Regreso a la Medina: la memoria selectiva del viajero

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Los viajes son lo que acabamos queriendo que sean. Si los afrontamos con ilusión y sin prejuicios, la más dañina epidemia entre los viajeros, los destellos se sobreponen a cualquier zancadilla. Pero, si por el contrario, nos empeñamos en hilvanar desprecios y juicios sumarísimos, la más deslumbrante experiencia palidece ante la intransigencia, siempre alerta. Normalmente, tenemos para elegir y casi siempre depende de nosotros hacer prevalecer una u otra actitud frente a lo desconocido. Basta con escuchar a varias personas que hayan viajado hasta el mismo lugar, incluso en las mismas fechas, para darse cuenta de que parece que hayan estado en sitios distintos.

La predisposición del viajero marca sus experiencias, las moldea en gran medida hasta acomodarlas a sus juicios/prejuicios. Es inevitable. Pocos son, y muy sabios, los que se alejan de la rutina dispuestos a que el viaje cambie sus percepciones y les remueva por dentro. Ésa es, desde luego, la sublimación del viaje: el que es capaz de cambiar al viajero. El viaje interior que acompaña al desplazamiento físico. Pero para eso, claro, hay que estar dispuesto a pelearse con uno mismo. Y, a veces, al primer golpe encajado se nos quitan las ganas. La mayoría, desde luego, se siente más cómodo reafirmándose, apuntalando su visión del mundo sin dejarse impregnar por notas a pie de página. La seguridad del inseguro.

Pocos son, y muy sabios, los que se alejan de la rutina dispuestos a que el viaje cambie sus percepciones y les remueva por dentro

Reflexioné sobre este asunto hace unos días, en mi regreso a Túnez siete años después. Las circunstancias habían cambiado, pues ahora viajábamos con nuestros dos hijos, pero la asfixia de un hotel donde todo era demasiado cómodo me arrastró muy pronto hacia la Medina de Hammamet en un taxi. Busqué las mismas puertas, idénticos rincones, pero esta vez ya no fui capaz de perderme. La memoria, esa vieja bribona que, con frecuencia, irrumpe cuando queremos olvidar y se esconde cuando recurrimos a ella con más ahínco, no permitió que me desorientase. De alguna manera, ese dédalo de callejuelas encaladas, aquel laberinto de luz y voces de comerciantes sin rostro, había dejado huella en mi disco duro.

Caminamos hacia el paseo marítimo, donde mueren las murallas del zócalo rindiéndose al Mediterráneo, sin poder evitar entrar en un comercio tras otro. Porque la mujer que hace un tatuaje de henna a tus hijos por un dinar (que acaba convirtiéndose en doce) tiene un hermano que regenta una tienda a la vuelta de la esquina con los mejores precios de la Medina, y enfrente un joven se empeña en enseñarte sus abalorios, y más allá un grupo de tenderos interrumpe su sosegada charla para animarte a curiosear en su abarrotado comercio.

Busqué las mismas puertas, idénticos rincones, pero esta vez ya no fui capaz de perderme

Y tú, mientras, intentas buscar algo de silencio que te reconcilie con tus recuerdos. Dando la espalda a las voces, callejeando por esos estrechos pasadizos de esencia andaluza y buganvillas abrazadas a las paredes.
Entonces, de repente, un hombre mayor te invita a entrar a su casa. Su hijo, dice, vivió en Bilbao unos años y habla «un poquito» de español. Cuando quieres declinar amablemente la invitación ya estás dentro, saludando a su nuera, que está viendo una de esas pequeñas televisiones de antaño que había que golpear de vez en cuando para recuperar la señal. Su hijo, cómo no, anda por ahí, pero no se muestra muy efusivo por la llegada de los españoles.

Tras una cortina, un patio. Un anciana nos saluda mientras subimos en fila india unas angostas escaleras hacia la azotea, donde está tendido a secar un manto de especias rojas como el sablazo que se avecina. Dos adolescentes ociosos, supongo que sus nietos, nos reciben con sonrisas. Para entonces ya empiezo a barruntar que el tour turístico por la casa típica de la Medina me va a costar una propina. Asumido el desembolso, aprovecho para tomar unas fotos de esta perspectiva inusual del laberinto de calles abigarradas. Empieza a llover. Toca recoger las especias para que no se echen a perder.

