Y en aquella aldea perdida, al norte de Burundi, todo se llenó de alegría, de esa alegría tan adolescente, tan africana, tan necesaria. Y bailaron los pigmeos como si fuera a acabarse el mundo.
"Vimos a muchos hombres cargando de forma exagerada el fruto de la palma de aceite en sus bicicletas, como si arrastrasen su destino, su penitencia. Sobre las chanclas parecían empujar un castigo de guerras y genocidios."