Lee un adelanto del nuevo libro de Javier Reverte

“En mares salvajes. Un viaje al Ártico”, el nuevo y esperadísimo libro de viajes del escritor Javier Reverte, estará ya en las librerías a partir del próximo viernes. Para abrir boca, VaP te ofrece en exclusiva un capítulo de la nueva obra del maestro de la literatura de viajes.
Surcando los mares del Ártico

En la isla de Resolute, Debbie regentaba el Qausuittuq Inns North, en el que yo había reservado habitación por medio de internet. Al no existir transporte público en la localidad, Debbie había hecho lo que se espera de cualquier profesional que se precie: plantarse con su 4×4 en el aeropuerto, escribir mi nombre en un cartel y esperar a que asomara en la sala de recogida de equipajes. El único avión que llegaba ese día a Resolute era el mío y sólo viajábamos dieciséis pasajeros a bordo, de modo que no había extravío posible, ya que, además de eso, yo era el único turista. En un pequeño galpón con dos mostradores para el despacho de billetes, una máquina de café, otra de bebidas refrescantes y una cinta de equipajes, un oso blanco disecado, metido en una urna de cristal, recibía a los pasajeros enseñando los dientes. Me presenté a Debbie. Y mientras esperábamos la llegada de mi bolsa, me hizo una foto al lado de la fiera, rugiéndonos el uno al otro.

La carretera entre el aeropuerto y el pueblo de Resolute, trazada sobre grava, es casi recta y, además de ser la única que existe en la isla de Cornwallis, no tiene mucho más de cinco o seis kilómetros. Había una espesa bruma esa mañana y Debbie conducía con extremo cuidado, muy lentamente, con las luces cortas y los faros antiniebla encendidos. La nieve nos rodeaba y la pista aparecía cubierta por una fina capa de hielo.

-El camino está mal –me dijo-, pero también hay que andar con ojo con los animales: se pueden cruzar de pronto un caribú o un oso y un golpe contra esas bestias deshace un coche. Ya ha pasado más de una vez.

Debbie Fredericks era una mujer de unos setenta años, delgada y ágil, con el pelo teñido de rubio fuerte, el rostro embadurnado de colorete y los labios brillando en un furioso carmín. Hablaba con afectación y cierta cursilería en un inglés pausado; pero era tal su dulzura que incluso la pedantería resultaba en ella natural. Había llegado tres años antes desde la provincia de Nova Scotia, al sur de Canadá, para regentar el hotel.

-Mi marido y yo estábamos ya jubilados –me explicó-. Pero había una buena oferta para hacerse cargo del hotel y nadie quería el trabajo. Así que le propuse a Bob aceptar el puesto y él se animó venir conmigo. Nos echamos la bolsa al hombro y aquí estamos, en el corazón del Ártico. La encargada soy yo, pero él me ayuda. Nos quedaremos un año más, hasta el verano próximo, y luego nos retiraremos a Mahone Bay, al lado de Halifax, cerca de los hijos y de los nietos, para llevar una vida descansada el resto de nuestros días.

-¿Nació usted allí?.

-En la misma Halifax, la ciudad más bella de Canadá. Pero no soy acadia, o sea: no tengo sangre francesa. Mi orígen es escocés. Me gusta dejarlo claro.

-Escocesa-canadiense, pues.

-En cierto modo es así, si pienso en mis abuelos; pero prefiero decir que soy canadiense-escocesa.

-¿Y su marido?.

-Bob es noruego.

-¿Noruego-canadiense o canadiense-noruego?.

-Noruego-noruego. ¿Qué puede ser con un apellido como el suyo..?, ¡Torzón!. Él nació en Oslo y se vino de muy joven a Canadá. Todavía tiene mucho acento cuando habla inglés. Lo conocerá usted ahora, está en el hotel.

Cruzábamos junto a la playa sobre la ensenada. Resolute asomaba ya delante de nosotros, a los pies de dos elevados cerros cubiertos de nieve. Junto al mar, crepitaba una gran fogata en donde ardían basuras. El fuerte hedor de los detritus quemados se colaba por los tubos de ventilación del coche.

