La ciudad perdida de los Tayrona

Por: Enrique Vaquerizo (texto y fotos)
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A una ciudad perdida se debería entrar a lo grande, manteado por tus porteadores, con la mirada fiera y un machete entre los dientes. O al menos eso creía yo,  pero ahora miro hacia arriba  y los escalones se multiplican como gremlins bajo la lluvia, hacia arriba siempre hacia arriba. Paso a revista a la tropa y me encuentro un pelotón de europeos blancuzcos  y malolientes en pantalón corto.  Acribillados a picaduras apenas pueden  ocultar  su mal humor por el  madrugón. Como hueste no presentamos un aspecto muy digno.

-¡Vamos!, ¡Ya sólo quedan 1300 escalones!

Tomo aire y al instante siento una punzada en el costado. Allá vamos, uno, dos, tres cuatro… para  llamar escalones a estos peñascos  deshechos que se pierden  entre la jungla hay que ser generoso y haberlo pasado muy  mal en la vida. En muchos de ellos hay que poner el pie de lado y avanzar como esas esfinges egipcias de los papiros. Da igual, nos apretamos contra la pared roca y trepamos como podemos. Es la traca final después tres días recorriendo la Sierra de Santa Marta.

Cincuenta kilómetros de  balancín interminable,  de mañanas agónicas de  barro y  lluvia y tardes desoladoras donde  los chubascos se lanzaban a bomba desde el cielo y bandadas de mosquitos nos corrían a collejas por estos montes perdidos de Dios. Pienso en todo esto mientras me aferro a los últimos peldaños y resbalo por enésima vez sobre la piedra. Miro hacía mis pies,  irritado y dolorido. 50 kilómetros de trekking hechos en zapatillas de ducha, ¡No está nada mal!

 50 kilómetros de trekking hechos en zapatillas de ducha, ¡No está nada mal!

En la agencia de  Santa Marta nos dijeron que la excursión se hacía con botas, botas de las de verdad, con esas  gruesas suelas de goma capaces de caminar sobre ácido sulfúrico. Nos dijeron  que lleváramos también repelente para insectos, impermeables, cantimploras, linternas, papel higiénico, cerillas, prismáticos y un cepillo de dientes por si acaso, pero que lo más importante de todo eran las botas. Así que allí nos reunimos todos, disfrazados de Indiana Jones, mientras nos presentábamos  unos a  otros como niños de campamento. Iban dos suizos, un inglés, un belga revuelto con una rumana, un francés y una danesa que según me precisó al instante llevaba cinco meses recorriendo Latinoamérica.

Aquello parecía el principio de un chiste pero yo no le vi la gracia y el encanto de la expedición desapareció a medida que aumentaban los gritos en inglés. Después llegó el guía, Miguel, un chaval de Cartagena de unos veinte años que nos apelotonó en la camioneta con indiferencia, mientras todos mí alrededor palmoteaban entusiasmados. El suizo que a sus sesenta años había emprendido un viaje por Latinoamérica con su mujer, después  de librarse de sus dos hijas empaquetadas por fin rumbo a la universidad, debió darse cuenta de mi estruendoso desencanto y decidió darme un poco conversación.

-¿Español?, ¿Y no lo pasas mal viajando por América Latina?

-No, ¿Por qué?

-No se…Por todo lo que hicisteis aquí, por lo que les hicisteis a ellos.

-Jamás me han dicho nada al respecto. Además yo no le he hecho nada a nadie.

Las cosas no tardaron en ir mal, dos horas de trekking bastaron para darme cuenta que las suelas de mis zapatos se estaban desintegrando. Primero empecé a notar un ligero hormiguero en los talones, a los pocos minutos  se transformó en un dolor insoportable debido a las piedras, cuando eché un vistazo vi que apenas me separaban del suelo unos milímetros de caucho carcomido. A esa  línea Maginot me encomendé para aguantar los tres días de infierno que faltaban. Aquello se vino abajo con la primera tormenta. Exactamente a las cinco de la tarde el cielo se cayó sobre nuestras cabezas en forma de diluvio tropical, unos minutos después  estábamos enterrados en barro hasta las rodillas. Cuando logré sacar los pies me había quedado sin suela y sin calcetines.

Cuando logré sacar los pies me había quedado sin suela y sin calcetines

La expedición se compone de dos o tres grupos más como el nuestro, cinco o seis europeos guiados por un guía local que se encuentran a lo largo del día con más o menos suerte e intercambian  resoplidos sudorosos y miradas de compasión y que hacen noche conjunta en una cabaña en medio de la selva mientras  recuentan sus ampollas. Soy el único español y los guías me bautizan con rapidez como “Osshtiatiojoder”, así todo junto,  de un tirón. A alguno por la mañana se le olvida y lo cambia por un “coñotioossshtia” que no tengo tan controlado por lo que tengo que volverme un par de veces para saber si se dirigen a mí.

La perspectiva de hacer el trekking de la ciudad perdida  descalzo parece conmoverlos, buscamos sin suerte por toda la expedición un par zapatos de repuesto hasta que Julio, uno de ellos, se acuerda que debe tener aún en la mochila un par de chanclas que le dieron para pasar en el hospital una operación reciente de apendicitis. Las zapatillas están cubiertas con una goma verdosa y tienen unos agujeritos para que respiren los dedos de los pies, más me vale acostumbrarme porque es lo que calzaré  los próximos días.

