No sé cuánto pesan las estrellas, pero esa noche pensé que se nos caían todas encima. No podía ser que el cielo soportase tantas juntas sin desmoronarse de manera violenta sobre nosotros. En cualquier momento, no había duda, empezarían a precipitarse, primero lentamente, como gotas escurriéndose por un cristal un día de lluvia, después de forma apresurada, incluso con violencia, con el estruendo de una plaga bíblica. Había que aprovechar, pues, esos escasos minutos antes de la catarsis, cuando nos sumiríamos irremediablemente en la frialdad de una noche sin estrellas.
Nos habíamos alejado unos metros del restaurante camino del coche y la oscuridad nos había engullido en unos segundos, mientras cruzábamos con torpeza un riachuelo, los que tardamos en mirar hacia arriba y descubrir la vigorosa luz de las estrellas. Era un espectáculo magnífico, inesperado y sobrecogedor, y un colofón a la altura del atardecer que nos habíamos regalado en el pequeño pueblo de pescadores de Los Molinos, en la costa oeste de Fuerteventura, sin duda el más bello que contemplamos en la isla.
Había que aprovechar esos escasos minutos antes de la catarsis, cuando nos sumiríamos en la frialdad de una noche sin estrellas
El tiempo apremiaba mientras caminábamos horas antes montaña arriba al encuentro del monumento a Miguel de Unamuno, nutriente intelectual de mi juventud y ante cuya estatua no podía pasar de largo, incluso a costa de no llegar a tiempo a nuestra cita con el atardecer. A la altura de la Montaña de Tindaya, ésa que Eduardo Chillida soñó con horadar para hermanar en sus entrañas la luz del sol y de la luna, un desvío lleva hasta la pequeña localidad de Tefía y, tras dos kilómetros por una pista forestal, se deja el coche a los pies de Montaña Quemada, donde el escritor vizcaíno dejó escrito que no le importaría que le enterrasen, para continuar andando por una pista empinada.
Es un paraje desolado, azotado por un viento tan arrollador como el pensamiento de don Miguel, capaz de alborotar los convencionalismos y los asideros del sentido común con idéntico vigor. Aquí, solitaria y al traspiés de todo, se alza desde 1980 la estatua de Unamuno, sentido homenaje de una isla a la que le desterró en 1924 la intransigencia del general Primo de Rivera, tan temeroso de las palabras libres como cualquier dictador. Entonces, como ahora, oponer el sentido propio a los embates del sentido común salía muy caro. Creo que, desde ese punto de vista, este monumento en un paisaje lunar barrido por los vientos alisios es una perfecta metáfora de la obra de Unamuno.
Casa Pon merecería ingresar por derecho en el selecto catálogo de bares protegidos de España
Desde el desvío de la FV-207, la carretera desciende sin remisión como si estuviese dispuesta a dejarse engullir por el mar. Entre quebradas y acantilados, concluye en el puertito de Los Molinos bajo esa luz engañosa que precede al ocaso. Hemos llegado a tiempo. Apenas cuento tres o cuatro coches aparcados donde termina el asfalto. Al otro lado de un puente descuella sobre una loma la privilegiada terraza de un chiringuito, Casa Pon, que merecería ingresar por derecho en el selecto catálogo de bares protegidos de España. “Pescado fresco”, han pintado en la pared sus dueños. Y no mienten.
A cobijo de un acantilado en forma de herradura, Los Molinos se despide del día con el susurro de las olas. Todo parece desde aquí muy lejano, donde se siente incluso la lejanía de uno mismo. Las siluetas de los pescadores se recortan sobre el acantilado mientras, a sus espaldas, las nubes se divierten con el sol menguante. La arena de la playa pide descalzarse y exige silencio. Son unos minutos mágicos, un espectáculo de colores que se refleja en la orilla para unos pocos privilegiados sintiendo el peso de la soledad frente a la naturaleza.
Las siluetas de los pescadores se recortan sobre el acantilado mientras a su espalda las nubes se divierten con el sol menguante
Cuando las sombras empiezan a ganar la batalla a la tenue luz del atardecer, volvemos sobre nuestros pasos. Mientras me sacudo la arena de los pies, descubro la presencia a mis espaldas, mimetizada con la piedra, de una pareja acaramelada a la que, de sopetón, estoy fulminando su momento romántico con mi intendencia playera. Uno no siempre es consciente de la facilidad con la que puede convertirse en un homicida de líbidos.
La arena de la playa pide descalzarse y exige silencio. Son unos minutos mágicos, un espectáculo de colores que se refleja en la orilla
Muy pronto, la única luz que se atisba en lo que alcanza la vista es la de Casa Pon, desde donde la liturgia del atardecer se puede disfrutar sin arena en los pies y con una copa en la mano, que tampoco es placer menor. Calamar, vieja del día, papas arrugás, revuelto de pimiento y gambas… Los sabrosos platos se van sucediendo a la vez que la cerveza Tropical. Hace frío y huele a fritanga. La terraza cubierta del restaurante parece una solitaria bombilla en medio de la oscuridad.
Son casi las diez de la noche cuando caminamos de vuelta al coche, cada vez más a tientas a medida que damos la espalda a la benemérita Casa Pon. Y ocurre. Descubrimos entonces el cielo estrellado. Y pienso: “Se van a caer”. Porque quién sabe cuánto pesan las estrellas.