-Menos mal que se queman basuras cada día –dijo Debbie señalado la hoguera-. ¿Sabe que fue lo que más impresionó cuando llegué al Ártico?. ¡Los desechos!. Yo esperaba un paisaje limpio, blanco, sin contaminar. Y hay basuras por todos lados.

***************

Resolute está situado en el sur de la pequeña isla de Cornwallis, frente a la de Griffith, y su nombre en lengua “inuktiut” es Quaasuittuq, apelativo de tintes algo dramáticos, pues significa “el lugar en donde no existe la aurora”. Hace varios cientos de años estuvo poblada, se cree que durante varias décadas, por familias nómadas de cazadores “inuit”. En los siglos siguientes, hasta que en 1947 se establecieron allí una estación meteorológica y un aeropuerto, la isla permaneció deshabitada.

Entre 1953 y 1955, el gobierno canadiense trasladó al lugar, forzosamente, a un puñado de familias “inuit” de la región de Quebec, en un intento de colonizar la zona frente a la presión de la antigua Unión Soviética por hacerse con la soberanía de las regiones del Polo. Hoy, Resolute alberga una población de algo más de doscientos habitantes, en su gran mayoría “inuit”, cuenta con dos hoteles, una escuela en donde se imparten clases desde preescolar hasta bachillerato, un pequeño polideportivo, un cuartel de la Policía Montada del Canadá con dos agentes, un supermercado, una iglesia que permaneció cerrada todo el tiempo de mi estancia en el poblado, el edificio del gobierno municipal y una estación de correos. Resolute es una de las poblaciones más frías del mundo, con una temperatura media de 16,4 grados bajo cero. El record de frío en la localidad se estableció el 7 de enero de 1966, cuando el termómetro se desplomó hasta los 52,2 grados bajo cero. Su Latitud Norte se establece en los 74º 41’ 51”.

El nombre del lugar tiene un origen muy curioso porque, si es bien cierto que hay numerosos barcos bautizados como ciudades y pueblos, son muy pocas, por no decir que casi ninguna, las poblaciones que le deben su nombre a una nave. Y ese es el caso de Resolute.

En 1850, la Royal Navy británica compró un mercante llamado “Ptarmigan”, de 424 toneladas y 35 metros de eslora, lo alistó como buque de guerra y lo rebautizó con el nombre de “Resolute” (Resuelto). Ese mismo año partió de Londres, con otros cinco buques, en busca de sir John Franklin, perdido en las aguas árticas en 1847 mientras buscaba el Paso del Noroeste. La flotilla no pudo pasar de la entrada del estrecho de Lancaster, debido a los hielos, y regresó a Inglaterra. Cinco años después, el “Resolute”, con otros tres barcos, partió de nuevo en pos de Franklin. La flota se dividió y el “Resolute”, junto con el “Intrepid”, se adentró en el canal de Lancaster hasta las costas de la Isla de Melville, en donde los dos barcos hubieron de detenerse y guarecerse para invernar. El rastreo siguió el verano siguiente, con dos nuevos navios unidos a las batidas, y todos hubieron de invernar de nuevo en el Ártico, en el sureste de la isla de Bathurst, vecina de la isla de Cornwallis, después de intentar en vano atravesar los hielos que cerraban el paso al Atlántico en el estrecho de Lancaster. Al llegar el verano de 1854, el comandante Edward Belcher, jefe de la expedición, decidió abandonar en la isla de Beechey a cuatro de los buques, entre ellos el “Resolute”, y con las tripulaciones a bordo de un solo velero, el “North Star”, emprendió el regreso a Inglaterra. El comandante del “Resolute”, Henry Kellet, intentó salvar su nave, pero Belcher se mostró inflexible. Los 263 hombres de la expedición llegaron a puerto inglés a principios de septiembre. Belcher fue acusado de cobarde por las autoridades de la marina y apartado del servicio.

