Humahuaca: adiós a los pueblos polvorientos del altiplano

Añoraba aquel pueblo cansino y olvidado que recordaba haber visitado tanto tiempo atrás. ¿Pero todo había cambiado tanto o era mi memoria la que me jugaba una mala pasada?
Un rincon olvidado en Iruya

Había visitado el lugar más de treinta años antes. El recuerdo que tenía de la Quebrada de Humahuaca, esa zona del altiplano argentino cercana a Bolivia, era que se trataba de tranquilos pueblos polvorientos con una fuerte influencia indígena. Ahora que volvía noté una gran diferencia. La zona mantiene sus raíces incaicas, pero la vida de los pueblos se ha volcado hacia el turismo. Las fachadas de las casas son las mismas pero pintadas con atractivos colores y muchas fueron reconvertidas en negocios de productos autóctonos. Las chicas que los atienden visten impecables ropas tradicionales pero además de hablar quéchua y castellano, saben hacerse entender en inglés y francés.

La plaza del pueblo de Purmamarca se ve mucho más bonita que lo que yo recordaba. Los canteros tienen flores, los senderos están cuidados, las carpas de los vendedores están muy prolijas. Sin duda todo se ve mucho más fotografiable. Unos turistas franceses que pasaron a mi lado estaban fascinados sacándole fotos a una llama y un niño que recibía monedas por posar. Pero a pesar de que todo se ve tan bien yo añoraba aquel pueblo cansino y olvidado que recordaba haber visitado tanto tiempo atrás. ¿Pero todo había cambiado tanto o era mi memoria la que me jugaba una mala pasada?

Secretamente, buscaba encontrar, en algún rincón, aquel aire de pueblo auténtico que no se preocupa por lo que piensen los turistas

Buscamos el hospedaje. Recordaba que en los setenta, con mis padres, habíamos parado en una posada donde la puerta no cerraba bien. Ahora, en cambio, la hostería que habíamos elegido tenía todas las comodidades del siglo XXI, tv satelital con canales de todo el mundo, wifi, termostato que controla la temperatura del cuarto y mucho más. Pero el aspecto exterior, de paredes de piedra, respeta la arquitectura tradicional de la zona.

Nos tomamos un rato antes de continuar el reconocimiento de la zona para acostumbrarnos a la altura. Bebimos un té al sol, sentados en unas cómodas sillas mientras verificábamos nuestro correo electrónico. Luego hojeamos la guía y planeamos lo que haríamos esa tarde y los siguientes dos días. Purmamarca, Tilcara, Humahuaca y Uquía eran algunos de los pueblos que visitaríamos pero yo, secretamente, buscaba encontrar, en algún rincón, aquel aire de pueblo auténtico que no se preocupa por lo que piensen los turistas.

El Cerro de los Siete Colores seguía, obviamente, tan llamativo como antes. Las ruinas del poblado indígena conocido como el Pucará de Tilcara, estaban reconstruidas, señalizadas y con un recorrido determinado. Cada pueblo contaba con un museo etnográfico-arqueológico muy bien expuesto con claras explicaciones y una iluminación acorde a la exhibición. El camino que recorre el valle ya no levantaba una nube de fino polvo que yo recordaba que se metía hasta en la ropa de la valijas; ese camino estaba pavimentado. Para admirar los exuberantes cerros que dominan la zona ya no se debía detenerse al costado de la ruta, ahora hay miradores con lugar para estacionar el auto y un par de carteles que explican lo que se está viendo. La fascinante feria de productos autóctonos está ahora organizada con un horario de inicio y fin muy respetados. Los negocios aceptan tarjetas de crédito y los restaurantes ofrecen comidas locales con menú en varios idiomas.

La Quebrada de Humahuaca se ve ahora mucho más atractiva que en los setenta pero igualmente yo seguía buscando al menos una esquinita con ese aire…

Debo admitir que la Quebrada de Humahuaca se ve ahora mucho más atractiva que en los setenta pero igualmente yo seguía buscando al menos una esquinita con ese aire… “¿Y si vamos a Iruya?”, le propuse a mi mujer señalando en el mapa un pueblo fuera del circuito turístico principal. A ella le encantó la idea. El camino sabíamos que era de tierra, quebrado, montañoso, zigzagueante, por momentos de cornisa y, sobre todo, llegaba a superar los 4.000 metros de altitud.

Emprendimos el camino. Todas las descripciones se quedan cortas cuando uno encara esas curvas interminables. A medida que ascendíamos la camioneta, gasolera, tiraba más y más humo blanco. A poco de pasar el puerto el camino bajada en una sucesión de caracoles, como le decimos a las curvas muy cerradas.

Una polvareda lejana nos avisó que un vehículo venía subiendo. Al acercarnos vimos que se trataba de un destartalado ómnibus que subía trabajosamente. El conductor venía muy preocupado con el esfuerzo de su motor y me dejó toda la responsabilidad de correrme al borde del precipicio para dejarle paso. Pasado el susto, me alegré de ver en ese viejo colectivo la esperanza de encontrar en el pueblo el aire cansino que yo buscaba.

Al llegar a la plaza frente a la iglesia mis esperanzas se desmoronaron. Se encontraba repleta de barullentos mochileros que esperaban el siguiente ómnibus

Luego de mucho trajinar a la distancia vimos, entre cerros, la torre de la iglesia de Iruya. El camino todavía nos reservaba un último desafío, debíamos vadear el impredecible río Iruya, pero por suerte esta vez llevaba poco agua. Si caía un aguacero la historia a la vuelta podría ser muy distinta.

Al llegar a la plaza frente a la iglesia mis esperanzas se desmoronaron. Esta se encontraba repleta de barullentos mochileros que esperaban el siguiente ómnibus para volver a Humahuaca. Quizás cuando se fueran volvería la paz.

El costado de la plaza era una baranda sobre un precipicio desde el que teníamos una espectacular vista del cañón del Río Iruya. Sacadas unas fotos nos adentramos por las callejuelas del pueblito y, para mi alegría, allí sí encontré lo que buscaba. Viejos bares con carteles descoloridos, sillas y mesas medio desvencijadas, los revoques mal mantenidos, la calle de polvo, los pueblerinos charlando sin ninguna prisa, un muchacho que pasaba con un lentísimo burro. Todo lo opuesto a lo que se habían transformado los pueblos de la Quebrada de Humahuaca. Ese era el Norte Argentino que yo recordaba. Me fui contento de Iruya.

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