Surcando los mares de Tuvalu: el universo del lagoon Te Namo

Cuando vi desde la cabina del avión que nos llevaba a Tuvalu la geometría de su atolón Funafuti, tan circular y cinematográfico, con sus islas, sus aves y sus playas desiertas por pisar, me prometí poner el pie en una de ellas, ya tuviera que llegar en barco, canoa, balsa o tronco, y dejar la huella de la chancleta en una playa rosa.

Cuando vi desde la cabina del avión que nos llevaba a Tuvalu la geometría de su atolón Funafuti, tan circular y cinematográfico, con sus islas, sus aves y sus playas desiertas por pisar, me prometí poner el pie en una de ellas, ya tuviera que llegar en barco, canoa, balsa o tronco, y dejar la huella de la chancleta en una playa rosa, donde sólo ha habido en los últimos cien años golondrinas marinas y cangrejos de mar.

En el avión también volaba un periodista checo que quería visitar todo lo visitable y, a los pocos días de estar ahí, convenció a un tuvalense vestido de marinero de que nos llevara a los confines del lagoon Te Namo hasta puntos que ni el propio barquero había visitado jamás. “¿Podemos salir del atolón?”, preguntó André impaciente. “Nooooo. No se sale del atolón”, sentenció el marinero polinesio sin dar opción a medio argumento.

Entendimos que era un mundo propio, un sistema armónico donde todo funciona como una maquinaria perfecta.

Y una mañana con sol, calor, muchísimo calor, y cero viento, nos embarcamos en una chalupa de madera que salió del brazo de atolón en el que vivíamos, Fongafale, rumbo a los limites de lo habitual.

Traqueteamos bordeando nuestra isla impulsados por un motor endeble hasta perder de vista Fongafale e internarnos poco a poco, sin sombra que nos cubriera ni sentido de la orientación, en un mar turquesa donde buceaban tortugas, rayas y mantas, y hasta gambas y quisquillas, que yo sólo había visto moverse en algún bar de San Sebastián.

Entendimos que era un mundo propio, un sistema armónico donde todo funciona como una maquinaria perfecta. Y es que todo lo que se organiza alrededor de un atolón en materia de biodiversidad, disposición espacial y gestión de recursos, bastaría para hacer funcionar un cosmos único, pequeñito, hermosísimo, con pocos altercados y mucha apacibilidad.

Pero ¿Qué es un atolón?

Un atolón en realidad se forma gracias a una isla volcánica alrededor de cuya superficie crecen corales formando una figura circular. Cuando se dan unas condiciones determinadas los corales crecen más y más y la isla se hunde y desaparece hasta que sólo queda el anillo de coral.

A veces los anillos se hunden parcialmente o el nivel del mar asciende y entonces, como en Funafuti, conforman una serie de islotes que se disponen alrededor de un lagoon en forma circular.

 Cuando se dan unas condiciones determinadas los corales crecen más y más y la isla se hunde y desaparece hasta que sólo queda el anillo de coral.

El barquero nos sugirió que no tuviéramos esperanzas de encontrar mucha gente ya que, de los 22 islotes con nombre que hay en el lagoon (hay otros muchos, pero son tan pequeños que están sin bautizar) sólo Funafala estaba habitado. Algunos nombres de estos apéndices coralinos, para deleite del lector, son Fatato, Funangongo, Funamanu, Falefatu, Mateika, Telele, Avalau, Teafuafou, Tutanga, Vasafua, Tepuka…

Le pedimos entonces que parara en Funafala, para hablar con la gente, y que luego, por favor, nos dejara bajar a algún islote minúsculo, alejadísimo, de arenas rosas e insolencia floral.

 Funafala tiene una hamaca

Cuando llegamos a Funafala nos recibieron sin aspavientos ni sorpresa. El barquero era un habitual y nos sirvió de salvoconducto en tierra extraña. Los habitantes mostraron una afabilidad tranquila, exenta de toda tensión turística imaginable, pero yo sentí una sensación de falta de cortesía, de infiltración en un entramado doméstico, de llegar a una casa sin avisar.

Tienen palos para tender los pescados en la orilla de la playa, arena fina como azúcar glas, y la música calma de las olas pausadas que llegan a la orilla trayendo conchitas.

Es una isla pequeña y absolutamente hermosa. Tienen palos para tender los pescados en la orilla de la playa, arena fina como azúcar glas, y la música calma de las olas pausadas que llegan a la orilla trayendo conchitas. Funafala tiene una hamaca negra y bastante vieja que, a juicio de sus 20 habitantes, es lo más cómodo de la isla y por esta razón se la dejan de preferencia a la abuela, que pasa el día de la arena a la hamaca, de la hamaca a la arena, mirando la vida y jugando con dos niñas vestidas con camisetas de colores. Se llama Fuvalu, tiene 67 años y ha nacido y va a morir aquí. No tiene ningún interés en conocer nada más.

Los peces loro hacen caca que es arena de coral

De Funafala navegamos hasta un microislote cuyo nombre no recuerdo, quizás porque no tenía denominación, con una arena rosa hasta el descaro.

Dice mi amigo Enrique, que es sabio y geólogo, que las playas de los atolones no están formadas por sílice, como las nuestras, ni por lava, como las de las islas volcánicas, sino de coral. Coral erosionado a su muerte, cuando se queda rígido y duro, algunas conchas, y, sobre todo, coral cuyos pólipos se comen los peces loro, que tienen como un piquillo que también rasca la parte exterior. Estos peces engullen el pólipo (blando) y el coral (duro), y cuando hacen la digestión, expulsan el coral, que es carbonato cálcico y acaba sumándose a la arena coralina de las playas rosas.

Jugué a perderme un poco en la microselva insular y, en un momento pasé de naufrago a Doctor Livingstone

Cuando pisé aquella arena coralina de conchas y peces loro sentí lo mismo que esos personajes de película que, después de un naufragio tremendo, llegan abrazados a una tabla a una isla llena de pájaros donde solo hace calor, fuego, horizonte borroso y huele a sal. Jugué a perderme un poco en la microselva insular y, en un momento pasé de naufrago a Doctor Livingstone, y del divertimento a la esperanza-miedo de que, al volver a la orilla rosa, la barquichuela, el barquero y el checo no estuvieran más.

Volvimos despacio a casa, y esa noche me acordé de una secuencia de la película “Naufrago” que no puedo ver sin echarme a temblar: él, tras cuatro años sólo en una isla a la que acaba aborreciendo, construye una balsa y se lanza a la mar. Llevamos una hora y media hora de película. Tom Hanks se va alejando, harto de la isla, rumbo a un futuro prometedor lleno de personas y centros comerciales, y de repente se gira, ve a su hogar alejarse en el horizonte y entonces entra por primera vez la música en la película, Hans deja de remar, se detiene a observar la isla borrosa y, como un niño pequeño, rompe inevitablemente a llorar.

 

 

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