¿A quién le importa Burundi? (Parte II)

Y en aquella aldea perdida, al norte de Burundi, todo se llenó de alegría, de esa alegría tan adolescente, tan africana, tan necesaria. Y bailaron los pigmeos como si fuera a acabarse el mundo.

Buscábamos a Gustave. Preguntamos por él a nuestro guía y consultamos a los responsables del Parque Natural del río Ruzizi. Todos lo conocían pero nadie lo había visto en meses. A Gustave también lo llamaban “el devorador de hombres”, un cocodrilo de seis metros que, según algunas versiones, se había comido a más de 200 ó 300 incautos. No respetaba ni a hombres ni a mujeres ni a niños, paseantes y pescadores que vieron cómo su final se precipitaba en las orillas de un río monstruoso. En Burundi pasan estas cosas.

-Gustave ha muerto –dijo con firmeza uno de los biólogos que nos acompañaba.

Al parecer, el cocodrilo decidió viajar un poco, buscar nuevas aventuras y, ya de paso, variar el menú burundés. Cruzó el lago Tanganica hasta el sur y alcanzó las orillas de Zambia. Pero allí no tienen la prudencia o la sensibilidad o el temor de los burundeses y cuando apareció el reptil de una tonelada, le dieron muerte sin dudarlo.

Más tarde me contaron, casi como una disculpa, que Gustave no había sido tan malo en realidad, que solo se había zampado a dos o tres personas, que le sobraban dos ceros a la leyenda. En cualquier caso, pensaba yo en el espanto de unas fauces despellejando carne y ropa, el susto final de la lavandera, el pánico del pescador al ver entre los juncos seis metros de terror.

A Gustave también lo llamaban “el devorador de hombres”, un cocodrilo de seis metros que se había comido a más de 200 ó 300 incautos

La historia de Burundi se escribe con violencia. En estas tierras han enloquecido hombres y animales, hambrientos todos, y la muerte adelantada ha llamado a las puertas de demasiados inocentes.

Sin embargo, navegar hoy el río Ruzizi es una experiencia agradable. Pelícanos, cormoranes y marabúes se apostan en las orillas junto al lomo de los hipopótamos. Vimos también la piel prehistórica de algún cocodrilo despistado, sin las hechuras del mítico Gustave. Todos juntos, en armonía africana, como esperando la procesión de turistas que surcan el río. Pero en Burundi no hay turistas, así que no esperan nada. Sencillamente coexisten en el lado salvaje del mundo.

Uno de los guías aplaudió para espantar las aves que emprendieron un vuelo nervioso, una estampida de plumas y picos, de aleteos blancos y negros que cubrieron el cielo. La gamberrada, que hubiera sido impertinente en otros parques nacionales, aquí fue acompañada con las risas del conductor de la lancha, porque en este país la alegría está por encima de la ecología. Está por encima de todo. La alegría es la necesidad máxima, el grito desesperado del que no aspira a nada más que a un momento de júbilo.

Las aguas turbias del Ruzizi desembocan en el azul del Tanganica. Un poco más allá, al frente, se perfilan las colinas de la República Democrática del Congo. Sobre el lago, ajenos a patrias y a cocodrilos, las canoas de los pescadores avanzan como si no existiera el tiempo ni las naciones. Aquí no hay más frontera que la cena del día siguiente. El paisaje se viste de playas solitarias. Desembarcamos en una de ellas mirando de reojo a los arbustos, por si acaso. Y allí acabó el paseo, en un lugar que parece un limbo, hogar de reptiles y pescadores, ya cansados de tanta tensión, concediéndose una mañana de tregua, respetándose por derribo.

Sobre el lago, ajenos a patrias y a cocodrilos, las canoas de los pescadores avanzan como si no existiera el tiempo ni las naciones

Habíamos pedido a nuestro guía, Hypolite, viajar al norte, visitar los pueblos de las montañas, acercarnos a la comunidad de los pigmeos. Él, un tanto desconcertado ya nos avisó. “No son aldeas culturales”, dijo, inquieto por si la visita nos decepcionaba al no encontrar tambores o trajes tradicionales. “Mucho mejor”, pensé yo.

