Nueva Zelanda: el discreto encanto de Napier

Ruta por la isla norte
Centro de Napier. Javier Brandoli

A Napier, una ciudad de la costa este de la isla norte de Nueva Zelanda, no va nadie, o casi nadie. Porque Napier no tiene lagos de aguas sulfúricas, ni ríos descontrolados, ni casas de hobbies, ni villas maoríes, ni senderos estrechos, ni picos nevados. Y sin embargo, careciendo efectivamente de todo eso, a nosotros nos encantó Napier. O, especificando, nos encantó Napier dentro de una ruta por un país, sus dos islas, en la que lo otro se desparrama ante tus ojos sin descanso y Napier ofrece una singular alternativa. ¿Puede ser monótona la belleza?

NZ es el constante transitar por una armoniosa y espectacular naturaleza. Sólo tiene un defecto, en mi opinión, y es que es demasiado perfecta. No lo digo con ironía, creo que es un ligero defecto. Su paisaje es deslumbrante, pero quizá un pelín demasiado domado. Todos los caminos, hasta los que trepan montañas y volcanes, están perfectamente señalizados, en un estado de conservación imponente, llenos de carteles que resuelven dudas que no tienes. Y nunca nada te agrede, se disfruta todo con sencillez, y te sorprende en muchos lugares que algo hecho por el azar de un choque de átomos pueda ser tan armónico. Y lo es, pero yo al país, gusto personal, lo “despeinaba” un poco.

Wai O Tapu. Javier Brandoli

Empezamos la ruta en Auckland un 26 de diciembre de 2024. Allí, en el aeropuerto, alquilamos nuestro coche. No quedaban caravanas. Debimos entender que aquello era una señal. Les recomiendo no viajar, si prefieren evitar muchedumbres, en lo que son sus vacaciones de verano. Es temporada alta allí. El país estaba lleno de locales yendo a las playas y montes, y de chinos, indios, japoneses, coreanos, australianos…

Tras excavar más de un metro de profundidad en marea baja, aparecen piscinas termales naturales frente al océano.

Nos dirigimos a la mañana siguiente con el coche por una bella ruta de costa a Coromandel, y desde ahí nos dirigimos a Cathedral Cove y Hot Water Beach, dos cincelados arenales. El segundo es famoso porque van cientos de personas con palas a cavar en la arena para fabricarse una bañera de agua mineral muy caliente. Tras excavar más de un metro de profundidad en marea baja aparece un spa termal frente al océano. La marea se retiró cuando anochecía. Fue divertido sentir de pronto arder los pies. Pensamos que estaríamos solos. Pensamos mal. La NZ vacía de las que nos hablaron no la encontramos en todo el viaje.

Hot Water Beach. Javier Brandoli

Eso hizo que los precios fueran más altos y que, incluso, algunas visitas en parques de animales no pudiéramos hacerlas por no haber reservado previamente. Algo creo que se está haciendo mal cuando para gozar del espectáculo de unos pingüinos salvajes hay que reservar un asiento con días de antelación para contemplarlos sentado en un anfiteatro. La industria de los viajes hay que repensarla en las antípodas, en las islas griegas o en el desierto jordano.

Todo está tan alejado de estas islas que hasta los inquietos sapiens llegaron aquí cuando ya los llamaban humanos.

Pero nosotros somos de pensar lo justo en esas cosas, y lo pagamos. Decidimos en el último momento el viaje. Vivimos ahora en Bangkok, y desde Bangkok NZ está cerca. Son sólo, contando la escala en Sídney, 15 horas de viaje. No está mal, desde Europa serían más de 24. Todo está tan alejado de estas islas que hasta los inquietos sapiens llegaron aquí cuando ya los llamaban humanos. Todos aquí son foráneos.

El exterminio de las zarigüeyas

Eso lo aprendes rápido. La carretera es un extraño cementerio. Empezamos a ver decenas de cuerpos de lo que parecía un roedor gigante. Trozos de carne, a veces despedazada, cubiertos de moscas sobre el asfalto. Se trata de un marsupial, la zarigüeya, opossum en inglés. Su historia es singular. Hay un plan del Gobierno para acabar con ellas antes de 2050. ¿Su delito? Ser un inmigrante que molesta a las otras especies locales.

