Primera noche en la mutante Ciudad del Cabo

Me gusta quedarme mirando las pantallas de salidas e imaginar dónde huyo. Esta vez no quería cambiar de destino. Quería venir a África y estoy en África.

Me gustan los aeropuertos. Creo que a todo el que le gusta perderse le gustan los aeropuertos y estaciones de tren. Me gusta quedarme mirando las pantallas de salidas e imaginar dónde huyo. Me ha pasado hoy en Johanesburgo, mientras hacía escala a Ciudad del Cabo, sólo que esta vez no quería cambiar de destino. Quería venir a África y estoy en África.

Mi primer contacto con el sur del continente ha sido extraño: más blancos que negros en el primer recuento oficial por los pasillos de un edificio que podría estar levantado en medio la city londinense. He comido por 8,50 euros, en el aeropuerto, una pequeña jarra de cerveza de 300 litros y una cesta de nuggets, samosas y patatas fritas que pesaba más que mi equipaje. Luego, tras engullir, he esperado tirado entre varias sillas a que saliera mi avión destino a la Table Mountain (los excesos de mi eterna despedida en Madrid se pagan). A propósito, para los que vayan a volar a la Johanesburgo y luego tomar un vuelo interno (a otras ciudades  sudafricanas), la terminal B está en el último piso del mismo edificio de llegadas internacionales. (Hay personal que intenta hacerte subir a Namibia para luego llevarte a la terminal B y cobrarte un dinero por el trayecto. De paso, advierto, en este capítulo de guía práctica, que la comisión de cambio de dinero en el aeropuerto es del 14%, lo que, aunque no he tenido tiempo de comprobar aún, parece un robo a tecla armada).

El primer paseo por Ciudad del Cabo me ha descubierto una ciudad europea enclavada en los talones del continente africano

Tras dos nuevas horas de avión, el primer paseo por Ciudad del Cabo me ha descubierto una ciudad europea enclavada en los talones del continente africano. Es verdad que se ven enormes suburbios, pero la imagen no tiene nada que ver con la África que nos han enseñado a imaginar. Grandes avenidas, rascacielos y terrazas con aspecto cool son la tarjeta de visita. No he encontrado el encanto, inevitable, lo confieso, de tropezar con un mundo desconocido, donde el olor y ruido de la ciudad te hace pensar que te has cambiado de planeta (como pasa en ciudades como Delhi o Lima, donde la primera impresión es la de tener la necesidad de salir huyendo, aunque luego las ames para siempre).

Sin embargo, tras instalarme en mi residencia (una aldea global en miniatura donde conviven saudíes, surcoreanos y colombianos) he decidido salir, ya de noche, a dar una vuelta a pie por los alrededores. Todas la guías de viajes y personas que viven aquí con las que he hablado antes de mi llegada aconsejan no pasear por Ciudad del Cabo cuando cae el sol. Sin embargo, yo he decidido recorrer a pie parte de la ciudad (no soy especialmente valiente, quizá soy algo más temerario, pero los viajes me han enseñado a relativizar los consejos en este sentido).

A medida que avanzaba el reloj el número de blancos iba disminuyendo y aumentando el de negros. La ciudad muta al color de la noche

Me alojo en Sea Point, que parece una zona residencial cuya calle más importante, Main Street, está plagada de bares y restaurantes. Lo cierto es que a las ocho de la tarde, hora en que he salido, la calle estaba llena de blancos paseando por los aceras. A medida que avanzaba el reloj el número de blancos iba disminuyendo y aumentando el de negros. La ciudad muta al color de la noche. Tras cuatro bares distintos y una cena en un restaurante indio, ni uno sólo de los malos augurios que me habían anunciado ha estado cerca de cumplirse. Algunas prostitutas venden su cuerpo encorsetado en algodón de colores ceñido y algunas camionetas taxis intentan que uses sus asientos. Ciudad del Cabo parece un sitio en el que vivir feliz un tiempo. La Table Mountain, que veo mientras camino entre cuestas, vigila mis pasos. Avanzo mientras pienso que el encanto de este lugar será el de conocer el corazón africano que late en medio de Europa, a casi 10.000 kilómetros del Estrecho de Gibraltar. Sólo en Ciudad del Cabo se puede encontrar esta, en principio, apasionante mezcla. Ahora hay que empezar a buscarla…

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