Antigua y Barbuda: una semana en la isla de M

En la puerta del aeropuerto de Antigua y Barbuda nos espera M. Se me olvidó su nombre, así que la llamaré M. Esta vez no fue mi culpa, M hablaba poco, lo justo, no hubiera sido fácil recordarla aunque hubiéramos pasado juntos seis años. M era una mujer de mediana edad, arisca, que economizaba sus palabras y sus gestos. Ahora que lo recuerdo, no estoy seguro de que M me dijera su nombre. Afinando algo más la memoria, no estoy seguro de que M dijera algo.

En la puerta del aeropuerto de Antigua y Barbuda nos espera M. Se me olvidó su nombre, así que la llamaré M. Esta vez no fue mi culpa, M hablaba poco, lo justo, no hubiera sido fácil recordarla aunque hubiéramos pasado juntos seis años. M era una mujer de mediana edad, arisca, que economizaba sus palabras y sus gestos. Ahora que lo recuerdo, no estoy seguro de que M me dijera su nombre. Afinando algo más la memoria, no estoy seguro de que M dijera algo. M nos alquilaba el coche, nos llevaba hasta nuestra Guest House y apenas aportó más nada. Cerramos la historia de M.

Al salir del aeropuerto, lo primero que nos llama la atención es que la isla a medida que avanzamos kilómetros parece vieja. Más pobre en sus casas e infraestructuras de lo esperado. No aparecen los grandes hoteles y los que aparecen tienen un aire algo antiguo. Parece un turismo de los 80 al que le falta una capa de pintura. Antigua, en el primer golpe, hace honor a su nombre y me recuerda mucho a África quizá porque la población en un 95% son descendientes de esclavos africanos.

Nuestra Guest House, Blue Bay, la regentan una pareja de jóvenes italianos, Michele y Cecilia. Una pareja de viajeros que antes vivía en una comuna agrícola en Suecia, y que una llamada y un avión los ha mandado a un trozo de tierra flotando en medio del Caribe. La casa, de tres habitaciones, es fantástica. Buen precio, en un enclave privilegiado y con una filosofía de casa compartida y no de hotel.

Es domingo, la noche del concierto en el Road House

Esa primera noche preguntamos dónde ir a nuestros anfitriones. “Es domingo, la noche del concierto en el Road House. Un bar de gente local”. Nos gusta la idea. Llegamos a un bar de madera. Hay un concierto. Preguntamos. Nadie responde. No son especialmente abiertos. “Lo de M debe ser costumbre”, pensamos.

Primero, tras cinco minutos de dudas en los que dos camareros y la cocinera debatían entre miradas qué hacer con nosotros pese a tener justo delante una mesa y dos sillas libres, decidieron finalmente sentarnos en esa mesa y dos sillas libres. El puesto era un sitio retirado desde el que no se veía el show.

Luego, la dueña, llamémosla L,  nos vino a buscar y nos llevó a una barra frente al escenario que “es para los que comen y beben como ustedes”, especificó. En la otra zona la gente se dedicaba sólo a beber, aunque a su favor podría decir que lo hacían con interés. No dijo en ese instante mucho más L, decidió irse a bailar de forma espasmódica junto a un compañero capaz de retorcer el cuerpo como ella en medio de la pista. Eran fantásticos, danzaban acompasando un chorro de voz de una mujer que cantaba con las vísceras sin preocuparse porque ninguno de sus movimientos tuviera nada que ver con la canción. No bailaban, se quebraban.

Veinte minutos después dudé si eran de cera

Nosotros pedimos mientras la cena, el pescado del día: salmón frito con kétchup por encima y ensalada. Me fijé en la mesa principal. Era un grupo de seis personas, tres hombres de mediana edad y tres mujeres de mediana edad. Pedían botellas de vino y dejaban las ya bebidas, que eran varías, en sus hieleras boca abajo. No hablaban nunca. No hacían ninguna mueca nunca. Bebían. Veinte minutos después dudé si eran de cera.

Detrás, un cumpleaños. Treintañeros. Sentados en fila en una bancada. Algún entierro al que asistí me pareció más enloquecido que su fiesta. Una mujer llevaba un vestido rosa y la gente le daba besos. O era la homenajeada o era la Virgen de Fátima. Sin gafas comienzo a no ver bien.

Nosotros tras digerir el salmón con kétchup nos pasamos al ron y en ese intervalo si no hubiéramos estado atentos no nos hubiera dado tiempo de aplaudir cuando acabó el espectáculo. El cumpleaños, la mesa presidencial y el público general presente aplaudieron la friolera de cinco segundos. Nosotros participamos en los dos últimos. Imperdonable, mi última efusiva palmada llegó entre un atronador silencio. Luego se levantaron y se fueron todos fuera a beber. Los camareros en cinco minutos habían recogido las mesas.

“Son gente cauta”, pensamos con cierta precipitación tras M, L, el concierto, una tienda en la que paramos antes a comprar agua y algo de comida y en la que nos llevamos cerveza, vino, patatas y seis monosílabos, la gasolinera donde al preguntarle si podía pagar en dólares o con tarjeta me contestó usando mi tarjeta y explicando con el hecho de tomar mi tarjeta de la mano que no pagaría en dólares… “Quizá economizan palabras”, dudé. En todo caso, nos encantó aquel genuino espacio del Road House.

