Ayer me acordaba de un viaje que hice algo más de un par de años atrás por el Sur y el medio Oeste de los Estados Unidos, más o menos siguiendo las riberas del gran Mississippi. Ya hablé algo de ello en este espacio, pero estos días me viene a la memoria algo de poca importancia que me sucedió en el curso del viaje: de poca importancia ya digo, pero de gran “significancia”. Me explico.
Las pequeñas carreteras que viajan pegadas al río siguen una ruta veleidosa: cruzan una y otra vez su corriente y discurren por la orilla izquierda o la derecha aparentemente por puro capricho. Pero además de ese, conforme se desciende junto al curso, se va entrando y saliendo de los estados ribereños, a veces durante un largo trecho y a veces tan sólo durante unos pocos kilómetros: Missouri, Kentucky, Illinois, Mississippi, Tennesse, Louisiana… Pues bien, entrando en una ocasión, apenas un par de kilómetros, en el pequeño pueblo de Columbus, en Kentucky, tras cruzar un puente desde Missouri, me paré a echar gasolina. Y el empleado que me servía el combustible me preguntó: “¿Viene de Missouri?”. Contesté afirmativamente y él añadió: “Yo nunca he estado en Missouri. ¿Qué le parece Kentucky?”. Yo mire a mi alrededor y solo alcancé a ver río, arboledas de álamos y unas cuantas humildes casas de madera, un paisaje muy semejante al que había dejado en la otra orilla. “¡Pues igual que Missouri!”, respondí. El tipo gruñó y no volvió a dirigirme la palabra ni cuando me cobró el importe del servicio.
América es tan sorprendente como fascinante. Se parece a todos los tópicos que hemos elaborado sobre ella y, sin embargo, una y otra vez acaba por romperlos
Una actitud parecida es la que siempre esperamos de los paisanos de la América profunda: gentes que, viviendo en uno de los países más grandes de la Tierra, jamás o casi nunca han salido de su pueblo, al tiempo que consideran a su pequeño terruño como el mejor lugar del mundo. América es tan sorprendente como fascinante. Se parece a todos los tópicos que hemos elaborado sobre ella y, sin embargo, una y otra vez acaba por romperlos. Cuando uno ha dejado la pequeña aldea de Columbus -por seguir refiriéndonos al caso concreto del que hablo-, si uno tira hacia el noreste, en un par de días se llega a Chicago. Y al poco de pasar una temporada en la ciudad, uno empieza a pensar que hay que ver lo paleta que es Europa, lo poco emprendedora y lo estancada que permanece en sus caducos criterios. Chicago mira al cielo desde sus hermosos rascacielos con descaro, retándolo, como si no existiera barrera para la ambición humana. Y a uno le devuelve la fe en el hombre, perdida hace tanto tiempo en el Viejo Continente.
En los últimos años no he dejado de viajar por los Estados Unidos. Cada vez me fascinan más y se me hace muy difícil descifrar las claves de su manera de ver el mundo, al tiempo que tengo la sensación de que mi espíritu recibe un viento de juventud.