Un año después, en 1855, un ballenero americano, el “George Henry”, encontró al “Resolute” navegando a la deriva, convertido en una suerte de buque fantasma, en el estrecho de Davis, 1.100 millas al Este del lugar en donde había sido abandonado. Remolcado al puerto de New London, en Conneticut, el gobierno de los Estados Unidos lo compró, lo reparó y lo devolvió a Inglaterra. Y allí, en los muelles de Chatham, quedó atracado hasta su desguace en el año 1879.

Y aquí se produjo una curiosa historia. Al finalizar el desguace, la Reina Victoria ordenó que se construyera con sus maderos de teca una soberbia mesa. Y se la regaló al presidente de los Estados Unidos, por entonces Rutherford B. Hayes. En 1961, el presidente John Kennedy decidó que el elegante mueble se trasladase al despacho oval de la Casa Blanca y esa es la mesa debajo de la cual el pequeño John John aparece en una famosa foto durante el mandato de su padre. Retirada más tarde por uno de los sucesores de Kennedy, Barak Obama la ha recuperado de nuevo para su despacho.

En 1947, al establecerse en el actual emplazamiento de Resolute la estación meteorológica y el aeródromo, se bautizó el lugar con el nombre del histórico barco.

***************

El hotel Quassuituq Inns North se recogía en un rincón del extremo sur del pueblo, de frente a la bahía y, desde el ventanal, podía contemplar un extenso horizonte, casi por completo despejado de edificaciones y cubierto por la nieve. En primer término, a unos metros de la puerta del hotel, un poste sostenía varios maderos en forma de flecha que señalaban en millas las distancias con el resto del mundo: “Moscú, 6.331; Japón, 8.330; Las Vegas, 2.792; Polo Sur, 11.368; Polo Norte, “¡you are here!”.

Algo más atrás, varias pilas de material prefabricado para nuevos edificios, formaban una suerte de parapeto. Y más allá, un tramo de carretera de grava corría hacia el oeste, para bordear la playa y seguir luego hacia el norte, rumbo al aeropuerto.

En el lóbrego cielo se arremolinaban, bajo las luces débiles de la tarde y de la noche, oscuras nubes que ofrecían un aspecto tenebroso. A menudo, entre los jirones de la sucia neblina, la cara redonda del sol asomaba turbia y desvitalizada. Al otro lado de la bahía crecía una montaña blanca en forma de ballena que cerraba el horizonte, cual si fuera la temible Moby Dick.

Entre la carretera y el mar, la explanada se tendía algo más de kilómetro y medio, salpicada de trineos de madera en apariencia abandonados, unos pocos “quad”, motonieves, remolques, bicicletas, maquinaria diversa, algunas pequeñas casetas de pescadores y, cerca de la playa, varias lanchas a motor. Casi nunca había presencia humana en aquel ancho espacio y, sólo muy de cuando en cuando, cruzaba un vehículo 4×4 o un “quad” por la carretera.

Sin embargo, la explanada bullía de vida. Más de dos docenas de perros de trineo la habitaban en forma permanente, durante las horas del día y de la noche, sujetos cada uno de ellos por una cadena ceñida al cuello y clavada firmemente en tierra. Los canes, separados los unos de los otros por varios metros, ladraban a toda hora y, por lo general en el atardecer, entonaban un triste himno con sus aullidos que se escuchaba por todo Resolute como el lamento desafinado de un coro que acomete el último de sus cantos, el de la agonía.

Le pregunté más tarde a Bob, el marido de Debbie, sobre los perros.

-Durante los meses de verano –me explicó-, cuando no hay aún nieve suficiente para que los “inuit” usen sus trineos, los perros permanecen al aire libre y se les da de comer tan sólo un día por semana. Así se hacen duros y resistentes. Pero no conviene acercarse

a ellos si uno no es su dueño: el hambre les convierte en fieras.

-¿Y no mueren de frio?

-Por el frio, no: son fuertes. Pero a veces, de improviso, aparece un oso en la explanada, mata uno, lo despedaza y se lo lleva antes de que al dueño le de tiempo a llegar con el rifle.

