Ahora viajamos más que nunca. Cuando mis abuelos, en general, o se llegaba al pueblo de al lado como máximo o se veían obligados a emigrar. Eran pocas las opciones que tenía el grueso de la gente. Si mi generación empezó a viajar “en serio” a partir de los treinta, las que han venido llegando después aún lo han hecho mucho antes. De forma exponencial, me atrevería a decir.
Cuando a veces pregunto a mis amigos por sus hijos, nunca dejan de informarme de que acaban de llegar de una playa exótica o de una ciudad apartada que a mí misma me costaría encontrar en un mapa. Hace años estos viajes eran la culminación de la boda –en época de mis padres, solía ser Mallorca; en la mía, Canarias o Madeira si hacía buen tiempo; más tarde, algún “resort” sudafricano–. Ahora mismo, han pasado a ser citas obligadas en Navidades, Semana Santa o en un “break” mensual –lo que ha empezado a llamarse “post-turismo”–. Por lo regular, buscan la mejor época del año para visitarlos, huyendo de monzones en los trópicos o temperaturas extremas en el desierto.
Los jóvenes turistas de hoy conocen sitios que yo, viajera compulsiva, tan sólo me he limitado a soñar
“¿Qué tal tu hijo Alberto? ¿Cómo le va el nuevo trabajo?”, pregunto. “¡Muy bien! Mira, está pasando unos días en las Highlands”, me responden. “¿No hace mucho frío ahora mismo en Escocia?”, me atrevo a preguntar nuevamente. “¡No, mujer! Están en Papúa Nueva Guinea“, me contestan sorprendidos por mi ignorancia.
Es decir, los jóvenes turistas de hoy conocen sitios que yo, viajera compulsiva, y amigos míos, profesionales de los viajes, tan sólo se han limitado a soñar. Que me rete algún entendido en el tema: no creo que quede ya ningún emplazamiento que sea totalmente desconocido para nadie, por muy poca geografía que sepa la gente.
Viajar, para mi generación y alguna otra posterior, era y es una forma de apropiarse del mundo
Al principio, me sorprendía esta compulsión viajera en generaciones que viven pegadas a móviles y restantes adminículos electrónicos; hasta el punto de haberse convertido, en el primer caso, en una adicción que ya está siendo tratada por los peligros que conlleva. Gente, precisamente, más habituada a lo aparente que a lo real.Después, concluía que quizás se trataba de una pasión turística que intentaba huir de lo aparente para conocer la “auténtica realidad”. Sin embargo, ahora mismo creo que estoy equivocada, pues he proyectado en otros lo que quizás yo necesitaba hacer.
Viajar, para mi generación y alguna otra posterior, era y es una forma de apropiarse del mundo de forma distinta a como lo hacen sus habitantes habituales. De hecho, la preparación del viaje llevaba su tiempo y de casa salías con unos objetivos y unas creencias determinadas que un viaje “a conciencia” no tardaba en echar abajo. Por lo menos, en parte. ¡Cuántas veces hemos dicho “esto no era lo que me esperaba”! Pero no como reproche o decepción, sino desde la fascinación y la complacencia. Siempre, claro, que aquel viaje se viviese como algo decisivo. Registrábamos nuestras reflexiones, esbozábamos alguna que otra imagen, tomábamos nota de aquello que considerábamos reseñable y decidíamos, finalmente, que habíamos avanzado un paso más en nuestra vía hacia el conocimiento y, por tanto, hacia la madurez.
Hoy, por el contrario, nadie parece alterado por un viaje que lo lleve a las antípodas de su mundo
Hoy, por el contrario, nadie parece alterado por un viaje que lo lleve a las antípodas de su mundo por un período de quince días. En todo caso, se quejan de los estorbos que conlleva el jet lag o un tránsito de veinticuatro horas por algunos aeropuertos del planeta. Así, resulta casi imposible extraer de ellos cualquier comentario o emoción relacionados con esa especie de “iluminación” que, llegado un momento u otro, nos invade a quienes adoramos viajar, de manera diría casi acuciante.
