Babilonia es sólo un sueño

Imaginad el Museo del Prado sin puertas, ni ventanas, sin vigilantes, ni policía; una población hambrienta, entrando y saliendo desesperada tras la sombra de la tiranía y el violento despertar de una guerra. Imaginad al pueblo corriendo despavorido entre Goyas y Rubens, saqueadores frente al Jardín de las Delicias, ladrones impunes junto a las Meninas…

Algo así sucedió en abril de 2003, pero no tuvo lugar en Madrid, sino en el corazón castigado de Bagdad, con los tanques estadounidenses atravesando las calles, imponiendo su poder, pero impasibles ante la tragedia irrecuperable que estaba aconteciendo en el Museo Nacional del Irak.

Toros alados del arte asirio (Museo Nacional de Irak)

 “Todo se ha ido, todo, en dos días… La identidad de un país, su valor y su civilización residen en su historia», lamentaba en las crónicas de aquellos días el arqueólogo Raid Abdul Ridhar Mohamed. «Si la civilización de un país es saqueada, como acaba de ocurrirnos, es el final de la historia.”

«Si la civilización de un país es saqueada, como acaba de ocurrirnos, es el final de la historia.”

Y la historia de Irak es tan vasta como sus desiertos inabarcables. La Historia, de hecho, la empezaron a contar ellos, en la ciudad de Uruk, con los primeros textos escritos de la Humanidad. El patrimonio asirio, sumerio, árabe y otomano se acumula en los siglos aplastados bajo el sol irakí.  Y más de 50.000 piezas fueron expoliadas, dañadas o destruidas. Las arpas de Ur, consideradas los instrumentos de cuerda más antiguos del mundo, fueron aniquiladas en el saqueo. Duele pensar que la Lira de Oro, símbolo de la antigua Mesopotamia, con más de 4.000 años de antigüedad, acabase destruida por un gamberro, un saqueador o un imbécil.

Pero así es el destino de este pueblo, cuyas civilizaciones han ido llenando las Bibliotecas durante miles de años y cuyos vándalos son capaces de arruinar todo el legado en un par de días.

Cuando nosotros pisamos el museo en 2024, se habían recuperado unas 22.000 piezas y la mayoría estaba protegida en cámaras acorazadas. Aun así, nos paseamos entre los relieves asirios, contando gestas guerreras o contemplando la Estela de Hammurabi, una de las primeras leyes codificadas de la historia, una Constitución tallada con escritura cuneiforme en el año 1754 a.C. Más de 4.000 años después, el país donde se esculpían leyes y se decoraban tumbas reales con arpas doradas, sería invadido por el ISIS. Es el más primitivo de los fanatismos, cuya ceguera combina con una demencia destructiva, lo que demuestra que cualquier forma de involución aún puede degenerar aún más. Nota mental.

Estela de Hammurabi (Museo Nacional de Irak)

Quise despedirme de Bagdad fumando un último narguile en el Café Sabandar, donde la distancia es efímera y la conversación inevitable. Nadie es extraño en Bagdad si quiere evitarlo.

Duele pensar que la Lira de Oro, símbolo de la antigua Mesopotamia, con más de 4.000 años de antigüedad, acabase destruida por un gamberro, un saqueador o un imbécil.

Jóvenes fuman en el Café Sabandar (Bagdad)

Pero había que alejarse de la capital para acercarse a la nada, y en mitad de la nada, de pronto, como un sobresalto bíblico, uno descubre que está delante de todo lo que fue: Los Jardines Colgantes, la Torre de Babel, la Puerta de Istar… A Babilonia solo se puede entrar en silencio.

Este es uno de esos lugares que hay que completarlos con la imaginación. Debes pintar las murallas con la mente, evocar torres donde sólo quedan unas cuantas piedras. Porque esos ladrillos apilados formaban parte del mítico zigurat, el edificio más alto del mundo antiguo, la Torre de Babel. Y entonces te entra un escalofrío. Tocas los ladrillos y piensas si es cierto que aquí se levantó aquel templo, tan insolente, que Dios castigó a los hombres creando nuevas lenguas, provocando la incomunicación de los hombres y arruinando el proyecto. Sin la leyenda, Babilonia es un conjunto de piedras, pero está la leyenda y está la historia.

Y entonces te ves junto a una explanada yerma, insulsa, con unos cuantos matorrales esparcidos y el guía señala al descampado: “Dicen que éste es el lugar donde se encontraban los famosos Jardines Colgantes de Babilonia”. “¿Aquí? -te preguntas- ¿¡aquí, de verdad!?” Una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, los exuberantes jardines que descendían entre templos escalonados, rodeados de manantiales y flores… ¿en este secarral?

Una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, los exuberantes jardines que descendían entre templos escalonados, rodeados de manantiales y flores… ¿en este secarral?