Aparcamos en la localidad de Kabuye. Es un pueblo desordenado, sin aceras, con cuestas en las que se suceden viviendas, peluquerías y pequeños locales donde se elabora la cerveza local. No tardamos en salir de Kabuye caminando colina arriba, ascendiendo un valle de terrazas escalonadas, maizales y plantaciones de té. Algunos niños correteaban alrededor. Poco después descubrimos que no todos eran niños. Eran pigmeos, descalzos y con la ropa sucia y rasgada.

Preguntamos a Hypolite si debíamos comprarles algo de ropa o alimentos para visitar la aldea. La harina, la sal o el jabón suelen ser bien acogidos por las comunidades africanas que visitan los extranjeros. Pero nuestro guía dejó claro que cualquier presente sería vendido de inmediato para comprar cerveza.

Hace tiempo que dejé de juzgar estas voluntades. No me siento caritativo cuando les ofrezco alimentos, ni tengo la sensción que les corrompo con dinero. No pienso siquiera qué les conviene, ni entro en conflicto ético si ellos quieren emborracharse. Pienso que esa es su voluntad y que mi juicio jamás entenderá sus razones, su contexto o sus prioridades. Lo que no soporto es la condescendencia. Prefiero preguntarles a ellos. Eso sí, jamás compro entrevistas, ni pago fotos. Aunque este es un debate que no cabe siquiera en un artículo.

Nuestro guía dejó claro que cualquier presente sería vendido de inmediato para comprar cerveza.

Nos recibieron muy estirados, con la dignidad del gesto bajo los harapos. Eran muy bajitos como uno espera que sean los pigmeos y la primera sensación que aquella imagen proyectaba era la de ternura. Los hombres mantenían la compostura, las mujeres trataban de sonreír a la cámara y algunos niños salían despavoridos al refugio de los maizales. Salvo los pequeños desertores, la aldea entera se congregó ante nosotros. Intenté hablar con el que parecía el líder de la comunidad, frente a un grupo de casitas de adobe entre las palmeras. Les pregunté cómo era la vida allí y no tardaron en sucederse las protestas, las quejas por la precariedad de sus vidas, la falta de alimentos, la ausencia casi total de dinero, allí donde el trueque y la autogestión es la única alternativa.

Intuí que tal vez pensaban que éramos de alguna ONG o alguna institución internacional. Noté en sus ojos un brillo de esperanza. Lamenté decepcionarles con nuestra condición de turistas. Y después, por no generar tensiones, les ofrecimos el dinero a través de Hypolite, un poco más de lo que el guía había sugerido. Unos 20 euros.

Y en aquella aldea perdida al norte de Burundi todo se llenó de alegría, de esa alegría tan adolescente, tan africana, tan necesaria

El hombre que se había autoproclamado portavoz alzó las manos al cielo y empezó a contar los billetes. A medida que contaba, el resto de la comunidad, unas 200 personas, comenzó a cambiar la mirada. Los gestos contrariados del minuto anterior se tornaron en vítores y los vítores en gritos. La cifra debió de parecerles estratosférica y cuando se terminó de contar el júbilo se desbordó de tal modo que la aldea se transformó en una fiesta súbita, en un arrebato incontrolado. Fue un acontecimiento inaudito, el gol de Iniesta, el premio gordo, el fin de la guerra.

Y en aquella aldea perdida, al norte de Burundi, todo se llenó de alegría, de esa alegría tan adolescente, tan africana, tan necesaria. Y bailaron los pigmeos como si fuera a acabarse el mundo. Y ya no hablamos más con nadie, porque era ya solo tiempo de ruido, de risas apuntando al cielo, de brazos extendidos. Nos agarraban los pigmeos por la cintura, pues no alcanzaban más arriba y nosotros correpondíamos a carcajadas entre el barullo, danzando sin contemplaciones, contagiados de la juerga repentina, sin pensar, sin juzgar, compartiendo aquel momento en aquel valle que nadie visita nunca.

Y siguieron bailando mientras nos acompañaban valle abajo, y danzaban cuando arrancamos el coche y continuaban los bailes en la lejanía, pigmeos danzantes en el retrovisor. No pude dejar de preguntarme cómo sería la fiesta cuando compraran las cervezas.

 

 

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