Un hombre mayor te invita a entrar a su casa y, cuando quieres declinar amablemente la invitación, ya estás dentro

Descendemos por las escaleras en dirección a la salida. Nuestro anfitrión me coge del brazo y me pide diez dinares (cinco euros al cambio). Si supiera francés, le explicaría que cuando se invita a alguien a tu casa no se le cobra por ello y que de la renombrada hospitalidad árabe uno espera, al menos, cierta sutileza a la hora de reclamar la exacción. Pero cuando uno viaja con niños se te quitan las ganas de discutir. Le digo que me parece suficiente con cinco dinares y rebusco en mi bolsillo, pero no tengo billetes de menos de diez dinares. Consciente, como he apuntado en alguna otra ocasión, de que el turista debe afrontar con resignación la inevitable cadena de pequeños robos institucionalizados por los usos y costumbres, le alargo lo que me pide.

Ya tengo motivos, si quiero, para agriar los recuerdo de mi regreso a la Medina y, lo que es peor, para que ese revés condicione todo lo demás. Pero la Medina no nos deja ir así como así. La llovizna va cuajando en aguacero en apenas un suspiro y nos vemos obligados a guarecernos bajo los toldos de un comercio, en una estrecha calle repleta de tiendas separadas de un lado al otro por apenas tres metros. Parece que el chaparrón va a ser cosa de unos minutos, pero lejos de amainar, el agua sigue cayendo cada vez con más fuerza.

La llovizna va cuajando en aguacero en apenas un suspiro y nos vemos obligados a guarecernos bajo los toldos de un comercio

Los comerciantes nos invitan a refugiarnos en sus tiendas, pero preferimos seguir donde estamos, no vaya a ser que terminemos llevándonos una alfombra. Muy pronto, las alcantarillas no dan abasto y el agua amenaza con llegar a las aceras. Dos mujeres empiezan a achicarla calle abajo ayudándose de unas escobas de pelo ralo. De los toldos empieza a gotear cada vez más agua. Mi hija de dos años, indiferente a todo, se queda dormida en brazos de su madre. Enseguida nos acercan una silla desde el otro lado de la calle.

Los tenderos se afanan, descalzos, en retirar todas sus mercancías expuestas al agua, que chorrea por todos lados. Sacan sus móviles y graban la furia del cielo. Alguien ha decidido allá arriba baldear la Medina a conciencia. Nos cruzamos sonrisas entre truenos que no invitan a salir a la intemperie en busca de un taxi. Allí estamos, media docena de personas que no se volverán a ver en la vida hermanados por una tormenta. La complicidad es inevitable y dan casi ganas de entrar a comprarles algo. El revés de la moneda. La oportunidad que siempre te da un viaje para elegir con qué recuerdo te quieres quedar.

Allí estamos, media docena de personas que no se volverán a ver en la vida hermanados por una tormenta

Hago las paces con la Medina. No me cuesta mucho, la verdad. E incluso sonrío pensando en los diez dinares que me ha sacado el presunto hospitalario. Y cuando, con el tiempo, piense en mi regreso a Hammamet, estoy seguro de que recordaré por encima de todo esa hospitalidad espontánea pasada por agua de los comerciantes de la Medina. Si la vieja bribona no lo impide.

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Comentarios (4)

  • Laura

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    No ha sido necesario viajar varias veces al mismo lugar.Después de dos meses en Ecuador, creo que me estoy acercando peligrosamente a un cambio de actitud desde la ilusión y la apertura mental total en un primer momento a todo aquello que se me presentaba y ocurría, hacia los prejuicios,Si esa epidemia horrorosa y de la que me averguenzo y no querría que me siguiera invadiendo
    Me gustaría vivir ese cambio interior del que hablas, y que la experiencia me enriqueciera.
    Sin embargo, creo que día a día me alejo del camino….gracias por describirlo tan bien.

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  • Mayte T

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    muy cierto todo lo que dices y descrito tan bien, me encanta.

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  • Ricardo

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    El simple hecho de que te des cuenta de que los prejuicios te alejan del camino ya es un triunfo, Laura. Volverás a desandar lo andado, seguro. Un saludo para ambas

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  • Laura

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    Gracias por tus palabras de animo Ricardo, espero que se cumplan y esto sirva para enriquecerme personalmente.
    Ya os contaré.
    Seguid describiendo con vuestros textos e imágenes, de una manera tan magnifica, lo que que otrxs también sentimos y no somos capaces de hacer tan bien.
    Un fuerte abrazo

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