París, sol naciente laboral
Hay una hora en París, a eso de las 6:28, dependiendo de la estación, en la que la ciudad empieza a abrirse y emite, como si fuera un objeto extraterrestre, una radiación magnética que obliga, día tras día, mes tras mes, año tras año que pasa, a desear volver a verla nacer.
A esa hora las calles se abren, a medida que la luz se despega de las oscuridades en el horizonte urbano y, si es primavera, los parques despliegan sus olores a arbusto recién regado y los jardineros plantan y arrancan, y los guardias del jardín de Luxemburgo ya están uniformados a punto de abrir el portón.
Si es invierno, la luz tarda más en personificarse y casi siempre lo hace detrás de unos velos de bruma ciudadana con una delicadeza digna de enciclopedistas y bohemios, trasnochadores y buscadores de literatura, romances, pinceladas y tormentos, delicadeza frágil de navegantes de sextantes, soledades y café.
Corría muy temprano para dejar atrás algunos amores que le habían dejado atrás a él
Mi amigo Olivier, que corría muy temprano para dejar atrás algunos amores que le habían dejado atrás a él, decía que de madrugada, a las 5:50 por ejemplo, el Sena no se movía, nada se movía en esta ciudad quieta, de no ser por algunos patos que se posaban en las aguas y por la sombra de sus piernas al correr.
A medida que el día se va levantando, París se llena de repartidores, de autobuses y de los menos resistentes al abandono de los placeres templados mañaneros, que salen con la piel tirante de las piscinas municipales o bajan atropellados las escaleras de sus apartamentos para incorporarse al flujo de la vida al aire libre, despeinados, con medio cuerpo remoloneando todavía en brazos de las sábanas, de los amantes o de la lluvia tibia de la ducha primera que ya ha dejado de caer.
El sol, o su halo, apenas rebasan el horizonte y los vagones de metro ya pululan en ese mundo subterráneo donde se deciden las expresiones, efluvios y auras de los ciudadanos del mundo exterior. El día va ascendiendo y las muchedumbres se compactan en paradas de autobuses y colas de Starbucks, en pasos de semáforo y colas de billetes de RER.
La jornada ha empezado. Si es laboral continúa en metros, colas, transportes y caras amarillas de oficina y espera. Si es feriado, si somos turistas, si hemos presentado nuestra dimisión, hay otras cosas que hacer.
París, sol naciente feriado
Un día, pongamos por ejemplo un domingo templado, amanecemos temprano, la mañana está nublada, las compañías previstas para el ocaso, los amantes, las piscinas, las sábanas envolventes fueron mañana o ayer.
Hay una cafetería en la isla de San Luís, en la esquina de la rue des Deux Ponts que da al Pont de la Tournelle donde el sol, o el resol, disparan temprano sus rayos planos y anchos a lo largo de la barra dorada pasando por las sillas verdes, viejas, hasta la pared del final. Los señores son simpáticos, las tartines, a pesar de la calidad de las boulangeries de la isla, de textura chicle y un agradable sabor harináceo, las sillas incomodas, la atmósfera de paz. Desde el sonido de las cucharillas y de la cocina que se oyen en la cafetería minúscula es muy fácil extenderse hasta el paso de las peniches por debajo del puente y los paseos de algunos ciudadanos que sacan al perro a caminar.
Donde viven los canguros a la sombra de una familia de árboles bajos
Después del desayuno en la cafetería pequeña y verde, con las manchas del sol en el libro y el rumiar pegajoso de las tazas en los acentos, uno puede cruzar hasta el instituto árabe y enfilar hasta Jussieu para, siguiendo por esa calle, salir al Instituto de Física del Globo y entrar al Jardin des Plantes por la puerta lateral, donde empieza la menagerie, donde viven los canguros a la sombra de una familia de árboles bajos. El jardín a esas horas tempranas está lleno de naturaleza y puede haber algún habitante madrugador cotorneando a Buffon, que sigue sentado en su silla, en el medio de la avenida central, mirando la vida complacido. Dicen que era un juerguista, un mujeriego, un simpático y encima un naturalista brillante.
Saliendo por la puerta de la Galería de la Evolución, dejando a nuestra derecha la Mosquée, si seguimos la rue Censier podemos cruzar Monge, pasar por delante de la iglesia de St Medard y llegar al mercado de la rue Mouffetard que los domingos abre un abanico de colores de carros de mandarinas, flores con pétalos, olor a cruasán, un señor con algunos diarios y las irrupciones crecientes de vecinos que armados de ganas de desayunarse el domingo bajan a comprar pan, a oler colores y a probar vinos rosados en la cuesta que sube sorteando mercados hasta la plaza de la Contrescarpe.
En las lágrimas de barra del requin chagrín que toma un whisky solitario
Y de ahí podemos galopar hasta Panthéon, en cuyas tumbas hace frío, y bajar por la calle de la montaña de St Genevieve hasta el mercado de Maubert Mutualité o detenernos en los jardines secretos de la Ecole Polytechnique o, más secretos aún, en los del hotel misterioso des Grandes Ecoles en el num 75 de la rue Cardinal Lemoine. Desde la plaza también podríamos entrar en las entrañas de Hemingway, en las lágrimas de barra del requin chagrín que toma un whisky solitario oteando el horizonte o en la librería verde del café Contrescarpe.
Podríamos, incluso, dejar atrás la melancolía y la literatura de la nostalgia y dar un volantazo para, sencillamente, seguir caminando sin penas ni paraísos perdidos, sin dolores ni alaridos dormidos. Andar París con las manos en los bolsillos. Navegar por una calle, por otra, sabiendo que la ciudad nos deja elegir nuestro propio trazado, sabiendo, sin saberlo, porque sale desde dentro, que París tiene muchos parises, y que, dentro de cada uno, hay infinitas combinaciones, ánimos y allures para pasear por la mañana sin más.