Ibones de Anayet: razones para reencarnarse en vaca
Al final de Canal Roya, en la Rinconada, el sendero zigzaguea por una paredón de roca donde desaguan los ibones de Anayet, que ni siquiera se intuyen. Hasta ahí, el montañero ha recorrido todo el valle, desde el circo de Rioseta, ganando progresivamente altura por el interminable corredor entre las lomas traseras de la estación de esquí de Astún y las pronunciadas laderas de Las Negras. El lugar invita a quedarse a disfrutar del sosiego de los regatos serpenteando por la pradera, de la belleza de este anfiteatro de origen glaciar, reconciliándonos con el tiempo sin manecillas de las vacas pastando su rutina, de los sonidos insignificantes que magnifica el eco de este imponente circo de piedra donde una sombra es un tesoro.
Pero no corramos tanto. Hemos llegado hasta aquí desde el pequeño aparcamiento situado, a la derecha de la carretera que sube de Jaca a Candanchú, un poco antes de llegar a Rioseta. No está indicado, así que al pasar el desvío al hotel Santa Cristina (un edificio rehabilitado que por sí solo justifica una visita) hay que estar atento. La pista nace al otro lado del río Aragón-Subordán, que se cruza por un puente. Al principio, discurre por un bosque hasta llegar a las instalaciones de un campamento de verano y la fuente del Cerezo (un buen lugar para llenar la cantimplora), cuando a cielo abierto caminamos flanqueados a nuestra izquierda por unas pendientes pródigas en aludes que han dejado su huella en la montaña. Precisamente los desprendimientos han obligado a desviar al otro lado del río el camino habitual, alargando un poco más la aproximación a una cabaña de pastores desde donde hay que salvar un pequeño desnivel para seguir remontando la canal. Compartimos sendero, y deposiciones, con un grupo de pastores franceses a caballo que regresan a casa tras abastecer sus alforjas en la cercana Canfranc.
La Rinconada invita a quedarse a disfrutar del sosiego de los regatos serpenteando por la pradera, de la belleza de este anfiteatro de origen glaciar
El recorrido rebosa agua a cada paso, por lo que tenemos que sortear infinidad de pequeños arroyos que atraviesan el sendero y lo llenan de barro. En condiciones normales, no lleva más de dos horas alcanzar la Rinconada, pero con un niño de seis años, el tiempo es elástico y, a menudo, eterno. Las paradas periódicas son casi una necesidad y las tretas infantiles para arrojar la toalla, un semillero de ingenio -«no puedo más, se me ha ido la fuerza de todo lo que he comido por el pis»- y sabiduría montañera. Nada que no pueda remediar una piedra donde asentar las posaderas, unos frutos secos y unas onzas de chocolate y un trago de agua.
He recorrido muchas veces esta canal y siempre se me hace larga (sobre todo a la vuelta). Esta vez, por momentos tengo la sensación de que la memoria me ha traicionado cuando, detrás de una loma que presumo la última nunca aparece la Rinconada. Nos cuesta tres horas y media llegar al final del valle. Argumentos para desistir, todos. Bajo una buena sombra (la misma que me cobijaba a mí, siendo niño, cuando recorría con mi padre estos paisajes siempre cerca del corazón) a los pies de una enorme mole de piedra que parece un regalo de un dios bondadoso, almorzamos para deshojar la margarita con el estómago lleno, que siempre propicia el buen juicio y aleja pensamientos derrotistas.
Por momentos tengo la sensación de que la memoria me ha traicionado cuando, detrás de una loma que presumo la última nunca termina el valle
Se ha hecho tarde y mirar hacia arriba desanima, pero seguimos adelante con intención de darnos la vuelta si las fuerzas de Gonzalo menguan. Subimos desgranando anécdotas familiares, desempolvando historias de la infancia que difuminan el esfuerzo. En 50 minutos alcanzamos por fin los ibones y vislumbramos, al fondo de la planicie lacustre, el pico de Anayet, con sus características paredes rojizas. Pero la foto más espectacular es la que encuadra este lago de montaña a los pies del pico del Aspe (la instantánea es una ilusión óptica, puesto que el pico no está en primer plano sino al otro lado del valle, pero da la impresión de que la lámina de agua se extiende a sus pies). La tierra que rodea el ibón está impregnada de agua y las botas se hunden en el suelo como si camináramos encima de una esponja. Un rebaño de caballos pasta despreocupado a unos metros de nosotros por entre los meandros de agua encendidos por el sol. La escena no puede ser más bucólica. Casi dan ganas de reencarnarse en vaca.
Hace cinco horas y media que hemos comenzado a andar (la subida desde la cercana estación de Formigal es mucho más rápida) y todavía queda regresar por el mismo camino (normalmente, y para evitar la tediosa vuelta, suelo optar por bajar por Las Negras hacia Canal Roya, pero los desniveles son muy pronunciados y al final el sendero se pierde y hay que bajar a la brava ladera abajo, desaconsejable para un niño de seis años). Para quien no esté acostumbrado a hacer montaña, conviene advertir que los descensos son más peligrosos que las subidas. Una torcedura de tobillo siempre acecha y conviene asegurar los pasos para no tentar a la suerte (por supuesto, sin botas el peligro de una lesión se dispara).
Un rebaño de caballos pasta despreocupado a unos metros de nosotros. La escena no puede ser más bucólica
Son las tres y media de la tarde cuando, ya abajo, empezamos a recorrer Canal Roya en sentido inverso, dando la espalda a la Rinconada. En una hora y media, y tras una breve parada para dar los últimos bocados a las provisiones, llegamos a la cabaña de pastores que nos acerca a la pista, devorada por el sol a estas horas. No hay nada más desesperante para unas piernas cansadas que una pista de tierra interminable. Ésta, afortunadamente, es bastante corta y pasadas las seis de la tarde llegamos al aparcamiento donde hemos dejado el coche casi nueve horas antes.