***************

Comí una jugosa hamburguesa de carne de buey amizclero en el restaurante del hotel, una estancia amplia y luminosa, repleta de mesas cubiertas por manteles de plástico y con dos grandes ventanales que daban a la bahía. Debbie me dijo con aire de tristeza que no podía ofrecerme ni cerveza ni vino porque en el pueblo estaba prohibido el alcohol. “Ya le explicaré las razones”, me dijo.

Luego me presentó a Fred, el único huésped que había en el hotel aparte de mí, y tomamos juntos unas tazas de café aguado. En esa hora, en el comedor almorzaba un joven matrimonio “inuit” con tres hijos pequeños.

Debbie, Bob y Fred tenían cosas que hacer, de modo que me abrigué y me fui dar una vuelta para conocer el pueblo. El termómetro marcaba en el exterior una temperatura de 5º bajo cero.

El número de edificaciones de Resolute no llegaría al centenar, todas sin excepción prefabricadas con un material metálico y varias de ellas pintadas de vistosos colores. No había calles marcadas como tales y lo que podría considerarse vía principal no era más que una cuesta un poco empinada, bordeada de casas, que ascendía desde el hotel hasta la oficina de Correos, un edificio con aire de guarida y forma de hangar, construido bajo las dos elevadas colinas, nevadas y solitarias, que vigilaban Resolute desde las alturas. A media falda de la montaña, se divisaba un enorme tanque de gasoil para el abastecimiento de los vehículos y las calefacciones de la población.

Durante los casi tres días que permanecí en Resolute, repetí tantas veces la misma caminata que hoy todavía, cuando escribo este libro más de un año más tarde, casi puedo hacer una pintura exacta de la localidad remitiéndome tan sólo a mi memoria. Ascendiendo desde el hotel, cruzaba junto a la iglesia, cerrada a cal y canto, y el edificio del supermercado de la “Co-Op”. Y antes de llegar a Correos, alcanzaba la estación de policía, la escuela y el pequeño polideportivo. Siempre estaban los mismos motonieves, “quads” y vehículos 4×4 en las puertas de las viviendas y, a menudo, me cruzaba con el coche encargado de la retirada de basuras, un “pick-up” pintado de amarillo chillón. Caminar por aquella especie de calle principal requería cierta prudencia, a causa de la fina capa de nieve helada que cubría el suelo de gravilla.

Apenas encontraba gente en mis paseos por la pequeña población. Pero ya esa primera tarde, al entrar en el supermercado “Co-Op” para comprar un frasco de champú, en previsión de que no hubiera en mi camarote del barco, comprendí la razón. A nadie le gusta el frío y la soledad del Ártico, incluso a los que han nacido allí, y el supermercado, bien calefactado, era el lugar de encuentro para los habitantes de la ciudad durante una buena parte de las horas del día. El almacén no tendría más allá de trescientos metros cuadrados, fraccionados en pasillos con estanterías en donde se alineaban la comida enlatada, la carne y el pescado congelados, las bebidas y las frutas y verduras frescas traídas en el avión de la mañana; y los cacharros de cocina, las herramientas, los útiles de aseo y productos de limpieza, la ropa y algunos aparatos electrónicos. También había una cabina de teléfono desde donde se podía llamar a cualquier lugar del mundo con tarjetas de bajo costo. Y las gentes, comprando alguna que otra cosa, a menudo más como pretexto que como necesidad, formaban grupos para charlar en bulliciosa animación: en los pasillos, al lado de las dos cajas de cobro, en el vestíbulo de entrada, junto a la máquina de café… Todos participaban, empleados y clientes, hombres y mujeres, “inuit” y blancos, en la cháchara generalizada, sin prisas, sin compromisos, relajadamente.

Ese mismo papel de lugar de encuentro, casi como el de la Plaza Mayor de las ciudades mediterráneas, que cumplía el “Co-Op” de Resolute, volví a verlo, repetido con exactitud, en las otras localidades árticas que visité en los días siguientes, mientras navegaba a través del paso del Noroeste.

