Salgo de la estación de tren en Nápoles. Comienza el teatro.
De primeras, me tengo que arrimar todo lo que puedo a la pared, de puntillas y con los talones en alto, porque un moto-triciclo no sólo viene en dirección contraria, sino que también ha invadido la minúscula acera donde yo estaba. Además, los pícaros napolitanos, duchos en las artes escénicas, saben llevar al espectador a la catarsis colectiva y te hacen pasar a ti, pobre aprendiz de pillín, por inoportuno e incívico ante la mirada de todos.
Como si de una película de Berlanga se tratara, las escenas corales se van sucediendo.
Los pícaros napolitanos, duchos en las artes escénicas, saben llevar al espectador a la catarsis colectiva
No falta la típica señora asomada a su balcón engalanado que, a voz en grito, va siguiendo a base de decibelios a no se sabe quién, qué, dónde o cuándo.
Los perrillos callejeros parecen reirse del transcurrir de los episodios cómicos.
O, simplemente, están felices de vivir aquí.
El mundo al revés, y ellos lo saben. Los napolitanos son grandes actores y grandes operistas: cuando hablan todos a la vez compruebas como, debajo de todo ese barullo verbal, subyacen unas bases mínimas de armonía y canto. ¡No es de extrañar! No lejos de Nápoles, y muy cerca de Pompeya, había una antigua polis griega: Elea. De ahí les vendrá, en parte, el gusto por la tragedia; bueno, cabría mejor decir, tragicomedia. Una tragicomedia que, como en casa de los españoles, han sabido adoptar a su filosofía de vida.
Los perrillos callejeros parecen reirse del transcurrir de los episodios cómicos. O, simplemente, están felices de vivir aquí
Sabedores de lo que le ocurría a Aquiles cuando perseguía a la tortuga (que por las sucesivas divisiones del espacio que hay entre ellos no puede nunca alcanzarla), nuestros primos napolitanos se conforman con disfrutar con lo que pueden pescar ahora mismo, no confiándose a jubilaciones venideras.