Te aparecía un tipo, con rastas que te ofrecía por este orden unas gafas de bucear o marihuana

A la mañana siguiente comenzó el recorrido por esta bellísima isla. Era junio, resulta que la temporada más baja de turismo de todo el año por ser época de lluvias, y estuvimos en varias playas sin que hubiera nadie.  Como mucho de pronto te aparecía un tipo, con rastas, que te ofrecía por este orden unas gafas de bucear o marihuana. Las dos cosas juntas llevaban descuento.

Entre las playas a destacar, ya que al tener coche vimos muchas, están: Long Bay, Half Moon Bay, Pigeon Beach y Landing Bay. Destacar es un comedido decir influido por el comedido espíritu local. Son brutales, de las mejores playas que vi en el mundo. Fuimos también a los famosos English Habour y Jolly Harbour. El primero nos pareció un sitio solitario por la temporada baja e interesante. El segundo nos pareció que ni era solitario ni era interesante.

Mientras, la capital, Saint John, es una ciudad pobre en algunas zonas con infraviviendas de madera que supongo vuelan con cada huracán que azota la zona, lo que desgraciadamente no es extraño. El último fue el huracán Gonzalo en 2014. La ciudad tiene dos calles comerciales preparadas para la llegada de los cruceros con un casino en el medio. Están junto al puerto, del que días después tomamos el barco a Montserrat, y nos reservaban una primera sorpresa: un restaurante de buenas carnes y vinos sudafricanos, C&C Winehouse. Tomar un Pinotage en medio del Caribe fue inesperado.

La segunda sorpresa africana fue en el English Harbour, donde cenamos en un chiringuito en el que observamos la bandera de Mozambique. En la carta había frango al peri peri (comida mozambiqueña) y camarones al estilo Mozambique. No hay muchas opciones de cenar en medio del Caribe en un restaurante de un país como Mozambique, nuestra casa durante tres años.

Si cobraran por sonreír tendrían jodida la vida

Otra noche fuimos a cenar a otro restaurante local modesto que nos recomendaron mucho: Papa Zouk. El “auténtico” lugar lo lleva un alemán cincuentón poco auténtico pese a sus esfuerzos por parecerlo y dos jóvenes muy guapas que son las camareras. Si cobraran por sonreír tendrían jodida la vida. La comida no nos gustó y la cuenta con recargo, menos. Bronca, el alemán asume como si le faltáramos el honor que nos deja la cuenta tal y como debía ser y a casa.

Esa noche cayó una fuerte tormenta que nos permitió dormir con olor a hierba mojada y con una sábana por encima. Luego, como cada amanecer, un desayuno mirando el mar. Y luego el coche, y las playas y esa hedónica forma de vivir que consiste en bañarse, comer, beber y leer un buen libro. Sin más. Sin estrés. Disfrutar esa simple nada.

Por último, hay dos lugares bellos a los que acudir, mejor al atardecer. El Devil´s Bridge, es un puente natural de roca por el que se cuela y silba el mar, y el Shirley Heights es un mirador desde un colina de la isla, sobre el English Harbour, con un viejo fuerte, un cementerio de la vieja guardia colonial y la mejor puesta del sol de Antigua.

Estamos encantados de irnos a un esquina a ver peor el atardecer para que tu grabes

Ahí fuimos una tarde preciosa, nos encontramos a una fotógrafa estadounidense y esperamos el atardecer excitados hasta que llegó un equipo de televisión para hacer no sé qué y nos pidieron si no nos importaba retirarnos para que grabaran. “Claro, no te preocupes, sólo nos hemos hecho miles de kilómetros para venir a este lugar al que no volveremos nunca y estamos encantados de irnos a un esquina a ver peor el atardecer para que tu grabes”. La gringa se moría de risa.

La semana de Antigua fue una de esas experiencias en las que tienes la sensación de que todo pesa mucho y es lento. Disfrutamos de ese hedonismo sencillo, de esas playas vacías, de esos caminos llenos de mangos caídos de las ramas, de restaurantes sobrantes de mesas, de playas sin más toallas y de ese ir y venir sin más búsqueda que disfrutar el tiempo. Sin prisas, sin necesitar visitar nada, sin tachar cosas en un mapa. Fuimos muy felices en Antigua.

Nos fuimos al aeropuerto, volábamos a Dominica. Debía venir M a buscar el coche. No nos dijo dónde lo recogería del areopuerto. No apareció nadie a la hora pactada en la zona de salidas. Una mujer de información del aeropuerto muy simpática nos hizo el favor de llamar al teléfono que figuraba en el contrato. Se puso un hombre, el marido de M. Estaba fuera, en el aparcamiento, pero metido en su coche. Llegó. Tomó las llaves y se fue. No dijo nada.

¿Cómo será pasar una Navidad en casa de M y su marido?, me quedé pensando antes de ir a la puerta de embarque.

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