Zarigueya muerta en la carretera de Nueva Zelanda. Javier Brandoli

Nueva Zelanda, separada del resto de continentes hace 85 millones de años, creó un singular ecosistema en el que no había mamíferos terrestres. Sólo los murciélagos habitaban en estas dos islas. La zarigüeya vino de Australia en 1837. Los introdujeron para implantar una entonces lucrativa industria con sus pieles. Pronto el animal, ante la absoluta carencia de depredadores, empezó a multiplicarse y a generar problemas medioambientales. A principios del siglo XX, empezó el debate sobre qué hacer con esta especie invasora.

Pero los sapiens decidieron preservar lo que más les gusta, el bolsillo, y se optó por no hacer nada. Un siglo después, el marsupial ha puesto contra las cuerdas a múltiples especies autóctonas de aves de las que se come los huevos. Es además un vector de transmisión de enfermedades en el ganado. Gobierno y asociaciones conservacionistas han decidido exterminarlo en 20 años. Se calcula que deberán acabar con 30 millones de opossum (llego a haber 80 millones).

¿Para un conservacionista no es un dilema ético acabar con una especie para proteger a otra?

¿Para un conservacionista no es un dilema ético acabar con una especie para proteger a otra?, pregunté recordando el dilema similar que planteaba un libro que leí hace años, “Ender el xenocida”, de Orson Scott Card, en el que el protagonista debe decidir si acabar con un virus, la descolada, del que descubre que es una especie inteligente que amenaza con acabar con la vida de otras especies, incluidos los humanos. 

Wai O Tapu. Javier Brandoli

“En realidad, lo no ético es no hacer nada.  Ratas, armiños, comadrejas, zarigüeyas, gatos y hurones han sido introducidos por el hombre en el paisaje autóctono.  Si no se hace nada para proteger a los pájaros, murciélagos, lagartos e insectos de Nueva Zelanda, se extinguirán, como ya ha ocurrido con muchos de ellos, lo que hace que el contexto neozelandés sea radicalmente distinto al de otros países”, me explicó David Lewis, miembro de la organización Predator Free NZ.

Es curioso, la zarigüeya, que la llevaron allí para comerciar con sus pieles, está protegida desde 1975 en el que era su país de origen, Australia, donde corre riesgo de desaparecer. El debate me pareció interesante trasladado a los humanos.

Si no se hace nada para proteger a los pájaros, murciélagos, lagartos e insectos de Nueva Zelanda, se extinguirán, como ya ha ocurrido con muchos de ellos

Rotorua, una parada obligatoria de la Isla Norte en la que ver los espectaculares Wai O Tapu y el Waimangu Volcanic Valley, es también una especie de capital de los maoríes.

Hay varios de sus poblados que se pueden visitar. Charlando con ellos, te cuentan como llegaron desde las Islas Polinesias alrededor del siglo XIII a unas tierras vacías de hombres. Luego, el primer europeo en llegar fue el holandés Abel Tasman en 1642. Y tras ellos, apareció el famoso capitán Cook en 1769. Tras eso, los británicos ocuparon la isla y tras batallar con los maoríes se llegó al Tratado de Waitangi. Una especie de capitulación de los maoríes que aceptaban, dicen los británicos, someterse a la Corona inglesa a cambio de protección y poder disfrutar de una reserva de tierras. Los maoríes niegan aún hoy esa interpretación, firmada además por diferentes grupos maoríes ya que no estaban unificados, y hablan de que lo que aceptaron es la presencia británica en las islas pero sin someterse a sus leyes y manteniendo su autonomía.

Iglesia cristiana en poblado de Whakarewarewa. Javier Brandoli

El rodillo británico los pasó por encima con su Dios y sus leyes. Los maoríes sufren hoy rezago en cada baremo social y económico que se estudie. Según las estadísticas de International Work Group for Indigenous Affairs, «la brecha entre maoríes y no maoríes es generalizada: la esperanza de vida de los maoríes es de 7 a 7,4 años menor que la de los no maoríes; su ingreso medio es el 71% del de los pakehā (europeos de Nueva Zelanda); el 25,5% de los maoríes abandonan la escuela secundaria superior sin calificaciones y más del 50% de la población carcelaria es maorí».

“Durante cinco generaciones no nos dejaron aprender nuestra lengua, hasta que en las décadas de los 70 las tribus se reunieron para que regresara nuestro idioma a nuestras escuelas”, me contaba Chief…

“Durante cinco generaciones no nos dejaron aprender nuestra lengua, hasta que en las décadas de los 70 las tribus se reunieron para que regresara nuestro idioma a nuestras escuelas”, me contaba Chief, así se hizo llamar, el efectivamente jefe de la villa Whakarewarewa en Rotorua. “Nos quitaron tierras, nos impidieron el voto…”, contaba.