***************

Seguí caminando hacia lo alto del pueblo. De cuando en cuando, cruzaba a mi lado algún que otro “quad” conducido por un hombre o una mujer “inuit”, bien abrigados con parkas de piel de foca. Corría un aire leve y hacía frío. Toda la anchura del cielo aparecía cubierta de un turbio color de ala de tordo. Sobre el tejado del polideportivo se había posado un pequeño bando de cuervos. Los había visto en las montañas europeas y en los desiertos africanos, pero nunca pensé encontrarlos en lugares tan fríos. Resulta curiosa la enorme capacidad de adaptación a la vida de un pájaro tan asociado por el hombre a la idea de la muerte. Más tarde, leyendo sobre la civilización “inuit”, supe que el cuervo es una especie de animal sagrado para ellos, un ser demiúrgico al que se atribuye en ocasiones la reencarnación en forma de chamán.

Mientras ascendía, vi a mi izquierda, refugiado en el zaguán de una casa baja de color gris, a un hombre que parecía ocupado en alguna suerte de tarea artesanal. Me acerqué y, en efecto, era un viejo “inuit” que, ayudándose de una gruesa lima, pulía la figurilla de un oso de piedra.

Preparé mi cámara de fotos. Y en ese momento, el hombre alzó la cabeza y me hizo señas conminándome a que no le retratase. Luego, me mostró sus ropas: un sucio y ajado mono de trabajo.

Insistí moviendo mi cámara y sonriendo. Y el hombre me habló entonces en un correcto inglés:

-No me fotografíes, por favor. ¿No ves las ropas que llevo?

-No soy un fotógrafo profesional.

-No quiero aparecer luego en un calendario vestido de esta manera.

-Es un recuerdo tan sólo. No soy periodista ni nada parecido.

-Todos los blancos sois iguales. Mis padres vinieron aquí en el 53, traídos a la fuerza por los blancos, y yo vine con ellos siendo un niño. Hemos sufrido mucho. Y todo para que ahora nos paguen unos miserables dólares y para acabar saliendo en los calendarios. No hagas la foto o llamaré a mi hijo. Y es muy fuerte, se lo aseguro.

-No sé qué sucedió en el 53. Y además, soy español.

Se levantó.

-Pues infórmate y déjame en paz. Un blanco es siempre un blanco, no importa el lugar en donde haya nacido.

Se dio la vuelta y entró en la casa.

Me informé, por supuesto.

***************

A la civilización “inuit” podría definirla una particular circunstancia geográfica, el hecho de que se asienta en donde ya no crecen los árboles. Esto es: ha florecido allí en donde los bosques ceden su lugar a las praderas de una tundra que apenas da cobijo, en verano, a una fina capa de vegetación; allí donde se alzan los glaciares de montaña; y sobre tierras baldías de sólida piedra y grava. En Canadá, estos territorios ocupados históricamente por las poblaciones “inuit”, a menudo nómadas, se extienden, por el oeste, alrededor del delta del río MacKenzie y en parte del territorio continental de lo que hoy constituye la provincia de los Territorios del Noroeste; por el centro, en la franja septentrional de la provincia de Manitota; y por el este, en el norte de las provincias Québec y Labrador y en toda la provincia de Nunavut. Además de eso, hay establecimientos en algunas islas árticas.

Es el suyo un hábitat hostil y con frecuencia cruel, en el que, durante nueve meses, los mares, los ríos y los lagos permanecen congelados, un desierto de hielo en donde apenas llueve. Además del norte canandiense, los “inuit” habitan también, por el oeste, la franja ártica de Alaska, las islas Aleutianas y la Siberia oriental, mientras que, por el este, llegan a la gran isla de Groenlandia. Hasta hace relativamente poco tiempo se los conocía como “esquimales”, término que se cree procede de un antiguo dialecto y que significa “los que comen carne cruda”. Hoy se tiene por políticamente más correcto llamarlos “inuit”. Su idioma es el “Inuktitut”, de origen esquimo-aleutianio, una especie de lengua franca que hablan prácticamente todos los inuit del este, del centro y del oeste, aunque existen algunos dialectos surgidos de este idioma principal, como el “yupik” de Siberia y el “Inuit-inuoiaq” del Oeste de Alaska. Su dieta la han constituido tradicionalmente los caribúes, los osos, las ballenas y las focas. Y al ser mucho más escasa la caza de estas especies en las regiones canadienses del Ártico, la densidad de población es mucho menor en este área.

