Son apenas las siete de la mañana. Se abren las puertas mecánicas de la terminal internacional y un fuerte hedor me sacude la cara. He dado dos pasos en Delhi y la ciudad me enseña ya su crudeza. Huele, huele a todo, hasta el aire tengo la sensación de que es sólido. Salgo con mi mochila al hombro y una turba de taxistas se abalanza sobre mí. Negocio al fin un precio y subo a un coche que tiene aspecto de volatizarse en el camino. ¿Dónde va? “Voy a Paharganj, a la esquina del Main Bazar y la New Delhi Train Station”. Lo dije como si supiera donde iba, con una seguridad que se iba diluyendo a medida que avanzaba aquel amasijo de hierros y tras la ventanilla se escenificaba un mundo caótico, en aquel momento demasiado extraño.
Desde el coche observo que hay personas que duermen sobre el propio asfalto de la autovía, pegados al arcén. Están tirados sobre un suelo que ya debe arder, sin orden, en hilera, bajo puentes o la sombra de algún árbol. Duermen entre un humo y ruido insalvable para todos menos para estos desheredados. Fuera de mi vehículo el mundo es un caos de rickshaw (mototaxis) que se cuelan por rincones imposibles, furgonetas, coches… El ruido del claxon de los vehículos pronto entendí que es la banda sonora de la ciudad. Las castas sociales también se dejan ver en la carretera: los taxi-bici dejan paso a los rickshaw , éstos dejan paso a los coches privados de peor calidad y el carril derecho se abre para los mejores coches de más cilindrada y esmalte más cuidado. India asume sus condenas sociales girando a la izquierda el volante o durmiendo en silencio entre escombros, sin queja.
India asume sus condenas sociales girando a la izquierda el volante o durmiendo en silencio entre escombros, sin queja
Llego al Main Bazar. Miro por la ventanilla mientras pago y tengo el impulso de rogarle al taxista que no me deje allí, en ese barrio de la colonia Alfa-Omega, sexta galaxia, a mis ojos. Me quedo con mi mochila esperando a Olga, una amiga genial llena de ilusiones e imposibles que conocí viajando y que los años nos encuentran siempre en sitios y situaciones peculiares. Desde ese rincón se sucede una vida que yo no había nunca contemplado en esa magnitud. Se cruzan vacas famélicas que andan sueltas entre cientos de personas que llevan sacos y bolsas más grandes que sus cuerpos, carros o bicis. Todo es un desorden de movimientos que tiene la peculiaridad de ser de miles de personas a la vez. Ves gente orinar, cortarse el pelo, intentar venderte todo tipo de objetos, correr, fumar, cocinar, sortear el tráfico… A los 20 minutos ella llega, andando con calma, sonriendo y con ojos de ¿a qué mola donde vivo?
Olga se aloja en Paharganj. Vive desde hace algo más de un año recorriendo Asia y ahora se ha anclado en la India ejerciendo de guía hasta que se aburra. Este barrio de Delhi es zona de mochileros y buscadores de la vida. Dicen que es una de las zonas más peligrosas de la ciudad, aunque nada en este lugar parece un riesgo que no sea sobrevivir. Nos hospedamos en el Cozzy Inn, bautizado como el resort, cuyo precio por noche es de menos de cinco euros. Mi habitación tiene baño, (por decir algo), cama, (por decir algo) y vistas a una chatarrería (por resumir). Es un hoyo, pero tiene su encanto. En la zona hay varios hostales similares de rasta y chancla.
Recuerdo el libro que leí días antes del genio italiano Pasolini, “El olor de la India”, en el que señala que los indios sonríen pero no ríen a carcajadas
Pronto Olga decide meterme India en vena, sin paños calientes. Yo decido dejar por primera vez en mucho tiempo mi cámara de fotos en el hotel (no hice ninguna foto en Delhi. No habría avanzado con una cámara de la primera esquina donde había una foto en cada lugar que miraba). Llegamos a la gran Mezquita, Jama Masjid, la mayor de la ciudad. Situada frente al imponente Fuerte Rojo, fue levantada entre 1644 y 1658 por el emperador mogol Shah Jahan. Paseamos descalzos por su suelo ardiente y al salir nos adentramos en la vida del Old Delhi y sus abarrotados mercados, que antaño tuviera un muro protector y 14 puertas de entrada. La mercancía se expone en cada centímetro cuadrado, por el suelo, sin espacio para apenas andar. El olor a orín se mezcla con el olor a especies y con el olor a marabunta humana. Cada callejón esconde tenderetes, cestos o mantas en las que se vende el mundo y sus despojos. El mercado es infinito, parece tan grande como la ciudad. El olor, siempre el olor, me persigue a cada paso. Me fijo también en que no escucho risas. Recuerdo el libro que leí días antes del genio italiano Pasolini, “El olor de la India”, en el que señala que los indios sonríen pero no ríen a carcajadas. Parece cierto, hay hasta un gesto contenido en su mirada.
Luego nos metemos en un templo sij, Gurdwara Bangla Sahib. Bello, sereno, de mármol blanco, es un icono de una de las religiones más carismáticas del país, el sijismo, que practican en el mundo cerca de 24 millones de personas. Ahí están aquellos hombres con sus turbantes, sus largas barbas y sus creencias en una espiritualidad que mezcla elementos musulmanes e hindús. Al salir me dan una pasta dulce en la mano que mejor no analizar antes de meter en la boca (así lo hago). Podríamos incluso haber comido en el propio templo de forma gratuita.
Un tipo metió la cabeza para contemplar en tribuna su pecho (literal). Lo hacen con tanta inocencia como descaro
Volvemos a la calle, al mundo alborotado, y observo que a cada paso Olga es escrutada, sobre todo en la zona que va desde la barbilla al ombligo. Me llama la atención en la calle que los indios miran con absoluto descaro el escote de Olga. Al principio pensé que era cosa mía, hasta que dentro de un rickshaw un tipo metió la cabeza para contemplar en tribuna su pecho (literal). Lo hacen con tanta inocencia como descaro. Nosotros nos lo tomábamos a guasa y a ella se le notaba el entrenamiento de meses de ojos tatuados. (Recuerdo que días después, en Nepal, nos bañábamos en una piscina y acabaron todos los hombres de una boda alrededor de nosotros mirando a la chica en biquini. Creo que salió hasta el novio, el suegro y el padre del suegro).
Así pasó mi primer día en la excesiva India, el único lugar al que he viajado en el mundo en el que he tenido la sensación de que me superaba. Acabamos al atardecer en Cannought Place, zona semi pija, tomando algunos mojitos bajo un aire acondicionado que servía para despegarnos la camiseta del cuerpo. Sin embargo, lo ¿mejor? estaba por venir: la noche en que me desperté con un indio cogiendo mi mano y dándome bofetadas (promete, lo sé). Continuará…