Pero poco importa ya todo eso ahora que casi estamos 1297,1298, 1299 y… el panorama es apabullante. Una colección de terrazas de piedra que se reparten como setas entre los cerros repletos de vegetación. La niebla de primera hora de la mañana  aún no se ha disipado del todo y se deshilacha poco a poco, como una telaraña  entre  las ruinas . Al fondo el torreón principal trepa sobre una sucesión de ceniceros superpuestos  que se suspenden en el vacío. La ciudad perdida de los tayrona no fue descubierta hasta los años setenta, por un grupo de huaqueros que se dedicaba a robar los múltiples tesoros que almacenaba la excavación.

Cabelleras lacias hasta los hombros aparecen y desaparecen como fantasmas

Casi el 90% del complejo continúa aún enterrado bajo la selva, los indios koguis que habitan el lugar, descendientes de los tayrona lo han erigido en su lugar sagrado y no permiten que se escave ni un metro más. Los vemos de vez en cuando, a los koguis digo. Vestidos de blanco, con sus cabelleras lacias hasta los hombros aparecen y desaparecen como fantasmas entre la selva. Carlos, uno de los guías más veteranos me cuenta que estos días andan preocupados, la semana pasada un rayo cayó en medio de una ceremonia de chamanes, que se celebraba durante la noche, murieron seis de ellos, no parece un buen augurio.

Nos apoyamos jadeantes y satisfechos sobre nuestros bastones mientras Miguel comienza las explicaciones sobre la historia de la ciudad.

-¡Aquí vivían los tayronas en paz, dedicados a cultivar y a estudiar a las estrellas hasta que llegaron ellos…! Me doy cuenta de que Miguel ha hecho una pausa y el corro de guiris se ha vuelto a mirarme. De repente me siento como un invasor sanguinario, llegado del otro lado del océano para profanar este lugar en zapatillas de hospital. Me encojo de hombros y ensayo una sonrisa de circunstancias.

-Pero los tayronas supieron cómo defenderse y cada vez que intentaban subir los recibían con flechas, así los mantuvieron alejados muchos años, pero ellos (nueva pausa para dedicarme una mirada reprobatoria) como ya sabéis se volvían locos por el oro, creían que El Dorado debía estar por aquí y no dudaban en matar a mujeres y niños. Imaginaros la impresión de las mujeres y niños indígenas, asombrados con esos seres que debían parecerles muy extraños, casi dioses. El belga me mira con interés y noto en el suizo una extraña sonrisa eufórica de ¿Vesyatelodecíayo? De repente todos se han animado y están dispuestos a divertirse un poco, además han leído cosas.

La presencia española aumentó de forma decisiva el nivel de agresividad en el continente

El francés por ejemplo  recuerda que hace poco leyó en algún sitio una teoría basada en que la presencia española aumentó de forma decisiva el nivel de agresividad en el continente,  se extendió como un virus y provocó aún más atrocidades entre los indígenas. Los dos suizos parecen encantados con esta explicación y relatan su visita recienta a las minas del Potosí y lo mucho que les impresionó la crueldad que se respiraba en aquel sitio. El belga que inexplicablemente parece haber olvidado la existencia de un tal Leopoldo, se muestra cortésmente  interesado por saber cómo convivimos en mi país con tanta vergüenza histórica. Nadie parece darse cuenta que hace mucho tiempo que he dejado de sonreir.

-Después llegaron los piratas ingleses y los indígenas comerciaban con ellos para así fastidiar a los españoles, a veces conseguían armas de fuego… El inglés interviene  orgulloso para explicar con todo lujo de detalles las proezas de Sir Frances Drake convertido  de repente en un héroico patriota, … Juro  que en este momento recorrería el doble de la distancia que me falta hasta Santa Marta  a cambio de tener un maldito arcabuz a mano.

Mis pálidos y civilizados conciudadanos del viejo continente me lanzan miradas de reproche  y palmean protectores  a Miguel como si de un momento a otro fuese a timarle intentando endosarle  mis abalorios de colores. No estoy en mi mejor momento y vago entre las ruinas mientras reniego de la idea del maldito Valdivia  de venir  a hacer el idiota por estos lugares. Paso la mayor parte de la mañana solo, como si hiciese días que no uso el desodorante, debo exhalar un tufo insoportable a leyenda negra.

Debo exhalar un tufo insoportable a leyenda negra

En algún momento el sol se eleva en el horizonte como un obús y Miguel decide qué es hora de volver. Bajamos al trote la escalinata mientras las articulaciones crujen como patatas fritas. Bajo junto a Carlos, me cuenta que tiene ascendencia kogui y que también fue huaquero, se pagó bastantes farras con piedras y cascotes de las ruinas. ¿Lo de la otra noche? Muy mala suerte, los rayos son habituales por esta zona. Desbocados bajamos de tres en tres los escalones, aferrados a nuestros bastones de excursionistas y apestando a protector contra mosquitos, no tenemos ni idea de hacia dónde toca ir ahora, pero por si acaso vamos rápido.

Miro a mis compañeros de excursión con sus brazos y cuellos color sandía, el protector no parece haber hecho efecto, creo que más de uno va a pasarlo fatal esta noche. Mis zapatillas de ducha resbalan en los escalones cada dos por tres. En algún punto unos niños koguis detienen sus juegos en el borde del sendero para mirarnos. Van descalzos y nos contemplan con asombro mientras desfilamos como autómatas entre la jungla, debemos parecerles muy extraños.

 

 

 

 

 

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