A fuerza de voluntad, ingenio y pericia, la civilización de los “inuit” sobrevivió casi mil años antes de entrar en contacto con el hombre blanco. Para ello, idearon multitud de artes de caza y pesca, como lanzas, arpones y anzuelos, elaborados con huesos y con los pocos metales dejados por los vikingos o extraidos de los meteoritos; construyeron botes ligeros con madera y piel, los “kayaks”, las mejores embarcaciones para moverse en los lagos y mares entre las placas de hielo; elaboraron ropas con pieles de animales más apropiadas para el frío que las que usaban los europeos que viajaban por las regiones árticas; inventaron el “iglú”, un tipo de vivienda que lograba el milagro de aprovechar el hielo para construir un refugio caliente; fabricaron trineos que, tirados por perros, cubrían grandes distancias sobre el hielo y la nieve sin gran esfuerzo para el hombre; y descubrieron que algunos alimentos, como el hígado de foca, servían para prevenir el escorbuto. Muchos de sus hallazgos fueron despreciados hasta épocas muy recientes por los europeos que visitaron las regiones “inuit”, pues los consideraban herramientas y hábitos dignos de pueblos primitivos y por completo inútiles para gentes civilizadas. No obstante, como más tarde se comprobó, si los europeos hubieran aceptado y usado en sus viajes, desde un principio, algunos de los hábitos, útiles y herramientas de la cultura “inuit”, se habrían ahorrado un buen número de padecimientos y de vidas.

Aparte de los ocasionales contactos, y a menudo batallas, con los exploradores blancos entre el siglo XVI y el XIX, los “inuit” permanecieron aislados en el norte del Canadá hasta bien entrado el siglo XX. Fue en los años 50 cuando el Estado canadiense comenzó a interesarse por las regiones septentrionales del país y cambió su política de “soberanía pasiva” por un activo control de la zona. En ello influyó no poco el hecho de que, finalizada la II Guerra Mundial y sumido el mundo en la Guerra Fría, la Unión Soviética comenzase a moverse hacia el Ártico para extender su área de influencia y soberanía.

Las consecuencias de la situación política transformaron en forma irreversible el mundo “inuit”. El gobierno canadiense impulsó la creación de comunidades permanentes alrededor de los centros administrativos, como los de Iqaluit en el este e Inuvik en el oeste, hoy las dos principales ciudades del Ártico canadiense. Gracias a ello, llegaron los programas de salud, los dispensarios y hospitales, las escuelas, los centros de acogida de ancianos, los hoteles, los cuarteles de policía, el teléfono, el correo, los aviones y, por supuesto, los centros comerciales. Pero con ellos llegaron también nuevas enfermedades, como la tuberculosis, que desató unos altísimos niveles de mortalidad, además de la diabetes, el alcohol y las drogas.

Los campamentos temporales de caza fueron abandonados por los “inuit” y desapareció por completo el nomadismo. Muchas formas de cultura tradicional se olvidaron también y, en apenas dos décadas, el mundo “inuit” evolucionó mil veces más profundamente de lo que se había transformado en todo el milenio anterior.

El paisaje ártico también sufrió algunos cambios. Los americanos, aliados de los canadienses, establecieron bases militares como elemento disuasorio para las ambiciones expansionistas soviéticas. Y además de eso, construyeron una línea de 31 estaciones de radar para la detección de missiles de larga distancia, entre Alaska y la costa oriental de Groenlandia, la mayoría de ellas en el Ártico canandiense. La cadena protectora fue bautizada como Distant Early Warning Line, DEW LINE. Al concluir la Guerra Fría, las estaciones fueron abandonadas y sus ruinas y sus materiales desechados recuerdan hoy los escenarios de un holocausto ideado por Hollywood.

