Estábamos en medio del desierto de Judea, en pleno mes de julio, visitando la ciudad habitada más antigua del planeta. El agua da vida a los árboles frutales, al comercio, a la vida, en este desierto insoportable, donde todo es arena y sol.
Es el lugar donde brota el amor de los dioses y el odio de los hombres. Es la ciudad de las ciudades, laberinto de credos, origen de todo lo que somos. Es la muralla que contiene la guerra santa, el canto triste de los muezzines, los fusiles de asalto y el Huerto de Getsemaní.
Hoy apenas quedan veinte personas paseando frente a las aguas verdes y azuladas de la playa de Tean. Hay algunas casitas modestas entre la vegetación, donde viven algunos ancianos que vieron partir a sus hijos.
Bolivia está llena de precipicios, transportistas y caminos sin asfaltar. Mala mezcla. Las cruces custodian uno de los trayectos más sobrecogedores de América y su nombre no ayuda a relajar el gesto al volante. La Carretera de la Muerte forma un trayecto de barro y piedra que serpentean entre la Cordillera de los Yungas.
Casi en susurros nos contó que el Mirador era el mayor legado de los mayas, que más allá de Tikal, oculta en la selva se hayan sus ruinas engullidas por la maleza, una ciudad más extensa que Chichén Itzá, más antigua que Palenque, más olvidada que todas ellas.
“Son unos 7 u 8 segundos de caída libre” me dice un tipo calvo con las manos en los bolsillos, como quien me indica la dirección de una farmacia. “Ah, mira que bien, así me da tiempo a acordarme de toda tu familia” pienso yo, afectado ya por cierta tensión nerviosa.
Decidimos hacer un viaje hacia la primavera. Queríamos dejar atrás el hielo, las noches adelantadas a la sobremesa, la bofetada del viento de la mañana, el mar de abetos: Alaska. Después de seis meses de frío, escapábamos al sur, como náufragos del invierno buscando una orilla con palmeras.