Tras la estela de Saint-Exupéry

Hace unos pocos años, todavía con el ánimo y la psiquis trastocados por los restos de una puñetera malaria que había contraído en Brasil dos años antes, decidí embarcarme en un viaje hacia los desiertos costeros del sur marroquí, las riberas atlánticas que se extienden desde Agadir hasta Tarfaya, el antiguo Cabo Juby, en donde hacía escala, en sus vuelos nocturnos, la avioneta-correo de aquel piloto y escritor que fue Antonie de Saint-Exupéry.

Hace unos pocos años, creo recordar que en el 2004, todavía con el ánimo y la psiquis trastocados por los restos de una puñetera malaria (en la variedad letal y cerebral conocida como “plasmodium falciparum”) que había contraído en Brasil dos años antes, decidí embarcarme en un viaje hacia los desiertos costeros del sur marroquí, las riberas atlánticas que se extienden desde Agadir hasta Tarfaya, el antiguo Cabo Juby, en donde hacía escala, en sus vuelos nocturnos, la avioneta-correo de aquel piloto y escritor que fue Antonie de Saint-Exupéry. Viajar no es sólo un hecho apasionante para quienes gustamos de hacerlo, sino también una buena terapia cuando el espíritu se siente atribulado y la cabeza confusa. Yo suelo recomendarlo a los amigos en situaciones de ese jaez y, en la mayoría de las ocasiones, no me hacen caso. Allá ellos si prefieren el diván del psicoanalista, porque, entre otras cosas, suele salir más caro.

En Marrakech alquilé un coche 4×4 y tiré hacia el sur sin detenerme en la plaza de Jemaa el Fna, porque ya no soporto sus olores a fritanga de cordero y me dan pena las serpientes drogadas por sus dueños para que no les piquen cuando se las enroscan al cuello para embeleso de turistas. Rodeé Agadir por el amplio arco de su circunvalación, pues la ciudad, tras el terremoto que la destruyó décadas atrás, se ha convertido en una especie de remedo de Benidorm sin gracia alguna. Y seguí la carretera de la costa, cuyo tráfico disminuía en forma sensible.

Viajar no es sólo un hecho apasionante para quienes gustamos de hacerlo, sino también una buena terapia cuando el espíritu se siente atribulado y la cabeza confusa

Dormí en la feucha ciudad de Tiznit y me levanté temprano, con el sol, para reemprender viaje. Las curvas suaves de las montañas cercaban el horizonte a mi izquierda y, a mi derecha, se tendía el bravío Atlántico. La vegetación desaparecía bajo un desierto pedregoso. Crucé el humilde poblado de Mirleft, me detuve dos días en Sidi Ifni, visité Fort Boujerie (un viejo fuerte derruido de la Legión Extranjera francesa que parece sacado de las páginas de la novela “Beau Geste”) y seguí la costa durante dos jornadas hasta Tan-Tan y Tarfaya. Y fue en esa carretera de la costa atlántica, plena de recios acantilados y batida por el mar furioso, en donde contemplé uno de los espectáculos más soberbios que he visto en mi vida: los pecios, los barcos arrojados por los temporales a las playas y dejados allí, oxidados, muertos, para recordar a las generaciones la violencia de los océanos, la fuerza indestructible de la Naturaleza que vulneramos a diario los hombres. ¿Vencerá ella o venceremos nosotros? Contemplando ese paisaje de barcos vencidos, me temo que la respuesta no es sencilla.

Escribí un poema sobre ello. Ahí van algunos de sus versos para el curioso lector:

“La duna contra el hierro y contra el mar la piedra,
desierto que es un barco a la deriva
y en gritos naufragado…
Pecios de acero viejo, malheridos,
En el último esfuerzo por alcanzar la tierra.
Y allí quietos por siempre, humildes hojalatas
Bajo el aire salvaje de la sal inclemente…
La boca de esta costa tiene dientes de tigre…

El viaje concluyó en Tarfaya, en donde hay un modesto monumento a Saint-Exupéry: un biplano de hélice, fundido en hierro, de pequeño tamaño y pintado de verde. Poco homenaje para aquel gran escritor al que se tragó la mar durante la II Guerra Mundial, cuando su avión fue derribado por los nazis.

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