No había otros visitantes en ese momento, no había turistas. Durante aquella tarde sólo vimos a un tipo holandés, que caminaba entre las ruinas tan absorto como nosotros, tan desnortado, imaginando, imaginando… Le vimos un instante y luego desapareció, como también se esfumó en su día la Puerta de Istar, ladrillo a ladrillo, hacia el Museo de Pérgamo, en Berlín. Aquí queda una réplica pintada y los antiguos muros semienterrados con sus relieves, que te hacen intuir el tamaño de la ciudad.

A Irak le han saqueado el pasado. Solo se puede visitar Babilonia si eres capaz de soñarla como fue.

Hay otra zona en Babilonia que parece mucho más reconstruida, con paredes altísimas y ladrillos que se distinguen perfectamente de los originales. Cada uno de esos ladrillos nuevos lleva, en árabe, las iniciales de un tal Saddam Hussein, que es quien ordenó reconstruir, más o menos, Babilonia. Pero la mano del dictador es mucho más visible que unas letras en las paredes.

La antigua Babilonia se construyó sobre la llanura de Senar, una planicie en la que nada está por encima o por debajo y el horizonte es una línea de tierra y polvo en la distancia. Pero hoy no, hoy la geografía nos sorprende con una colina que no existía, un monte en una tierra sin relieves. Y sobre esa colina un palacio desde el que contemplar Babilonia, bajando la mirada.

Ruinas de Babilonia con el palacio de Saddam Hussein sobre la colina, al fondo.

La colina y el palacio fueron levantados por orden de Hussein. Era su forma de alzarse sobre la historia, de mirar por encima, aunque fuese a la mismísima Babilonia. En el delirio de todo dictador acomplejado siempre hay un pedestal para sostener el ego, un alzador en los zapatos o una colina artificial sobre la que cimentar un palacio.

Vicente Plédel y Marián Ocaña son dos buenos amigos y viajeros eternos, que ya solo ven la vida en movimiento. Ellos habían pasado por Babilonia antes que yo y me recomendaron preguntar por Maki. Así que Maki apareció sonriendo y nos acompañó hasta el palacio. Desde allí, contemplamos Babilonia, una vista inédita en el mundo antiguo. De entre las palmeras babilónicas destacaba una. Maki nos señaló un pequeño muro de cemento que rodeaba una palmera en particular, sólo a una. “Esa era la palmera preferida de Saddam Hussein, así que ordenó tapiar su base y le asignó a un hombre su cuidado. Aquel hombre se dedicaba solo a cuidar esa palmera”, dijo nuestro guía encogiéndose de hombros.

Vista de Babilonia desde el palacio, con la palmera tapiada de Saddam Hussein

En el delirio de todo dictador acomplejado siempre hay un pedestal para sostener el ego, un alzador en los zapatos o una colina artificial sobre la que cimentar un palacio.

El palacio de Saddam Hussein estaba abandonado. Había decenas de pintadas en árabe. El pueblo suele expresarse con grafitis en los palacios derruidos de los dictadores muertos. Tiene sentido. Entonces vimos sus bóvedas pintadas, sus salones gigantes. Se intuían las filigranas de estuco, los mármoles y los aramboles de madera, aunque del mobiliario no quedaba nada. Nos contó nuestro guía que en aquel año enloquecido de 2003, algunos soldados estadounidenses participaron en el expolio del palacio, ante la indignación de Maki, que protestó porque aquello era, al fin y al cabo, patrimonio del pueblo irakí. Pero lo redujeron con vehemencia.

Más de 20 años después, Maki sacó una llave con la que abrió una puerta, como quien abre una caja fuerte. Entramos y una escalera ascendía hacia los pisos superiores. Allí vimos los baños con sus termas, las habitaciones del dictador y su séquito, con ventanales sin cristales que se asomaban al Éufrates. Solo desde lo alto era posible ver el río. Todo era desproporcionado, hermoso, obsceno. Y esas iniciales en los ladrillos firmados para que no olvidemos la sinrazón de quien ordenó construir aquel lugar.

Seguía sin haber turistas allí. Desde uno de los balcones del palacio, mientras contemplaba lo que queda de la ciudad de Babilonia, pensé en la historia irremediable de este lugar. La grandeza saqueada que acaba en los museos alemanes, en las casas americanas o a martillazos, por grupos de fanáticos.

Salón de la planta superior del palacio de Saddam Hussein

Irak se cuenta en ruinas, pero aún se puede contar. Hay que saber leer a Irak, entender que este pueblo se escribe entre las piedras o en los museos y bibliotecas. Hoy, Babilonia es sólo un sueño. Pero los irakís siguen en pie, reconstruyéndose, y se vuelven a reinventar en las teterías. Están vivos y conocen sus raíces, saben de dónde vienen.

Y nosotros, aquella tarde, teníamos claro adónde íbamos: nos dirigíamos al Irak vivo, un lugar donde los hombres y las mujeres acuden en masa a sus templos. Allí no hay ruinas ni palacios abandonados, sino mezquitas concurridas. Allí no miran al pasado sino al futuro en sus plegarias. Estábamos a punto de conocer la ciudad sagrada de Kerbala.

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