Un paseo por las entrañas de Estambul

Por: Juanra Morales (texto y fotos)
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Estambul es una de las ciudades que considero mi segunda casa. Mi primer “gran” viaje, solo, joven, sin dinero, fue a la antigua capital bizantina. La cabeza llena de libros de historia, de postales donde la cúpula de Aya Sofia sobresalía sobre los tejados rojos del barrio antiguo, de sueños de aventura.

Desde entonces he vuelto muchas veces a la “ciudad de los estrechos”, cada vez más grande, más extensa, más llena de turistas. Pero la magia del atardecer paseando por Divan Yolu hacia Topkapi, vigilando no ser atropellado y mezclado con la algarabía de final de jornada de sus habitantes mientras el almuédano llama a la oraciòn, eso no puede cambiar.

Una ciudad llena de rincones sorprendentes, muchas veces casi desconocidos excepto para las “ratas de biblioteca”

Una ciudad llena de rincones sorprendentes, muchas veces casi desconocidos excepto para las “ratas de biblioteca”, olvidadas y ausentes del ajetreo diario pero que en cualquier otro lugar serían motivo de celebración o quizá museos al aire libre. Siempre recordaré una tarde que pasé frente al antiguo palacio de Tefkur, cerca de las murallas. Pasando a través de un agujero de ladrillo en el muro y siguiendo una indicación bastante confusa, la fachada del Tefkur Sarayi, quizá una de las últimas residencias de la familia real bizantina, quizá de un Commeno o de un Pleustes, se abría solitaria, solo con la compañía de los gatos, y para mí. Que un lugar con una  historia tan fascinante, con siglos de vida y vicisitudes, pueda pasar desapercibida, es algo que siempre me ha fascinado. Pero, claro está, no admite comparación ante los palacios de Sultanahmet…

Hace unos pocos años, en otra visita rápida, furtiva, pude encontrarme con alguna amistad hecha en aquellos primeros días. Viviendo en un albergue muy cerca de la Kucuk Aya Sofia. Otra joya, iglesia bizantina y hoy mezquita, marcada por terremotos pero aún en pie, reordenábamos el mundo con un te y un cigarro, bajo las higueras y las palomas. Y pensábamos en lugares por descubrir bajo nuestros pies al caminar junto a una columna, a través de un arco de ladrillo que quizá pertenecía al Gran Palacio o al Hipódromo.

La vida ha cambiado y nos ha llevado por derroteros muy distintos, pero aquellos días siguen en la memoria. Nos reunimos bajo las parras del patio de la mezquita. Un té tras otro nos ponemos al día de estos años. Y quedamos pare cenar esa noche. Al levantarme me entrega un pedazo de papel. Una recorte de un antiguo periódico sobre el descubrimiento de unas estancias del Gran Palacio Bizantino bajo una tienda de alfombras. Sonríe y se marcha, sembrando el interés.

Nos reunimos bajo las parras del patio de la mezquita. Un té tras otro nos ponemos al día de estos años

Esa noche cenamos muy cerca de la Mezquita Azul, en una zona donde un antiguo bazar cubierto, el Arasta de los Otomanos, almacenaba todas las mercancías procedentes del Este para servicio de la Sublime Puerta, el Sultán y el Harén. Muchos de esos antiguos han o almacenes son hoy tiendas de alfombras o restaurantes, pero la zona aún guarda un ambiente de mercadeo único en una ciudad mercantil hasta la médula como Estambul. En uno de estos restaurantes nos esperaba la primera sorpresa.

Cualquiera que haya cenado en Estambul puede hablaros de los meze, del sabor dulce del raki o de la veneración por las berenjenas y la carne asada de los kebab. Pero al terminar aquella cena, junto al aseo del retaurante, una cuerda simple y un cartel con las palabras “Great Palace Ruins” invitaban a entrar en lo que parecía un sótano.

Este sencillo restaurante tenía en su sótano un buen pedazo de lo que fue el complejo de edificios y de poder más importante del mundo durante casi 7 siglos.

Es divertido pensar la de veces que por accidente, por lo general bastante ridículos, han llevado a descubrir yacimientos que hoy día se pueden considerar Patrimonio de la Humanidad. Un burro desaparece en un agujero donde su dueño descubre una tumba faraónica (como el caso de Ramsés II) o unas catacumbas romanas (Qom el Shaffaga en Alejandría). No se qué ocurrió aquí, pero este sencillo restaurante tenia en su sótano un buen pedazo de lo que fue el complejo de edificios y de poder más importante del mundo durante casi 7 siglos.

Bóvedas de ladrillo se abrían en varios corredores, con algún pedazo de mosaico esparcido por el suelo de un espacio enorme que sólo podíamos atisbar gracias a unos focos aislados. Quizá las estancias de algún emperador, quizá unas caballerizas o un almacén. La imaginación podía volar fácilmente. Totalmente deslumbrado, mi amigo me prometió otra sorpresa para el día siguiente, en que volaba hacia el Este lejos de Europa. Quedamos junto a una pequeña mezquita muy cerca del Bósforo, ambos con la imaginación disparada.

El olor a humedad y a desechos de todo tipo es insoportable y nos movemos casi a ciegas en un espacio estrecho

Ya por la mañana nos reencontramos con un antiguo conocido, hoy investigador del pasado de su ciudad. Nos enfundamos en monos de trabajo y con botas de pocero entramos por una pequeña portezuela de madera, casi podrida, que se abre en una pared de ladrillo media derrumbada. El olor a humedad y a desechos de todo tipo es insoportable y nos movemos casi a ciegas en un espacio estrecho, cada vez más estrecho, con las espaldas rasgando las paredes. Seguimos un tiempo que parece interminable hasta que, con el agua por encima de las rodillas, un vacio negro se abre delante del túnel que se ensancha de golpe.

Nuestro compañero lanza una bengala y enciende otra, iluminando en parte ese vacío, una inmensa sala medio inundada con el techo cuajado de bóvedas. En algunas paredes podemos ver excrecencias creadas por la humedad sobre lo que parecen inscripciones muy bastas. Estamos bajo el Hipódromo, junto al Palacio, y hemos recorrido una vía, antiguamente destinada a comunicar ambos lugares o para facilitar la huida entre ellos, quién sabe.

Varios agujeros desaparecían al fondo pero yo casi no podía respirar, así que volvimos por el mismo camino, dando vueltas mentalmente a los giros de la historia.

Nuestro compañero lanza una bengala y enciende otra, iluminando en parte ese vacío, una inmensa sala medio inundada con el techo cuajado de bóvedas

Esa tarde mi amigo me acompañó al aeropuerto. Nos despedimos rápido, sin mucha ceremonia, como siempre entre nosotros. Salvo algún correo electrónico no hemos vuelto a hablar, pero se que, igual que me pasó a mi al volar sobre el Bósforo camino de Asia Central, sigue pensando en esa mañana e imaginando caminos bajo la gran Constantinopla, la ciudad imaginada de los Césares.

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Comentarios (2)

  • Ana

    |

    Gracias, Juanra. Como siempre, un gustazo!
    Qué ganas tengo de ir a Estambul

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  • Lydia

    |

    Siempre resulta emocionante disfrutar de lugares interesantes que pasan desapercibidos y más, si los descubres por casualidad.

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