Y como consecuencia de la situación política de la postguerra, se produjo el drama humano a que se refería el viejo artesano “inuit” que se negó a que le fotografiara aquella tarde en Resolute. Fue como sigue:

Ante la amenaza de expansión soviética, el gobierno canadiense decidió crear con urgencia, en el año 1953, establecimientos humanos en las regiones alejadas del Ártico que dieran fe de su presencia y soberanía. ¿Y quién podría sobrevivir mejor que los “inuit”, en aquellas alejadas áreas, a climas tan duros y condiciones de vida tan difíciles?. El gobierno seleccionó entonces dos emplazamientos para alojar a las nuevas comunidades: el actual Grise Fjord, en la isla del Ellesmere, hoy en día la población más septentrional de todo el Canadá, y Resolute. Los dos lugares habían acogido establecimientos humanos de primitivos “inuit” unos quinientos años antes, pero desde entonces permanecían deshabitados.

En agosto de ese 1953, ocho familias de Inukjuak, una localidad del norte de Québec conocida entonces como Port Harrison, fueron repartidas entre Grise Fjord y Resolute por la patrullera “Howe”. Unas semanas después, la misma patrullera llevó a ambos lugares a otras tres familias “inuit”, trasladadas en esta ocasión desde Pond Inlet, en el norte de la isla de Baffin, para que enseñaran a los “inuit” quebequeños las técnicas de supervivencia en el Alto Ártico canadiense. A todos se les prometieron viviendas y se les aseguró que había abundante caza y pesca en las nuevas regiones. También les garantizaron que podrían regresar a sus hogares al cabo de dos años si así era su deseo.

Todo resultó una patraña. La tierra era estéril, la caza y la pesca escaseaban, no había viviendas y el gobierno no consintió que regresaran a sus lugares de origen transcurridos dos años. Al abandonarles en sus nuevos territorios, las autoridades no les dejaron provisiones ni herramientas suficientes, ni pieles de caribú, ni tiendas de campaña en las que refugiarse. Más todavía: los “inuit” de Quebec solamente fueron informados de que iban a ser repartidos en dos establecimientos diferentes cuando ya viajaban a bordo del “Howe”, con destino a un territorio situado a más de dos mil kilómetros de sus lugares de origen. Aquellos “inuit”, que habían viajado al norte con el ánimo de los antiguos pioneros, se encontraron con que, en realidad, eran unos deportados.

Sin embargo, contra toda lógica, casi todos lograron sobrevivir: rehabilitaron como viviendas las cuevas que los primitivos “inuit” habitaron quinientos años atrás, aprendieron las rutas migratorias de las ballenas beluga para pescarlas y extendieron su zona de caza en un área de casi centenares de kilómetros cuadrados.

En los años 80 del pasado siglo, los supervivientes y sus descendientes iniciaron acciones legales contra el gobierno de Canadá, que se defendía argumentando que el traslado no fue forzado, sino pactado, y que el propósito último del proyecto era realojar en nuevos territorios a familias que vivían en condiciones muy penosas en Quebec.

No obstante, en 1987, el gobierno compensó con 10 millones de dólares canadienses a los “inuit” por los daños y perjuicios que les ocasionó su traslado a Resolute y Grise Fjord en 1953. Y dos años después, aceptó financiar el retorno de los “inuit” que lo desearan a sus lugares de origen. Sin embargo, tan sólo 40 de ellos decidieron regresar. Los restantes, sobre todos los jóvenes nacidos o crecidos en los nuevos territorios, optaron por quedarse, orgullosos de la lucha que sus padres habían mantenido ante las terribles condiciones de vida con las que debieron de enfrentarse en su destierro. No obstante, se mantuvieron firmes en el criterio de que el gobierno central debía de pedir perdón por lo acontecido 34 años antes.

En 1994, la Comisión de Pueblos Aborígenes del Canadá exigió una reparación moral para aquellas familias tratadas de forma “cruel e inhumana” y utilizadas por el gobierno como “mástiles de banderas” para asegurar la soberanía del país en el Alto Ártico. Pero el gobierno respondió con nuevos argumentos a favor de su inocencia.

