Llegamos a Tuvalu en uno de los dos vuelos que aterrizan semanalmente en el único fragmento de cemento premeditado que hay en todo el país. El viento soplaba de frente y el piloto, que conocía los aires locales, me contó con la misma ilusión que el que vuelve al hogar tras una ausencia larga, que le gustaba hacer esa curva en el aire, con mucho swing, para engañar al viento frontal y aterrizar repentinamente en un momento de viento cero. Como un break en una big band.
Desde las ventanillas del avión ya habíamos visto llegar a los tuvalenses a la pista de aterrizaje armados de tenderetes con collares de conchas, pulseras de semillas y cestas de hojas de palmera para tratar de impresionar al viajero. Cuando la puerta del avión se abrió al aire caliente, los cuatro o cinco puestos estaban perfectamente alineados y la totalidad de Tuvalu, salvo quizás algún anciano o expatriado, estaba desplegada por aquí y por allá en la pista, en la hierba, en cualquier ubicación con visibilidad.
Desde las ventanillas del avión ya habíamos visto llegar a los tuvalenses a la pista de aterrizaje armados de tenderetes con collares de conchas
– ¿Y toda esta gente? – pregunté sorprendida al piloto, que miraba a los habitantes del atolón con una sonrisa de satisfacción.
– Son todos. Vienen cada vez que aterrizamos. Ver un avión para ellos es lo más extraordinario que hay. Es el acontecimiento más importante de la semana. Se ponen elegantes, traen sus trabajos artesanales, y aprovechan para encontrarse, charlar, y así ven gente nueva, ropas estrafalarias, caras diferentes, maletas y gorros. Es su acceso al resto del mundo. Creo que sólo hay una televisión en Tuvalu, en casa de un señor mayor.
– Qué fuerte – dije mirando a los tuvalenses abrazarse unos a otros como si no se hubieran visto desde hacía meses -. Y con tan pocos vuelos ¿Para que usan el aeropuerto? ¿Para qué sirve? – pregunté curiosa al piloto.
– Juegan a fútbol. La pista de aterrizaje es el campo de fútbol nacional.
Es cierto. Los seis días que pasé en Tuvalu los chicos jugaban a fútbol en la pista, sobre todo cuando caía la tarde, y las chicas iban y venían tímidamente, se sentaban, se levantaban y les miraban jugar.
Un mini Estado en un brazo de atolón
Tuvalu tiene 10 698 habitantes, a julio de 2013, y es el cuarto país más pequeño del mundo, con sólo cinco atolones y cuatro arrecifes de coral. El atolón más grande, donde esta la pista de aterrizaje y la televisión, se llama Funafuti. El motu – o brazo de tierra emergente – más amplio de Funafuti mide 12 km de largo, 400 metros en su parte más ancha, y es la superficie más extensa de todo el país. A lo largo de ella se dispone aleatoriamente todo lo que un Estado necesita para ser Estado a excepción de la cárcel y el hostal, que están en el aeropuerto.
Tuvalu tiene 10 698 habitantes, a julio de 2013, y es el cuarto país más pequeño del mundo, con sólo cinco atolones y cuatro arrecifes de coral
En la avenida principal está el Bank of Tuvalu, el hospital, la cámara de comercio, los dos coches de bomberos, el restaurante chino, una tienda de ropa y bolígrafos, varias gallinas paseándose alegremente y la única línea de autobús nacional. En alguna calle colateral esta el edificio de gobierno de estilo colonial, amarillo, construido por los chinos, donde cada despacho es un ministerio, y el ciber café, un negocio de sellos y postales y un establecimiento que hace de tienda-gasolinera donde uno puede comprar pollo, zapatillas, cigarros sueltos y galletas de coco.
No hay publicidad, no hay carteles, no hay anuncios. Cerca del hostal hay un bar solitario donde una madre, una hija y una abuela que sirven cerveza al autóctono y al viajero nos contaron que les daba lo mismo que se inundase Tuvalu entero, que no pensaban abandonar.
El ascenso de las aguas
Dicen los expertos que como es tan pequeño y plano, será el primer país que desaparezca cuando ascienda el nivel de las aguas por el calentamiento global. Y lo cierto es que los habitantes nos explicaron que, aunque faltaba mucho tiempo para que las aguas cubrieran completamente la tierra, cada vez había menos frutos y tubérculos porque las raíces filtraban el agua salada del mar.
Aunque Nueva Zelanda ha propuesto asilo a quienes quisieran irse, todos los habitantes con los que hablé me dijeron que no se irían.
Aunque Nueva Zelanda ha propuesto asilo a quienes quisieran irse, todos los habitantes con los que hablé me dijeron que no se irían, que preferían quedarse hasta que se Tuvalu se hundiera, antes que irse a un país civilizado o a cualquier otro lugar. Sin embargo las partes inundadas eran visibles y abundantes, y periódicamente caían chaparrones que, allá donde te pillaban, te obligaban a esperar a causa del cortinón de agua que se montaba que impedía atravesar cualquier calle o jardín. Los motoristas y ciclistas a veces bajaban de sus vehículos y se protegían en cualquier parte esperando a que amainara, y apenas lucía el sol o la luna de nuevo, todo volvía a la normalidad.
La sencillez
Una noche fui a un restaurante elegante que había a los pies del edificio de gobierno, donde se tomaba un pescado que sabía exactamente a mar. Ahí conocí a dos franceses que habían venido de París para hacer un documental vendible y visual sobre la desgracia de Tuvalu, país condenado a perecer bajo las aguas, cuyos habitantes clamaban seguramente clemencia de algún país vecino. Uno de ellos, creo que se llamaba Guillaume, se ganaba la vida también como comercial de perfumes, con cuyas muestras iba de un lado para otro en busca de mercados florecientes donde distribuir un chanel numero 5 o un Tresor de Lancome. No le quedaban muestras ya y todas las tuvalenses olían sospechosamente a fragancia europea.
No le quedaban muestras ya y todas las tuvalenses olían sospechosamente a fragancia europea.
– Yo no quiero volver – decía -. Yo pensaba que íbamos a encontrarnos un país de infelices inundados, de enfermos de rabia, de difteria, de gente mendigando por calles entre coladas de barro y sin aire acondicionado… y esta gente es absolutamente dichosa, no necesita nada más – y hacía una pausa dramática como si, de pronto, no tuviera prisa ya -.Hemos ampliado la misión una semana. Les he regalado todas las muestras de perfume, camisetas y hasta un par de chancletas, duermo mejor, por las mañanas no hago nada, y paso los ratos charlando con el barquero en una especie de inglés incomprensible.
– El otro día vimos un ovni – dijo el otro francés, más lacio -. Yo me quiero quedar.
Ellos fueron el lazo con el cotidiano, el pellizco que te recuerda que no estas en un sueño inventado. Pensé un momento en el metro, en las cadenas de televisión que compran documentales, en los niños descalzos de Tuvalu jugando con las gallinas, en los cigarros sueltos, los ovnis y en el pescado que me acababa de tomar. Desde nuestra mesa se veía el pacifico inmenso aguantando la noche negra, el camarero vino a decirnos que si se podía sentar.