No puedo dejar de pensar en que posiblemente esa falta de “inspiración” viajera sea debida a la invasión de lo efectista en el campo de lo real. Quizás el mundo virtual se ha apropiado definitivamente del planeta y “besar” el suelo del territorio que antes considerábamos sagrado ya no tenga hoy ningún sentido para ellos.
Posiblemente esa falta de “inspiración” viajera sea debida a que el mundo virtual se ha apropiado definitivamente del planeta
Esta idea me vino a la cabeza cuando vi de qué forma se incautaron de mi ciudad los turistas. Así, hay barrios céntricos que hoy me son absolutamente extraños a causa de su actual apariencia. Y esto podría aplicarlo a otras ciudades de mi país. Pues hay una obsesión cada vez mayor por parecernos a lugares imaginados, aquellos impulsados por los medios audiovisuales, bien a retales, bien completamente reconstruidos.
Esta obstinación creciente por parecerse a esa imagen imaginaria fabricada por los medios de comunicación preludia una primera consecuencia negativa para el tipo de viajera en el que me considero incluida, ya que nos muestra lo virtual y nos oculta lo real. La primera vez me ocurrió en Hungría, cuando formaba parte de la Unión Soviética. Nada más llegar a la capital se me informó de qué barrios no podía visitar. Con posterioridad, en Praga, cuando ya formaba parte de una nación “libre”. Sentí que acababa de entrar en un cuento de hadas disneylandés. Paradójicamente, cuando visité hace un par de años Gabón, la cuñada de un ministro del país me llevó a la leprosería de Albert Schweitzer en Lambaréné. Se había convertido en un hospital “de juguete” que ya no dejaba entrever quién lo había frecuentado. Sin embargo, se me pusieron muchos obstáculos a la hora de visitar las zonas más miserables –y las había– de un país riquísimo. Resultaba muy turísticamente incorrecto que yo los conociese.
La leprosería de Albert Schweitzer en Lambaréné, Gabón, se había convertido en un hospital “de juguete”
Incluso me he encontrado con casos más surrealistas aún: visitar un desierto donde han “reerigido” un monumento desaparecido, pero que una película había puesto de moda. Lawrence de Arabia sería un ejemplo. Los responsables de tal necedad consideraban imprescindible volver a darle vida.
Y todas las disquisiciones por mí vertidas en este documento en Word me llevan a otra más: la desaparición en los lugares que he amado de aquello que me los hacía aun más amados. Esa calle de una antigua judería en la que aun percibía a la gente que la habitó y donde hoy hay abiertas –puerta sí, puerta también– tiendas para turistas; o esa tasca donde nos reuníamos para cambiar el mundo cuando la dictadura, convertida en pub irlandés.
En los lugares que he amado ha desaparecido aquello que me los hacía aun más amados
Lo mismo podría decirse de aquellos barrios donde transcurrieron fragmentos de vida –o toda entera– de las figuras literarias que gozamos. En bastantes casos, se han convertido en “rutas literarias”… “turistizadas”. Incluso han adquirido un aire similar entre ellas. Me pareció percibirlo en la que le montaron a Joyce en Dublín y a Ginsberg en Nueva York. Es lo mismo que ocurrió en su momento en esos centros comerciales mastodónticos que invaden el planeta, que son todos iguales a ellos mismos.
Lo anterior podría ser también aplicado a la forma en que algunos edificios emblemáticos han sido o están siendo restaurados. Han conseguido que empiecen a parecerse peligrosamente los unos a los otros.
Mucho me temo que el turismo actual haya dejado de interesarse por el mundo “de verdad”
Espero que esta intuición mía no ataque también a la flora y la fauna de los distintos continentes. Realmente llegaría a asustarme si un día me encontrase con la flora del trópico en las cimas del Tirol o la fauna del parque Kruger a las puertas del Parlamento europeo.
Mucho me temo que el turismo actual haya dejado de interesarse por el mundo “de verdad” y le atraiga tan sólo aquello que tenga el máximo parecido con lo visitado anteriormente –o comido, o bebido…–. Si sigue así el asunto, mi único consuelo será que, cuando llegue a la vejez, la pasaré menos traumáticamente ante el televisor o una pantalla de cine, viendo lo que habría sido para mí una terrible decepción “en presencia”.