Teotihuacán: la ciudad de la serpiente emplumada

Me sucede con estas ciudades de la antigüedad que las recorro imaginando al turista del siglo XXXV paseando sobre los restos de nuestras modernas ciudades, que pensamos indestructibles, recorriendo avenidas desiertas de las que apenas asoman los restos de un rascacielos o el campanario de una catedral.

Eran apenas las diez de la mañana, pero el tipo se empeñaba en que nos bebiéramos unos tragos de pulque y tequila a palo seco para ablandar nuestros bolsillos en las compras. Sobre el mostrador había cuatro vasos, pero Belén, agarrotada por el “mal de Moctezuma” (ése que acecha a los turistas en los platillos mexicanos impregnados de chile), ya ha dejado claro que no piensa probarlos. En un país donde despreciar una invitación alcohólica es un desaire mayúsculo, me toca beberme a mí los cuatro. Eleazar, que así se llama el tendero, sonríe. No hay salvación. Y que todos los sacrificios sean así…

Estamos en un comercio de souvenirs perdido en la inmensidad del valle de Teotihuacán, la enigmática ciudad precolombina misteriosamente arrasada hace 14 siglos, rodeados de plantas de maguey, el cactus local del que, fermentado su jugo, se extraen rotundas bebidas espirituosas. El pulque es la de menor gradación alcohólica, similar a la de la cerveza, y ya llamó la atención de los conquistadores. Fray Toribio de Benavente, uno de los primeros evangelizadores de Nueva España, dejó escrito que “bebido templadamente es saludable y de mucha fuerza” pero que “a los que beben en cantidad embeoda reciamente”. Nada nuevo bajo el sol. A cualquiera que visite México le recomiendo que se deje caer por alguna de las populares pulquerías para, a su gusto, optar por una u otra opción.

En su época de mayor esplendor vivían en ella 200.000 personas, cuando Roma no superaba los 10.000 habitantes

Teotihuacán (“lugar donde se forjaron los dioses”) fue en su día la ciudad más importante de todo Mesoamérica. Dos siglos antes de Cristo, la urbe empezó a tomar forma aglutinando a aldeas dispersas. Su evolución fue espectacular: ocupó una extensión de más de 20 kilómetros cuadrados y en su época de mayor esplendor (a partir del siglo IV) vivían en ella 200.000 personas. Para tomar conciencia de la magnitud de esa cifra hay que apuntar que, por entonces, la población de Roma no superaba los 10.000 habitantes y, en toda Europa, sólo Constantinopla tenía más de 20.000. Su influencia, además, era enorme, y su poder se extendía hasta las costas de Veracruz, Oaxaca  y la actual Guatemala.

La ciudad fue consagrada en honor a Quetzalcoatl, la serpiente emplumada cuya devoción heredarían después los aztecas. De alguna manera, los teotihuacanos contribuyeron así, sin siquiera sospecharlo, a allanar la conquista de México unos cuantos siglos después. Y es que los aztecas confundieron a Hernán Cortés con Quetzalcoatl, el dios expulsado que prometió regresar de Oriente para reinar de nuevo sobre los mexicas. Esa profecía tenía fecha: año 1-caña en el calendario azteca (coincidente con nuestro 1519). Moctezuma, por tanto, pensaba que quien desembarcó en las costas de Veracruz era la viva representación de la serpiente emplumada, dispuesta a recuperar el trono. Cuando cayó en su error ya era demasiado tarde.

Entre estas piedras hubo mucha vida, se escucharon risas y maldiciones, se festejaron celebraciones, se lloró a los muertos y se invocó a los dioses

Me sucede con estas ciudades de la antigüedad que las recorro imaginando al turista del siglo XXXV paseando sobre los restos de nuestras modernas urbes, que pensamos indestructibles, recorriendo avenidas desiertas de las que apenas asoman los restos de un rascacielos o el campanario de una catedral. Entre estas piedras hubo mucha vida, se escucharon risas y maldiciones, se festejaron celebraciones, se lloró a los muertos y se invocó a los dioses. Tener muy presente esa obviedad es imprescindible para no acabar mascullando el primer mandamiento del ignorante orgulloso de su ignorancia: “Vista una piedra, vistas todas”.

Todo evoca grandeza en Teotihuacán, pero especialmente sus pirámides del Sol y de la Luna. La primera es, con sus 64 metros (originalmente medía 75), una de las más altas del mundo. Llegamos a ella caminando por la Calzada de los Muertos, la “Castellana” de Teotihuacán con casi cuatro kilómetros de longitud que dividía en dos la urbe y sus distintos barrios de comerciantes, militares, sacerdotes, artesanos y agricultores. Pegados a nuestras sombras, los ambulantes vocean sus mercancías y dan lo mejor de sí mismos con sus cantinelas:

-¡Para la suegra, la secretaria, la segunda esposa…!

La majestuosidad del lugar, destino de peregrinación obligado antes y ahora, hace que la historia se precipite. Cada pisada es un siglo, cada mirada, una incógnita. Sobre todo a medida que se suben los 360 escalones de la pirámide principal resoplando entre chancletas y exploradores de nuevo cuño impecablemente uniformados.

Este lugar sigue siendo especial para los indígenas, que suben hasta la cima de la pirámide para celebrar sus casamientos

Seguramente envanagloriada de éxito, Teotihuacán fue un buen día abandonada por sus dioses. Entre los años 650 y 700 fue invadida y saqueada sin piedad. Incendiada, la ciudad quedó reducida a cenizas. Las escaleras de la Pirámide de la Luna, arrancadas, fueron esparcidas por el valle. La primera civilización en tierras mexicanas había sucumbido. Pero el lugar, por el que los españoles pasaron de largo, siguió conservando la magia de su grandeza durante siglos. De hecho, el propio Moctezuma acudía a menudo hasta aquí para implorar ventura a los dioses teotihuacanos.

Coronada la Pirámide del Sol, es tiempo de recuperar la compostura y admirar el paisaje desolado de la ciudad dormida traicionada por sus dioses. Hay que hacer, de nuevo, un ejercicio de imaginación. Las piedras desnudas que ahora contemplamos estaban entonces recubiertas de cal, sobre la que los artistas teotihuacanos pintaron sus coloristas murales y cenefas. La ciudad rezumaba vida antes de sumirse en el fuego. Este lugar sigue siendo especial para los indígenas, que suben hasta la cima de la pirámide para celebrar sus casamientos entre ventoleras y litros de pulque. Una boda, desde luego, por todo lo alto que, además, tiene la ventaja de que te ahorras unos cuantos pesos en el banquete.

Antes de abandonar Teotihuacán tengo una cita con Quetzalcoatl. El templo erigido en su honor sufrió como pocos el efecto de las llamas pero mantiene intacto su magnetismo. La serpiente emplumada es omnipresente y sus ojos te observan desde voladizos y bajorrelieves enmascarados entre conchas y caracoles petrificados. Quizá sólo ella conozca el secreto de la desaparición de la ciudad que un día fue la niña de sus ojos.

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