El libro “El largo exilio”, editado en el 2006 por Melanie McGrath’s, y un reportaje-denuncia publicado en “The New York Times” en abril del 2008, por la americana Elisabeth Royte, y titulado “La senda de las lágrimas”, dieron nuevos impulsos a las denuncias de los “inuit”. Al fin, unos meses antes de mi llegada a Resolute, el gobierno canadiense hizo una declaración formal de petición de perdón.

No siempre el mundo necesita de más Canadás, contra lo que proclamaba el eslogan que leí en el escaparate de una librería de Ottawa.

Y es bien cierto, como me sugirió el artesano “inuit”, que conviene informarse de cómo están las cosas en el país en donde te mueves antes de tirarle una foto a un nativo. Sobre todo si eres un hombre blanco y llevas sobre tus espaldas, te guste o te disguste, seas o no responsable de ellos, los pecados que se corresponden con el color de tu piel, que por cierto son unos cuantos y casi nunca veniales.

***************

La noche estival en Resolute suponía, sencillamente, un cierto desfallecimiento de la luz, sin alcanzar nunca la oscuridad plena, como si el cielo decidiera echarse sobre los hombros, durante unas breves horas, un liviano velo gris. Me senté a cenar con Debbie, Bob y Fred, el otro huésped del hotel. El menú lo componían un plato de pasta y un filete de ballena beluga.

-La cazaron hace dos días –me explicó Debbie-, los restos del animal están todavía en la playa. Tendría que haberlo visto: una manada de más de treinta belugas entró en la bahía, sus lomos blancos sobresalían del agua como bolas de helado de nata. Los “inuit” mataron seis.

-¿La pesca de ballenas es libre?.

-Hay un cupo de piezas para los “inuit”, sólo para ellos –me explicó Bob-. Eso viene de los acuerdos de 1993 con el gobierno, que les devolvió a los “inuit” los derechos sobre las tierras, los minerales, la caza y la pesca en casi 350.000 kilómetros cuadrados de la provincia de Nunavut.

-Supongo que eso les ha hecho ricos.

-En teoría, si. De hecho, con las legislaciones de los últimos años puede decirse que los “inuit”, al menos los de Nunavut, son otra vez los dueños de su destino, con todas las ventajas que además supone la civilización en cuestiones de enseñanza, sanidad y calidad de vida. Pero subsisten muchos problemas…

Debbie le interrumpió:

-El gran problema es la rapidez con que los “inuit” han saltado de la vida primitiva a la modernidad. En apenas tres décadas, han desaparecido sus formas tradicionales de vida. Y como una buena mayoría de ellos viven de los subsidios estatales, no necesitan agudizar el ingenio para comer o para vivir confortablemente. Y los problemas se agravan más en lugares como Resolute, estas islas lejanas dejadas por la mano de Dios en los brazos del Diablo

-Les sobran el dinero y el tiempo –añadió Bob-. A los jóvenes les ofrecen becas para estudiar en cualquier lugar de Canadá, pero la mayoría prefieren no hacer nada, es difícil encontrar chicos que se planteen hacer algo en el futuro. Y el camino del alcohol y las drogas es el más fácil para ellos. De ahí a la depresión y el suicidio, hay sólo un paso.

-Por eso está prohibido el alcohol en Resolute –sentenció Debbie- y por eso no puedo ofrecerles una simple cerveza o un vaso de vino.

-¿Y cómo puede haber alcoholismo si no hay alcohol?, preguntó Fred de sopetón.

Bob rió con ganas antes de responder:

-¿Conoce usted alguna comunidad humana en donde no se comercie con lo prohibido? No me pregunte cómo porque no lo sé; pero el alcohol y las drogas entran en Resolute en abundancia.

Charlamos luego un rato sobre los osos polares, uno de mis temas favoritos. Debbie me prometió que me llevaría al día siguiente con su 4×4 a buscarlos por los alrededores de la población.

-Vienen con frecuencia hasta aquí, a buscar en las basuras. También le llevaré a ver el lugar en donde se instalaron los “inuit” trasladados por la fuerza a Resolute en el año 1953.

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