“Ítaca, la patria de los escritores”

Imaginen un lugar en donde hay sólo sol, mar azul, canto de chicharras en verano, algunos viñedos y un restaurante, Tsiribis, en donde mi amigo Dimitris, el dueño, invita a cualquier español que llega a un vaso de vino y, al atardecer, si le cae bien, le recita en griego clásico el comienzo de La Odisea.

Toda literatura tiene una geografía: en la novela, sin duda, La Mancha de Don Quijote; en el teatro, no hay que darle muchas vueltas para recalar en Stratford upon Avon; en la poesía, por favor no dejen de detenerse en algún rincón de Madrid para leer los sonetos de don Francisco de Quevedo y sentirse, por un instante, polvo enamorado y cenizas con sentido. Y en fin, la patria de todo escritor viajero no puede ser otra que Ítaca, donde el mejor de los capitanes del mar fue rey, aquel gran Ulises de alma frívola, fina inteligencia, vocación de mentiroso, mujeriego irreprimible y bravo corazón.

Ítaca es una pequeña gran isla llena de pequeños cerros y sin apenas llanuras, y con una excelente rada natural, Vathy, ideal para refugio de barcos en días de tormenta o como escondite de piratas, un oficio que no le era muy ajeno a nuestro Ulises. Homero la definió como “mala para los caballos y buena para las cabras” y hoy podríamos bien decir que es buena para hacer “trekking” y horrorosa para los aviones, pues es tan abrupta que se hace imposible construir en ella un aeropuerto.

si uno no es ni pretendiente, ni rey, ni un ser humano ambicioso, y no aspira ni siquiera a un adosado de mayor o menor lujo, Ítaca es sin duda un buen lugar para quedarse a vivir

Por eso, y porque carece de monumentos y de playas, el turismo no la ha destrozado. Sigue siendo un poco la isla de los días de Ulises: mansa, lejana, en donde la mejor manera de pasar el tiempo puede ser tejer y destejer, como hacía Penélope, a la vera del mar. No logro entender como aquellos pretendientes de la lejana épica se empeñaron en competir por hacerse con los amores de Penélope, convencidos de que Ulises había muerto. El rey de Ítaca, además, era pobre, y su palacio debía de ser poco más que el equivalente a un chalet pareado de hoy, al alcance de cualquier bolsillo de clase media (antes del “boom” inmobiliario, por supuesto, que puso precio de palacios a los adosados).
Pero si uno no es ni pretendiente, ni rey, ni un ser humano ambicioso, y no aspira ni siquiera a un adosado de mayor o menor lujo, Ítaca es sin duda un buen lugar para quedarse a vivir. No me extraña que Ulises siempre quisiera regresar…, aunque eso sí, un poco tarde, después de darse unos cuantos garbeos por el mundo, seducir a unas cuantas mujeres (Circe, Calypso, Nausicaá, quién sabe si la propia diosa Atenea…) y conocer pueblos y tierras lejanas que no hubiera visto nunca si se queda como el rey paleto de su pueblo.

Imaginen un sitio adonde sólo puede llegarse en transbordador un par de veces por semana, en donde no hay restaurantes de esos que ofrecen comida de diseño (“nada en el plato, todo en la cuenta”, los define un amigo mio), ni clubes marítimos, ni sociedad “Jet” estilo marbellí, ni nuevos ricos que alardean de joyas en el paseo del atardecer por el malecón, ni buenas playas, ni hotel de la cadena Hilton (con lo cual te ahorras encontrarte con Paris, la empalagosa niñata heredera). Imaginen un lugar en donde hay sólo sol, mar azul, canto de chicharras en verano, algunos viñedos y un restaurante, Tsiribis, en donde mi amigo Dimitris, el dueño, invita a cualquier español que llega a un vaso de vino y, al atardecer, si le cae bien, le recita en griego clásico el comienzo de La Odisea. El que no me crea, que vaya a comprobarlo.

El lugar existe, se llama Itaca y Ulises llegó a desdeñar la eternidad que le ofrecía Calypso con tal de regresar a esa isla que le vio nacer. ¡Qué nostalgia no sentiría de su patria!…, a pesar de que es probable que la pobre Penélope hubiera perdido ya los dientes después de veinte años de espera.

JAVIER REVERTE

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