Y yo escuchaba y pensaba en los opossum. Su exterminio se justifica con que es una especie invasora que daña a las especies autóctonas como el Kiwi, el frágil pájaro incapaz de volar símbolo de NZ. ¿Zarigüeyas y kiwis? ¿Europeos y maoríes?

Durante cinco generaciones no nos dejaron aprender nuestra lengua, hasta que en las décadas de los 70 las tribus se reunieron para que regresara nuestro idioma a nuestras escuelas

La diferencia, quizá, es que ningún humano es originario de NZ, pero unos llegaron antes que otros y poblaron una tierra vacía, y de alguna manera se consideran más pueblo originario y con mayores derechos de poseer estas tierras. ¿Lo son?

Belle Epoque, en Napier

Tras Rotorua, nosotros nos desviamos al este. Casi todas las rutas bajan hasta Taupo y allí cerca hacen el trekking más famoso del país, el Tongariro Alpine Crossing. Nosotros habíamos leído que el sendero de 19 kilómetros estaba abarrotado de turistas y nos apetecía hacer algo que estuviera fuera de ruta. Leímos algo de una ciudad Art Deco, donde además podíamos hacer algunas buenas catas de vino. Y nos gusta el vino, y nos gustaba visitar una urbe para no estar siempre sólo en el campo, y, sobre todo, nos apetecía quedarnos en un lugar menos visitado. Y resulta que nos encantó su calma.

Bodega The Church, Napier. Javier Brandoli

Napier es una joyita, una pequeña urbe en su centro histórico detenida en el tiempo. Antes de la llegada de los europeos, dominaba esa zona la tribu maorí de los Ngati Kahungunu. El capitán Cook pasó con sus barcos frente a esa costa en 1769 y escribió en su bitácora que “a cada lado de este promontorio hay una playa baja y estrecha de arena o piedra. Entre estas playas y tierra firme hay un lago bastante grande de agua salada, supongo”.

La localidad se reconstruyó por completo y se hizo bajo la influencia del Art Deco. Y ese es el Napier que se visita hoy.

No fue hasta 1854 que se establecieron en esa zona los ingleses. Se le bautizó como Napier por Sir Charles Napier, un comandante británico en India héroe de la batalla de Meeanee. Pronto llegó una tropa de agricultores, obreros, pescadores… que comenzaron a levantar una nueva ciudad de carácter comercial.

Tienda en Napier. Javier Brandoli

Sin embargo, en 1931 un fortísimo terremoto destruyó casi por completo la urbe y mató a 162 personas. La localidad se reconstruyó por completo y se hizo bajo la influencia del Art Deco. Y ese es el Napier que se visita hoy. Es un viaje al pasado, en el que todo tiene un aire cuidado en el que esperas que de un gramófono empiece a sonar una pieza de charlestón, y mujeres y hombres salgan a bailar a la pista con sus vestidos y trajes de los años 20 mientras fuman cigarros con largas boquillas. Hay varias tiendas que parecen museos de reliquias donde comprar ropa, objetos, discos y suvenires de aquellos tiempos.

Pasear por el centro histórico es hacerlo por una colección de edificios con sus fachadas labradas y sus altas vidrieras. La playa es un larguísimo arenal abierto a ese océano en el que al otro lado está Chile. Siempre me fascina pensar que si tomara desde allí un avión hasta la costa americana llegaría un día antes del que partí.

Napier tiene, además, algún restaurante memorable como Madame Social Eatery & Bar y Hunger Monger Seafood. Y nosotros dormimos en una pequeña guest house, Beach House Studios, que tiene sólo dos cuartos, en la que nos trataron de maravilla los propietarios. No está en la zona centro, ese es su único inconveniente, pero sólo por sus dueños y lo cuidado de la habitación merece la pena.

Luego, en el entorno de la urbe hay varias magníficas bodegas donde realizar catas de vinos y comer. Nuestra favorita de las que probamos fue Black Barn, un espacio estupendo con un Chardonnay memorable. Pero Mission Estate Winery y The Church son las más antiguas y merecen una visita. Sus religiosos nombres, nos contaron en The Church, se debe a que “el vino en Nueva Zelanda lo introdujeron los primeros misioneros”.

Te Mata Peak. Javier Brandoli

Alrededor de Napier hay también una famosa colonia de alcatraces en Cape Kidnapers, que no pudimos visitar por no haber reservado con tiempo, y Te Mata Peak, una montaña a la que subimos que permite hacer varios senderos y ofrece buenas vistas.

No pasó nada deslumbrante en Napier, y nos encantó pasar dos días en Napier.

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