yo tenía mucho hambre, no había tiendas y no tenía nada que comer, ni una galleta. Me senté en la mesa de madera grande. Vi aproximarse a los aires europeos de la insatisfacción y el “Hhmmmm, ¡Desde luego!… nadie para atender, qué vergüenza”, mantuve un poco el enojo (y el enojo del hambriento es terrible) a una distancia prudente, y miré al cielo, donde el sol pintaba unas nubes aisladas y finas. En un momento de resignacion y puesta en libertad de la mirada, entre el cielo y yo, atisbé un platanero. Y en el platanero, amarillos y tirantes, vigorosos y brillantes, unos platanos ahí, a la sombra, recien florecidos, preparados para comer. En mi afan de buscar justicia no la había visto.
Iba por el tercer plátano cuando apareció Jane (Continuará)…..